www.religiondigital.org / 13.01.2020
Me produce una profunda
tristeza la noticia de la inminente publicación de un libro en el que el
dimitido papa Joseph Ratzinger y otro clérigo importante, como el cardenal
Sarah, se enfrentan al actual Sumo Pontífice de la Iglesia, el papa Francisco.
El motivo del enfrentamiento es el tema del
celibato de los sacerdotes, que, según parece, a juicio del papa dimitido, la
Iglesia tiene que mantener como obligación necesaria, aunque los cristianos de
la Amazonía no puedan tener sacerdotes que presidan la misa para aquellas
gentes y no puedan ayudar a aquellos cristianos en asuntos para los que la
misma Iglesia exige la presencia de un sacerdote.
Si, efectivamente, es cierto que el dimitido
papa J. Ratzinger y su socio Sarah quieren oponerse al actual Sumo Pontífice,
por mantener (a toda costa) el celibato de los sacerdotes, tanto Ratzinger,
como quienes coinciden con él en este asunto, deben tener siempre muy presente
que la Fe y la Tradición secular de la Iglesia nos enseña que el pensamiento y
el criterio de gobierno, que ellos defienden, no puede oponerse al criterio
fundamental de la fe y de la unidad de la Iglesia, que incluye esencialmente la
comunión con el Vicario de Cristo en la tierra, el obispo de Roma.
Así lo definió, como cuestión de “fe divina y
católica” el concilio Vaticano I (Constitución “Dei Filius”, cap. 3º. Denz. –
Hün., nº 3011; Constitución “Pastor aeternus”, cap. 3º, Denz. – Hün., nº 3060).
Por eso resulta incomprensible que quien
destituyó a tantos teólogos, por no someterse incondicionalmente al magisterio
papal, como fue el caso del cardenal Ratzinger, mientras estuvo en el cargo de
Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ahora sea él
mismo quien se opone al papa Francisco, en un asunto que no afecta a la fe de
la Iglesia.
Efectivamente, es de suma importancia tener
presente que el tema y la obligatoriedad del celibato eclesiástico no ha sido
nunca, ni lo es en este momento, un dogma de fe. Ni siquiera es un deber
universal de la Iglesia. Ya que en las Iglesias Orientales nunca se ha
mantenido, ni se mantiene, la obligatoriedad del celibato eclesiástico.
Además, la autoridad eclesiástica debería tener
siempre presente que, en los diversos escritos del Nuevo Testamento, se
mantiene exactamente la doctrina opuesta a la actual norma del celibato
sacerdotal. Según los Evangelios, Jesús no lo impuso a sus apóstoles. San
Pablo, afirmó que él, como los demás apóstoles, tenían “derecho” (“potestad” –
exousia) para ir acompañados por una mujer cristiana (1 Cor 9, 5). Y en las
cartas a Timoteo y a Tito se afirma que los candidatos al ministerio
eclesiástico, incluso al episcopado, deben ser hombres casados con una mujer,
que saben gobernar su familia, porque “quien no sabe gobernar su propia casa,
¿cómo va a llevar el cuidado de la Iglesia de Dios?” (cf. 1 Tim 3, 2-5. 12; Tit
1, 6).
Por lo demás, se sabe que incluso en el
concilio ecuménico de Nicea, el obispo Pafnucio, de la Tebaida Superior, célibe
y venerado confesor de la fe, gritó ante la asamblea “que no se debía imponer a
los hombres consagrados ese yugo pesado, diciendo que es también digno de honor
el acto matrimonial e inmaculado el mismo matrimonio; y que no dañasen a la
Iglesia exagerando la severidad; porque no todos pueden soportar la asthesis de
la ‘apatheia’ ni se proveería equitativamente a la templanza de sus respectivas
esposas” (Sócrates, Hist. Eccl. , I, XI. PG 67, 101-104).
Es evidente que no se puede privar a los cristianos de los sacramentos, sobre todo de
la eucaristía, por mantener una disciplina cuyos orígenes fueron una evidente
contradicción con lo que nos enseña el Nuevo Testamento.
Finalmente, si es que, efectivamente, las ideas
de un papa dimitido se enfrentan al único Sumo Pontífice, que actualmente
gobierna la Iglesia, esta misma Iglesia tiene que preguntarse seriamente y
sacar las debidas consecuencias del significado y las consecuencias que puede
tener –y está teniendo– la presencia, en el mismo Estado de la Ciudad del
Vaticano, un obispo que fue Sumo
Pontífice, pero que ya no lo es. Cuando eso se presta a que hasta se pueda
hablar de “dos papas” y dé motivo a situaciones de confusión y divisiones en la
Iglesia, ¿no sería necesario y hasta
urgente que el dimitido papa viva en otro sitio?