Para el
filósofo Markus Gabriel, la cadena infecciosa del capitalismo destruye la
naturaleza y atonta a los ciudadanos para convertirlos en meros consumidores y
turistas. El pensador llama a impulsar "una nueva Ilustración global"
que deje atrás un modelo "suicida"
Una pintada en el barrio berlinés de Prenzlauer
Berg, con el Gollum diciendo 'Mi tesoro'. MARKUS SCHREIBER/AP
El orden mundial está trastocado. Por la escala
del universo, invisible para el ojo humano, se propaga un virus cuya verdadera
magnitud desconocemos. Nadie sabe cuántas personas están enfermas de
coronavirus, cuántas morirán aún, cuándo se habrá desarrollado una vacuna,
entre otras incertidumbres. Tampoco sabe nadie qué efectos tendrán para la
economía y la democracia las actuales medidas radicales de un estado de
excepción que afecta a toda Europa.
El coronavirus no es una enfermedad infecciosa
cualquiera. Es una pandemia vírica. La palabra pandemia viene del griego
antiguo, y significa "todo el pueblo". En efecto, todo el pueblo,
todos los seres humanos, estamos afectados por igual. Pero precisamente eso es
lo que no hemos entendido si creemos que tiene algún sentido encerrar a la
gente dentro de unas fronteras. ¿Por qué debería causar impresión al virus que
la frontera entre Alemania y Francia esté cerrada? ¿Qué hace pensar que España
sea una unidad que hay que separar de otros países para contener el patógeno?
La respuesta a estas preguntas será que los sistemas de salud son nacionales y
el Estado debe ocuparse de los enfermos dentro de sus fronteras.
Cierto, pero precisamente ahí reside el
problema. Y es que la pandemia nos afecta a todos; es la demostración de que todos
estamos unidos por un cordón invisible, nuestra condición de seres humanos.
Ante el virus todos somos, efectivamente, iguales; ante el virus los seres humanos
no somos más que eso, seres humanos, es decir, animales de una determinada
especie que ofrece un huésped a una reproducción mortal para muchos.
Los virus en general plantean un problema
metafísico no resuelto. Nadie sabe si son seres vivos. La razón es que no hay
una definición única de vida. En realidad, nadie sabe dónde comienza. ¿Para
tener vida basta con el ADN o el ARN, o se requiere la existencia de células
que se multipliquen por sí mismas? No lo sabemos, igual que tampoco sabemos si
las plantas, los insectos o incluso nuestro hígado tienen consciencia. ¿Es
posible que el ecosistema de la Tierra sea un gigantesco ser vivo? ¿Es el
coronavirus una respuesta inmune del planeta a la insolencia del ser humano,
que destruye infinitos seres vivos por codicia?
El coronavirus pone de manifiesto las
debilidades sistémicas de la ideología dominante del siglo XXI. Una de ellas es
la creencia errónea de que el progreso científico y tecnológico por sí solo
puede impulsar el progreso humano y moral. Esta creencia nos incita a confiar
en que los expertos científicos pueden solucionar los problemas sociales
comunes. El coronavirus debería ser una demostración de ello a la vista de
todos. Sin embargo, lo que quedará de manifiesto es que semejante idea es un
peligroso error. Es verdad que tenemos que consultar a los virólogos; solo
ellos pueden ayudarnos a entender el virus y a contenerlo a fin de salvar vidas
humanas. Pero ¿quién los escucha cuando nos dicen que cada año más de 200.000
niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable? ¿Por qué nadie se
interesa por esos niños?
Por
desgracia, la respuesta es clara: porque no están en Alemania, España, Francia
o Italia.
Sin embargo, esto tampoco es verdad, ya que se encuentran en campamentos para
refugiados situados en territorio europeo, a los que han llegado huyendo de la
situación injusta provocada por nosotros con nuestro sistema consumista.
Sin progreso moral no hay verdadero progreso.
