www.religiondigital.org / 03.03.2020
Uno de los peligros más graves y amenazantes,
que tiene ahora mismo la fe en Jesús y su Evangelio, es el integrismo clerical. Porque se empeña en convencernos de que hay
determinadas cuestiones que son “problemas de fe”, que tienen enorme
importancia, cuando en realidad no son “dogmas de fe”. Ni tienen por qué “dañar
nuestra fe”. Y es que el clericalismo integrista se aferra a costumbres y
prácticas de la antigüedad, que los hombres del clero nos las presentan como
verdades de fe, cuando en realidad no lo son. Y lo que es peor, no solamente se
trata de cosas que no pertenecen a la fe, sino que además hacen daño a los que
quieren creer en Dios y ser buenos cristianos.
Concretando este asunto: en vez de hablar de
“problemas”, en plural, tendríamos que hablar del “problema” que tiene que
afrontar y resolver la iglesia católica lo antes posible. Me refiero al enorme
problema que representa el desinterés por el “hecho religioso”, que va en
aumento sobre todo en los países más industrializados. Cada día las iglesias
están más vacías. Lo que se hace y lo que se dice en las iglesias, interesa
cada día menos a la mayoría de la gente. Cada día también disminuye el número
de sacerdotes. Además, según las leyes eclesiásticas, únicamente pueden ser
ordenados sacerdotes los hombres (no las mujeres) y además tienen que ser
hombres solteros.
Así las cosas, ¿estamos realmente seguros de
que Jesús el Señor, cuando inició el origen de la Iglesia, quiso y estableció
que en esta Iglesia no se pudiera celebrar la eucaristía nada más que cuando
podía presidir la celebración un hombre y nunca una mujer? Además, ¿estamos
también seguros de que el celebrante tenía que ser soltero?
De nada
de esto tenemos constancia. De los apóstoles de Jesús, sabemos que estaban casados y
además que afirmaban el derecho a viajar con sus esposas (1 Cor 9, 4-5; cf. 1
Cor 7, 3. 4. 5. 10-11. 12-14. 16) (cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la
Iglesia cristiana, Verbo Divino, 2009, 227-231). También es bien sabido que, en
las cartas pastorales, no sólo se permite, sino que se exige que quien pretenda
ser dirigente de la Iglesia, por eso mismo debe estar casado y ha de educar
bien a sus hijos porque “quien no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo va a
llevar bien el cuidado de la casa de Dios?” (1 Tim 3, 2-5. 12; Tit 1, 6).
En cuanto a las mujeres, el mismo profesor
Rafael Aguirre ha demostrado que “en el movimiento cristiano misionero
encontramos muchas mujeres y muy activas. Aparecen, a veces, colaborando en pie
de igualdad con Pablo, enseñando como misioneras itinerantes, se las designa
apóstol, diácono, protectora o dirigente”. Algo que, por lo demás, era normal
en la sociedad y en la cultura de la Roma antigua. El profesor Robert C. Knapp
resume sus investigaciones diciendo: “He aportado numerosas pruebas del papel
activo de las mujeres corrientes en sus propias vidas, en las vidas de sus
familiares y en la vida fuera del ámbito familiar, incluyendo contratos
comerciales, propiedad y gestión de tierras y actividades sociales y religiosas
públicas” (Los olvidados de Roma, Madrid, Ariel, 2015, 113).
La
'revuelta' de mujeres reivindica el diaconado femenino
Por otra parte, en la religión de Israel, jamás
se rechazó el matrimonio de los sacerdotes. Y en lo que se refiere al
sacerdocio de las mujeres, en la religión más antigua que se conoce, la
religión de Mesopotamia (s. IV a. C), los ministros del culto eran lo mismo los
hombres que las mujeres (Jean Bottéro, La religión más antigua: Mesopotamia,
Madrid, Trotta, 147-152).
El puritanismo, con todas sus implicaciones, se
introdujo en la Iglesia a partir del s. IV. ¿En qué se justificó este
puritanismo? No ciertamente en el Evangelio, que nunca trató el tema de la
sexualidad. Se sabe que el puritanismo, que marcó el pensamiento medieval, tuvo
sus orígenes en los siglos IV y V (a. C.) en Pitágoras y Empédocles, que
tomaron estas ideas de los chamanes del norte de Europa (cf. E. R. Dodds, Los
griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 2001, 133-169). En los siglos I al
VII, estas ideas fueron asimiladas lentamente por los cristianos (R. Gryson,
Les origines du célibat ecclédiastique du premieres au septième siècle,
Gemblous, Ed. Duclout, 1970). O sea, el
celibato no tiene su origen en la Biblia y menos aún en el Evangelio. Como
tampoco en el Evangelio se puede fundamentar la marginación de la mujer, ya sea
en la sociedad o en la Iglesia.
Entonces, ¿puede la autoridad eclesiástica
suprimir la ley del celibato eclesiástico y permitir que las mujeres presidan
la eucaristía? Para responder debidamente a esta pregunta, es enteramente
necesario responder antes a otra cuestión, que es previa: ¿tiene que ser más
determinante, en el gobierno de la Iglesia, el pensamiento de los griegos que la
enseñanza del Evangelio? ¿Por qué no tenemos la libertad y la audacia de dar a
este asunto la debida respuesta?
Es posible que haya cristianos y, más en
concreto, clérigos incluso que tienen el convencimiento de que la doctrina
sobre los sacramentos quedó cerrada y definitivamente afirmada en el concilio
de Trento (Ses. VII. Denz.-Hün. nn. 1600-1613). Sin embargo, hay que saber que
eso no es así. Porque, al tratar el tema de los sacramentos, los obispos y
teólogos del concilio de Trento discutieron si lo que debatían eran “errores” o
“herejías”. Y las opiniones de los “padres conciliares” se dividieron de tal
forma, que no pudieron llegar a un acuerdo, como consta ampliamente en el vol.
V de las Actas del Concilio. Por lo tanto, no es doctrina de fe que los
sacramentos de la Iglesia sean los que son y tengan que celebrarse como se
celebran.
Esto supuesto, si los sacramentos son para bien
de los fieles cristianos, es un deber de la autoridad de la Iglesia legislar y
celebrar los sacramentos de manera que todos los creyentes en Cristo – estén
donde estén y vivan donde vivan – puedan celebrarlos y participar en ellos,
sobre todo en la eucaristía, aunque para eso sea necesario que la celebración
sea presidida por un sacerdote casado o por una mujer ordenada para ejercer el
ministerio sacerdotal.
Esto es tan importante y tan urgente que
quienes ejercen la autoridad en la iglesia tienen la responsabilidad de hacer
posible, que no haya ni una parroquia, ni una comunidad cristiana, que no pueda
celebrar la eucaristía, por lo menos, una vez cada semana.