Pandemias
y guerras verdaderas
Robert Fisk
www.jornada.unam.mx/ 03-05-2020
Después de 40 años de ver la guerra “de verdad”,
desde luego tengo ideas muy establecidas sobre la lucha que dicen librar
estadistas, políticos y mentirosos –los tres son, por supuesto,
intercambiables–. Tanto la guerra “real” como la viral (del tipo Covid-19)
provocan decesos y producen héroes; son una prueba para la resistencia humana,
pero no deben ser comparadas.
Para empezar, muchos paralelos pueden ser
vergonzosos. Cuando Matt Hancock en un principio comparó la lucha de Gran
Bretaña contra el Covid-19 con los bombardeos aéreos alemanes sobre Reino Unido
durante la Segunda Guerra Mundial (conocidos como Blitz), en realidad estaba
equiparando un puñado de muertes de británicos con la masiva fuerza aérea
alemana (Luftwaffe) que mató a unos 40 mil ciudadanos. Pero ahora que los
muertos por el virus en Reino Unido ascienden –incluyendo a los no
contabilizados, claro está– a más de 44 mil y quizás más, esas comparaciones
con la Segunda Guerra Mundial son poco preocupantes.
¿Cuál es la próxima treta histórica que los
defensores del Brexit nos jugarán? ¿Que los más de 66 mil británicos muertos en
la Segunda Guerra Mundial demuestran la resistencia de nuestros abuelos?
Para entonces las muertes por Covid en nuestro
país pueden haber sobrepasado ya esa macabra estadística.
Pero existe una diferencia mucho más importante
entre las guerras “reales” y la guerra viral global. Las “reales” surgen de un
conflicto de humanos contra humanos, y normalmente se ganan cuando la
infraestructura de uno de los bandos –sus tierras, hogares, fábricas, vías
ferroviarias, caminos, hospitales, sus museos y galerías, así como sus sistemas
de suministro de agua y plantas de electricidad– se convierte en escombros. Los
sobrevivientes emergen de estas guerras con sus países en ruina. No existe una “vuelta
a la normalidad”, porque lo normal ha sido físicamente destruido.
Nosotros los humanos no enfrentaremos la
catástrofe cuando nuestra actual “batalla” haya terminado… si es que termina,
pero de eso hablaremos más tarde. Cuando abramos nuestras puertas, las pérdidas
humanas podrán ser muy grandes y nuestras pérdidas económicas parecerán
insostenibles, pero nuestro mundo físico será, por mucho, el mismo. Nuestras
grandes instituciones, nuestros parlamentos, universidades, hospitales y
alcaldías, al igual que nuestras estaciones de trenes, aeropuertos, redes
ferroviarias, sistemas de aguas y nuestros hogares estarán intactos. Todo esto
se verá exactamente igual a como se veía hace unos meses. Estaremos a salvo del
suicidio nacional que implica una guerra de verdad.
Johnson y Cummings, así como sus compañeros de
la escuela Brexit –junto con el horrendo equipo científico que los respalda (al
menos hasta ahora)– pueden seguir jugando a la guerra, pero no deben enfatizar
la diferencia entre esto y la verdadera guerra: es decir, en el hecho de que el
mundo afuera de la puerta de sus casas será prácticamente el mismo que en
febrero y marzo.
Por esto es que muchas personas se han visto
dispuestas a romper las reglas del arresto domiciliario que les impusieron. No
es que todos sean suicidas, o egoístas o locos, sino que ven hacia el exterior
y lo ven igual a como lo recuerdan. Poco a poco, se prepararon para arriesgarse
y poner en peligro a otros porque pueden (esta expresión es muy deliberada) y
lo aceptan.
Así que –y aquí dejaré de usar las comillas–
debemos volver a las guerras “de verdad”. Uno de los más notables fenómenos en
estos conflictos aterradores es que la vida ordinaria continúa en medio del
baño de sangre y la aniquilación inminente.
Durante las batallas en Beirut y durante los
momentos más temibles de la actual guerra en Siria he ido a bodas. Una pareja
musulmana en Beirut y una pareja armenia en la norteña ciudad siria de Kimishle
–donde el frente del Isis más cercano está apenas a 19 kilómetros de la puerta
de la iglesia. Los novios decidieron casarse y los clérigos apropiados
presidieron las ceremonias. Yo los miraba, como dicen, boquiabierto. Tengo
amigos que han comprado y vendido hogares durante sus respectivas guerras. Sus
vidas están en peligro, pero aun así necesitan certificados de propiedad,
fondos bancarios y abogados. En medio de la anarquía, la burocracia formal y la
ley toman su curso.
Todo esto –los matrimonios y las transferencias
de propiedad– han continuado porque, como dice la más vieja de las frases
hechas: la vida debe continuar. Lo mismo ocurre con la guerra global contra el
virus. Nuestras bodas tienen menos invitados, las propiedades se compran y
venden mediante archivos adjuntos en un correo electrónico y los funerales –una
parte esencial de la “vida” normal, supongo– aún se realizan, pero sin que los
allegados vean el cadáver o hagan guardia junto a su ataúd.