La pandemia nos lo enseña con los prejuicios racistas que se expresan por
doquier. Trump intenta por todos los medios clasificar el virus como un
problema chino; Boris Johnson piensa que los británicos pueden solucionar la
situación por la vía del darwinismo social y provocar una inmunidad colectiva
eugenésica. Muchos alemanes creen que nuestro sistema sanitario es superior al
italiano y que, por lo tanto, podremos dar mejor respuesta. Estereotipos
peligrosos, prejuicios estúpidos.
Todos vamos en el mismo barco. Esto, no
obstante, no es nada nuevo. El mismo siglo XXI es una pandemia, el resultado de
la globalización. Lo único que hace el virus es poner de manifiesto algo que
viene de lejos: necesitamos concebir una Ilustración global totalmente nueva.
Aquí cabe emplear una expresión de Peter Sloterdijk dándole una nueva interpretación,
y afirmar que no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo. Para ello tenemos
que vacunarnos contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales,
razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia. En un acto de
solidaridad antes insospechado en Europa, estamos protegiendo a nuestros
enfermos y nuestros mayores. Por eso metemos a los niños en casa, cerramos los
centros de enseñanza y declaramos el estado de excepción sanitaria. Por eso se
invierten miles de millones de euros para volver a reactivar la economía.
Pero si, una vez superado el virus, seguimos
actuando como antes, vendrán crisis mucho más graves: virus peores, cuya
aparición no podremos impedir; la continuación de la guerra económica con
Estados Unidos en la que ya está inmersa la Unión Europea; la proliferación del
racismo y el nacionalismo contra los emigrantes que huyen hacia nuestros países
porque nosotros hemos proporcionado a sus verdugos el armamento y los
conocimientos para fabricar armas químicas. Y, no lo olvidemos, la crisis
climática, mucho más dañina que cualquier virus porque es el producto del lento
autoexterminio del ser humano. El coronavirus no hará más que frenarla
brevemente.
El orden mundial previo a la pandemia no era
normal, sino letal. ¿Por qué no podemos invertir miles de millones en mejorar
nuestra movilidad? ¿Por qué no utilizar la digitalización para celebrar vía internet
las reuniones absurdas a las que los jefes de la economía se desplazan en
aviones privados? ¿Cuándo entenderemos por fin que, comparado con nuestra
superstición de que los problemas contemporáneos se pueden resolver con la
ciencia y la tecnología, el peligrosísimo coronavirus es inofensivo?
Necesitamos una nueva Ilustración, todo el mundo debe recibir una educación
ética para que reconozcamos el enorme peligro que supone seguir a ciegas a la
ciencia y a la técnica.
Por supuesto que estamos haciendo lo correcto
al combatir el virus con todos los medios. De repente hay solidaridad y una
oleada de moralidad. Está bien que sea así, pero al mismo tiempo no debemos
olvidar que en pocas semanas hemos pasado del desdén populista hacia los
expertos científicos a un estado de excepción que un amigo de Nueva York ha
calificado con acierto de "Corea del Norte cientifista".
Tenemos que reconocer que la cadena infecciosa
del capitalismo global destruye nuestra naturaleza y atonta a los ciudadanos de
los Estados nacionales para que nos convirtamos en turistas profesionales y en
consumidores de bienes cuya producción causará a la larga más muertes que todos
los virus juntos. ¿Por qué la solidaridad se despierta con el conocimiento
médico y virológico, pero no con la conciencia filosófica de que la única
salida de la globalización suicida es un orden mundial que supere la acumulación
de estados nacionales enfrentados entre sí obedeciendo a una estúpida lógica
económica cuantitativa?
Cuando pase la pandemia viral necesitaremos una
pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del
cielo del que nunca podremos evadirnos. Vivimos y seguiremos viviendo en la
tierra; somos y seguiremos siendo mortales y frágiles. Convirtámonos, por
tanto, en ciudadanos del mundo, en cosmopolitas de una pandemia metafísica.
Cualquier otra actitud nos exterminará y ningún virólogo nos podrá salvar.
Markus Gabriel es filósofo alemán y autor de
los ensayos Neoexistencialismo, Por qué
no existe el mundo y El sentido del pensamiento.