Juan Antonio Estrada
www.religiondigital.org / 27.12.2019
Jesús proviene de una religión centrada en el
culto sacrificial, el sacerdocio del templo, la ley religiosa y las Escrituras
sagradas. La profecía, el sacerdocio cultual y los rabinos representaban las
instancias determinantes del judaísmo, junto al sanedrín y la autoridad
patriarcal. Los profetas fueron los grandes renovadores de la vida de Israel y
mantuvieron la esperanza de un mesías. La era mesiánica fue la versión judía de
la expectativa universal de una sociedad más fraterna, justa y sin mal. Esta
esperanza ofreció un proyecto de vida y fue fundamental para preservar la
identidad judía cuando perdieron su tierra y se dispersaron en el imperio.
Jesús fue un laico judío sin ninguna formación
rabínica, que cambió la forma de comprender la Escritura y la ley religiosa. Con él surgió otro proyecto de salvación,
que centró la religión en las aspiraciones humanas y la sacó del entorno
religioso. Ya no era la religión del templo, sino un modo de vivir, vinculado a
la ética, centrado en la vida profana y marcado por la urgencia del reinado de
Dios en Israel.
Comenzó un proceso de desacralización y se
desplazó el centro de gravedad del templo, el culto y el sacerdocio en favor de
una vida entregada a los demás, especialmente a los más vulnerables. La
reacción violenta de la religión amenazada y del poder político, hostil a todo
mesianismo, fue su ajusticiamiento. Participó así del destino de los profetas y
de todos los que lucharon por cambiar la sociedad y religión judías.
El cristianismo surgió como una corriente
dentro del judaísmo, protagonizada mayoritariamente por gente popular y
sencilla, discípulos laicos de Jesús. Inicialmente predicaron un mensaje en
continuidad con el de Jesús, buscando la conversión del pueblo judío. Pero el
anuncio de la resurrección generó un nuevo dinamismo universal y se pusieron
las bases de un Dios trinitario, reformando las imágenes divinas del Antiguo
Testamento.
El cristianismo ha surgido del tronco judío y
lo ha rebasado. La relativización de la ley religiosa, del culto y del templo
llevó a la ruptura final con el judaísmo y a una nueva forma de entender la
relación con Dios. El binomio pecado y castigo, que impregnaba el culto y la
ley religiosa, fue desplazado por una dinámica centrada en el sufrimiento
humano, en el perdón de los pecados y la misericordia divina. Una vida
sacrificada a los demás, siguiendo el modelo de Jesús, un culto existencial y
el paso de la comunidad discipular a la Iglesia fueron señales características
del cristianismo.
El cristianismo se constituyó como una
comunidad de personas, que vivían la salvación como un proyecto de sentido en
el mundo y que estaban lejanos a las dinámicas ascéticas y cultuales de Israel
y otros grupos religiosos del imperio romano. No rehusaron la herencia judía y
romana, pero la transformaron. Se adoptaron estructuras y cargos no religiosos
del judaísmo (presbíteros o ancianos) y del imperio romano (obispos y
diáconos). Al ser una religión perseguida no podían tener templos y surgieron
las iglesias domésticas.
El ministerio (diáconos, presbíteros y entre
ellos el obispo) no era solo una dignidad sino una carga, ya que los dirigentes
eran los primeros perseguidos por las autoridades. Vivían en el seno de las
comunidades que les habían elegido y como ciudadanos del imperio, casados y con
familias, con un trabajo profano y un estilo de vida laical. Su forma de vida y
de entender la relación con Dios, el culto y las leyes religiosas fueron
también la causa de la hostilidad que encontraron en el imperio romano, como
antes en Israel.
Diáconos, presbíteros y obispos vivían en el
seno de las comunidades que les habían elegido y como ciudadanos del imperio,
casados y con familias, con un trabajo profano y un estilo de vida laical
De ahí se podía esperar una nueva forma de
vivir la religión. La de un grupo centrado en la comunidad y en la misión,
cuyos protagonistas eran todos los cristianos y no solo los clérigos. Especial
relevancia tuvieron las mujeres, cuya conversión arrastraba a toda la familia,
las cuales protegieron y financiaron a las incipientes iglesias domésticas.
La quinta columna cristiana en el Imperio fue
progresivamente impregnándolo y conquistando cada vez a más personas, a pesar
de la hostilidad de los tres primeros siglos. Paradójicamente, el éxito social
y religioso fue la causa de un progresivo distanciamiento del proyecto de Jesús
y del de la Iglesia primitiva. La creciente clericalización, la pérdida de la
comunidad en favor de los ministros, la creación de un culto rejudaizado y
romanizado marcaron al cristianismo, cada vez más cercano al modelo religioso
preponderante en el imperio.
La revelación de Dios por Jesús se modificó en
favor de la homologación con el teísmo de raíces judías y grecorromanas. El
Jesús de los evangelios fue desplazado por una teología centrada en su
filiación divina y en hacer compatibles la persona divina y la humana. Y el
Espíritu Santo, que había inspirado la creación de una comunidad protagonista,
con pluralidad de ministerios y carismas, perdió cada vez más relevancia en
favor de una gracia transmitida por los sacramentos y la obediencia a la
jerarquía.
Dos mil años después vivimos el reto de volver
a inspirarnos en Jesús y en el cristianismo primitivo. El futuro está en volver
a los orígenes, en la creación de comunidades, en el protagonismo de los laicos
y en la igualdad eclesial de las mujeres. Desde ahí será posible afrontar el
reto que plantea al cristianismo una sociedad secularizada y laicizada, que ha
sustituido a la iglesia de cristiandad.
Hay que recuperar la alternativa cristiana a la
religión y a la sociedad, pero esto implica una reforma radical de la Iglesia y
del cristianismo, recuperando el Vaticano II y yendo más allá de él. Quizás la
crisis actual de la Iglesia y de las vocaciones sacerdotales y religiosas sean
la base para una nueva etapa innovadora.
Recuperar la fe en Jesús y en su proyecto de
vida son exigencias internas del cristianismo. A Dios no lo conocemos, pero en la humanidad de Jesús tenemos la
referencia para encontrarlo (Jn 1,18) y
vivir una vida con sentido. Y desde ahí es posible afrontar la nueva época
secular en la que la religión ha perdido irradiación social y capacidad de
responder a las demandas humanas. Hay que volver a evangelizar las viejas
cristiandades, convertidas hoy en sociedades sin religión.