He notado algo más en las guerras verdaderas
que cubro: que los civiles que sufren entre los combates tienen una
extraordinaria habilidad de superar las pérdidas a su alrededor. Tiene algo que
ver con la idea de sociedad: esa idea de que es posible, sin importar qué tan
consternados estemos por circunstancias personales, entender el dolor y la
muerte como cosas que se acercan a la normalidad. Las guerras verdaderas, como
pueden ver, también se encaminan hacia algo que puede llamarse “nueva
normalidad”. Amigos y familiares mueren. No conozco a nadie en Líbano o Siria
que no haya pasado por este sobresalto, pero el sobresalto también es relativo.
Durante el conflicto en Irlanda del Norte, el
secretario del Interior británico, Reginald Maudling –el ahora olvidado
predecesor de Priti Patel– se refirió en 1971 a lo que él llamó un “nivel
aceptable” de violencia. La expresión fue condenada por aquellos que creen que
cualquier violencia es inaceptable, pero sus palabras tenían sentido, si bien
macabro. Esta fue una guerra que tuve el privilegio maldito de cubrir y
recuerdo cómo los periodistas entendieron exactamente lo que quiso decir
Maudling: que el saldo de muertos por bombardeos en seis condados podía
alcanzar un punto que podía considerarse normal.
Esto ocurrió en Líbano. Durante los ceses del
fuego e incluso las treguas, los habitantes de Beirut iban a la playa, a
asolearse y nadar los fines de semana. Una tarde las armas de los cristianos
falangistas abrieron fuego en el este de Beirut y su metralla cayó entre los
bañistas en la playa del barrio Corniche, en el mar Mediterráneo. La carnicería
fue aterradora. Las primeras planas de los diarios al día siguiente estaban
llenas de fotografías que jamás se habrían publicado en Europa o Estados
Unidos.
A la semana siguiente las playas estaban llenas
de nuevo. Muchos libaneses consideraron que había un “nivel aceptable” de
muerte. En cierto sentido esto es inspirador –los seres humanos se muestran
inconquistables–, pero en otra interpretación, es algo profundamente
deprimente. Si los civiles –o el público, para usar una expresión muy
occidental– se acostumbran a la muerte, la guerra puede continuar indefinidamente.
Y ésta, recuerden, fue una guerra causada por la misma especie humana que
estaba muriendo en ella.
Aquí hay una idea inquietante. Todos sabemos
que el masivo confinamiento en Europa no puede continuar para siempre. Suecia
en realidad nunca se embarcó en ese toque de queda. Alemania, Italia y Holanda
están saliendo de él lenta y cautelosamente. Incluso el coctel de bobos de
Boris Johnson sabe que esto es cierto e incluso los británicos –con o sin los
pequeños brexiters de Downing Street–
ahora decidirán por sí mismos cuándo terminará el encierro. No van a esperar a
que el sargento Plod (plod: vocablo en inglés que significa “a paso lento”, N.
de la T.) les dé permiso.
Todos sabemos que el actual brote de Covid-19
no “termina” en el mismo sentido tradicional que una guerra concluye. No habrá
un último muerto. Pero cuando disminuyan las cifras y no exista una segunda
visita de esta cosa espantosa, Gran Bretaña habrá alcanzado, me temo, un “nivel
aceptable” de muerte. Cuando la estadística diaria vaya de los cientos a las
docenas y luego a las decenas diarias, ya no habrá más conferencias desde
Downing Street, y disminuirán nuestros pensamientos para los expertos de la
salud, no recordaremos el sacrificio de enfermeras y doctores. Incluso podremos
hacer apuestas sobre cuándo los tories volverán a hacer recortes al sistema
nacional de salud.
El tema es que todos –a excepción de hombres y
mujeres que ahora están en duelo por sus seres queridos– tenemos la capacidad
de absorber la muerte. Cuando el gobierno británico crea que ese momento de la
presente crisis llegó, abrirán las puertas, los caminos y los restaurantes. La
economía debe sobrevivir.
Johnson y sus acólitos proclamarán su victoria,
pero esto será falso. Los británicos seguirán muriendo, pero sus muertes se
habrán convertido en algo normal, igual a quienes mueren de cáncer, ataques
cardiacos o son víctimas de accidentes de tránsito; como dice Johnson en su
deplorable frase, los que “perdimos antes de tiempo”.
De esta forma, los británicos no disfrutarán de
una “inmunidad de rebaño”. Con o sin protección para este virus o el que le
siga; con o sin vacuna, se convertirán en “rebaño” en un sentido diferente. Se
convertirán, tal y como lo desea el gobierno, en un rebaño inmune a la muerte
de los otros; que habrá asumido un nivel aceptable de muerte entre sus
compatriotas. Se habrán vuelto un poco más “endurecidos” –una buena palabra
victoriana– a que se inflija tal sufrimiento, y dejarán de rezongar sobre lo
ineficaz que fue el gobierno británico para evitar este atropello.
Y entonces –usemos ese repugnante mantra de
todos los políticos– “seguiremos adelante”. Tendrán que “asumir” al virus, como
lo hizo el gobierno hace mucho y como seguirá haciéndolo.
Podemos olvidar cualquier planeación costosa
para su siguiente visita, hasta que nos topemos con el Covid-20, o el Covid-22
o el Covid-30 o cualquier otro que se nos atraviese.