Marcelo Colussi
www.rebelion.org
/ 210120
Desde el pasado martes 14 de enero hay nuevo
mandatario en Guatemala: asumió Alejandro Giammattei como presidente. ¿Qué
esperar?
En la asunción del presidente anterior, Jimmy
Morales, en 2016, la población tenía grandes expectativas; se venía de
numerosas manifestaciones (urbanas, clasemedieras, sin propuesta real de
transformación, debe aclararse), que habían dado la sensación de cierto “poder
popular”. Con el binomio presidencial de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti
preso, se podía creer que había comenzado una auténtica lucha contra la
corrupción. Los cuatro años de mandato del ahora saliente ex comediante
mostraron que no era así. De todos modos, las expectativas de entonces eran
muchas, y dado que el gobierno de Estados Unidos, con Barack Obama a la cabeza,
mantenía un discurso de modernización y transparentización para los países del
Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), todo
contribuía a albergar esperanzas.
Hoy día, 2020, no parece haber ninguna. Los
recién celebrados 23 años de la Firma de los Acuerdos de Paz pasaron sin pena
ni gloria. El mismo flamante presidente Giammattei informó que los mismos no se
han cumplido, por lo que no tiene ninguna obligación de tomarlos en
consideración para su gobierno. El ex presidente Morales, que prometió trabajar
contra la corrupción, prácticamente lo único que hizo en su administración fue
ver cómo se sacaba de encima a la CICIG. Rodeado de militares vinculados a la
contrainsurgencia y con nexos con el crimen organizado, para mucha gente el
recién terminado fue el período presidencial más desastroso desde el retorno de
la llamada democracia.
Explicar el descalabro en el que queda el país
-no muy distinto al que reinó siempre, debe enfatizarse- solo por el etilismo
episódico agudo del ahora ex presidente, no dice mucho. Eso responde a una
cuestión absolutamente político-ideológica. En estos cuatro años de gobierno
del FCN-Nación, se retrocedió en muchos aspectos. Como siempre, el único sector
que prosperó fue el alto empresariado, y la nueva oligarquía hecha a la sombra
de negocios non sanctos. Corrupción e
impunidad, definitivamente, siguieron siendo los motores que impulsaron esa
prosperidad.
“Yo no quiero ser reconocido como un hijo de
puta más en la historia de este país”, decía Giammattei en su campaña
proselitista. ¿Eso abre esperanzas? No pasa de la pura pirotecnia verbal, tan
cara a los políticos antes de las elecciones. Incluso el mandatorio anunció que
se van a revisar varios de los acuerdos del gobierno saliente. No está claro
cuáles serían con exactitud, pero podría tratarse del firmado con Washington
que transforma a Guatemala en el depósito de migrantes irregulares, y quizá el
de los bochornosos nombramientos hechos a última hora en la Cancillería.
Su caballito de batalla está dado -nominalmente
al menos- por el combate a la corrupción y a la desnutrición. En su discurso de
toma de posesión prometió resultados visibles en el corto plazo en temas tan
sensibles como la reducción de la pobreza (60% de pobres actualmente), desnutrición
(primer lugar en Latinoamérica, sexto en el mundo), reformas al sistema
educativo (la segunda inversión más baja en el continente, luego de Haití: 2.8%
del PBI), aumento de la carga tributaria (prometió llevarla al 14% del PBI), combate
al narcotráfico (se trabajará con militares colombianos en ese aspecto) y la
promoción de cuatro iniciativas de ley que presentará próximamente al Congreso
para mejorar el clima de negocios favoreciendo inversiones externas.
Giammattei es alguien de derecha, claramente
defensor de la libre empresa, conservador en términos ético-sociales (contrario
al aborto y al matrimonio homosexual), amigo de la “mano dura” en el tema de
seguridad. No por nada su gabinete está conformado por varios militares ligados
al conflicto armado interno y por empresarios representantes de la ideología
neoliberal privatista.
¿Qué esperar de este nuevo período que se abre?
En términos estructurales, nada nuevo. Quizá haya un discurso -al menos al
inicio- de mayor “preocupación” por los problemas sociales. Pero está claro que
quienes lo apoyaron básicamente fueron la cúpula empresarial y la embajada de
Estados Unidos. Si de ahí vino el “visto bueno”, se entiende lo que se podrá
esperar.
Es creencia repetida hasta el cansancio, que
los presidentes, los mandatarios en sentido amplio, en este engendro confuso y
perverso que se nos presenta como “democracia” (pretendidamente: gobierno del
pueblo), son los que mandan.
Esta idea, absolutamente cargada de una
ideología antipopular, mezquina y entronizadora del individualismo, ve la
historia como producto de “grandes hombres”. Vale la pena, al respecto, repasar
esa maravillosa poesía del dramaturgo alemán Bertolt Brecht “Preguntas de
un obrero que lee”. Allí, mofándose de esa creencia centrada en los “grandes”
personajes, entre otras cosas se pregunta: “César derrotó a los galos. ¿No
llevaba siquiera cocinero?”
La historia es una muy compleja concatenación
de hechos, siempre en movimiento, donde el conflicto, el choque de elementos
contrarios es lo que la dinamiza. De ahí que un pensador decimonónico, hoy
tratado (infructuosamente) de “pasado de moda” -en realidad, más vivo que
nunca- pudo decir que “la lucha de clases es el motor de la historia”. Aunque
cierto pensamiento conservador, de derecha, pueda horrorizarse ante esa
formulación y pretenda seguir viendo en esos “grandes hombres” (¿no hay grandes
mujeres también?) los factores que mueven la humanidad -por lo que llama al
“pacto social”, a la “negociación de las diferencias”-, con los pies más sobre
la tierra uno de los actuales super archimillonarios del mundo: el financista
estadounidense Warren Buffet (127,000 millones de dólares de patrimonio), dijo
sin tapujos: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase
rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando.” Y que no anide la
más mínima duda: ¡Warren Buffet es de derecha!
Debe quedar claro de una buena vez por todas
que la historia no la hacen los personajes, no depende de “una persona” en
particular; la historia la hacen las grandes mayorías en su dinámica social.
Los personajes, como diría Hegel, son parte de un infinito teatro de
marionetas. Los personajes pueden contar: no es lo mismo Jimmy Morales que
Vladimir Putin, o que Fidel Castro, por ejemplo. Álvaro Arzú, hombre fuerte de
la política guatemalteca por varias décadas y conspicuo exponente de la
oligarquía nacional, no es lo mismo que el presidente saliente, por supuesto;
pero esos “hombres” no deciden todo. Los mandatarios, en las democracias
capitalistas, son una expresión de los verdaderos factores de poder, quienes
detentan la propiedad de los medios de producción: tierras, empresas, banca.
¿Quién da
las órdenes a quién?
Veamos este ejemplo: en Guatemala regresó esto
que llamamos democracia en el año 1986. Ya han pasado infinidad de gobernantes
desde entonces, “elegidos democráticamente”: Vinicio Cerezo, Jorge Serrano,
Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez, Jimmy
Morales, más dos que llegaron por mecanismos administrativos: Ramiro de León y
Alejandro Maldonado. ¿Algún cambio para las grandes mayorías populares?
¡Ninguno! Sigue la pobreza, la exclusión de los pueblos originarios, el
patriarcado, la corrupción y la impunidad. El 60% de población en situación de
pobreza, el 50% de niñez desnutrida o el 20% de analfabetismo no lo corrige
“una” persona, más allá de la buena voluntad que pueda tener (y parece que no
la tienen). Son los detentadores de otros poderes, que no necesitan sentarse en
la silla presidencial, los que deciden las cosas. Y sobre ellos, el
representante del gobierno imperial de Estados Unidos, que hace del
subcontinente latinoamericano su zona de influencia “natural”.
Veamos otro ejemplo: Estados Unidos. Tomemos
los últimos presidentes de estas décadas: John Kennedy, Lindon Johnson, Richard
Nixon, Gerald Ford, James Carter, Ronald Reagan, George Bush padre, Bill
Clinton, George Bush hijo, Barack Obama, Donald Trump. ¿Qué cambió en lo
sustancial para el ciudadano estadounidense medio (Homero Simpson), o para
nosotros en Latinoamérica, su virtual patio trasero? Nada. Estados Unidos, no
importa con qué gerente, siguió siendo una potencia rapaz, belicista,
imperialista. Quien toma las decisiones finales -en general, en las sombras,
sin que el gran público lo sepa, y mucho menos pudiendo incidir en ello- son
las grandes corporaciones ligadas a los principales rubros económicos: el
complejo militar-industrial (que inventa guerras a su conveniencia: 2,000
dólares por minuto de ganancia), las compañías petroleras, los megabancos, la
industria química, la narcoactividad (que no es cierto sea un negocio solo de
narcotraficantes latinoamericanos: ¿quién la distribuye y lava los activos en el
norte?)
En Guatemala el 13.8 % del Producto Interno
Bruto -PIB- lo dan las remesas (y otro 10% lo aporta el crimen organizado, con
el narco-negocio como principal rubro). Sin dudas, esa economía está bastante
(¿terriblemente?) enferma. ¿Podrá arreglar eso el nuevo presidente? Ya pasaron
muchos mandatarios desde el retorno de la democracia, las remesas siguen
subiendo (¿crece la enfermedad?), al igual que el crimen organizado y la
cantidad de “mojados” que huyen desesperados (300 diarios). ¿Podrá decirse con
credulidad “beneficio de la duda” a partir del 14 de enero? Nada alienta a
tener esperanzas.