Juan José Tamayo
www.religiondigital.org / 21.12.2019
El cardenal Ángelo Sodano, de 92 años, acaba
de cesar como decano del Cuerpo Cardenalicio, cargo que ha ocupado durante tres
lustros. ¡Ya era hora! Antes había sido nuncio apostólico del Papa en Chile,
durante la dictadura de Pinochet, que legitimó.
Posteriormente fue secretario de Estado
durante buena parte del pontificado de Juan Pablo II, encubriendo –y
legitimando con su pasividad- los numerosos casos de cardenales, arzobispos,
obispos, sacerdotes y religiosos pederastas en las iglesias de todo el mundo,
así como las agresiones sexuales de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios
de Cristo durante décadas.
Hace veinte años, en marzo de 1999 escribí
en EL PAÍS un artículo titulado “Los hombres de Pinochet en el Vaticano”, entre
los que citaba en primer lugar al cardenal Sodano. Tras conocer la noticia de
su cese, me ha parecido muy oportuno recuperar dicho artículo que permitirá
entender mejor los fenómenos de la involución, el neoconservadurismo, el
integrismo y la corrupción, instalados en los pontificados de Juan Pablo II y
de Benedicto XVI, de los que el cardenal Sodano fue su principal valedor
institucional y su más eficaz brazo ejecutor.
Los
hombres de Pinochet en el Vaticano
Desde su toma de poder en Chile, tras el
golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, el general Pinochet
buscó denodadamente el apoyo del Vaticano a su dictadura militar alegando como
credenciales su fe católica y su cruzada contra el marxismo, llevada a cabo en
plena sintonía con Juan Pablo II, antimarxista como él.
Mientras el arzobispo de Santiago de
Chile, cardenal Silva Enríquez, denunciaba los atentados de Pinochet contra los
derechos humanos -incluido el derecho a la vida- a través de la Vicaría de
Solidaridad, el Vaticano legitimaba las actuaciones del dictador, sobre todo a
través de la nunciatura.
Tras los resultados adversos del
plebiscito de octubre de 1988, que le obligaron a abandonar el poder, Pinochet
redobló sus esfuerzos por asegurarse el aval del Vaticano, confiando en que
saliera en su defensa en caso de que fuera procesado. Y la larga sombra del
general se extendió hasta la curia romana, donde hoy ocupan puestos de
responsabilidad de primera línea personalidades eclesiásticas afines a él.
Hay que citar, en primer lugar, al
cardenal piamontés Angello Sodano, nuncio en Chile durante la dictadura de
Pinochet, con quien mantenía estrechas relaciones de amistad, fundadas en la
sintonía política. Él fue quien preparó la visita de Juan Pablo II a Chile en
1987 y cada uno de los gestos de legitimación del pontífice hacia el dictador.
Sodano sustituyó al cardenal Casaroli al frente de la secretaría de Estado del
Vaticano, puesto que ocupa actualmente. Aunque en la jerarquía vaticana ocupa
el número dos, en la práctica actúa como número uno. Con motivo de la
celebración de las bodas de oro de Pinochet, dirigió al matrimonio una carta
personal de felicitación llena de elogios.
Tras entrevistarse con el viceministro
chileno de Asuntos Exteriores en Castelgandolfo, en noviembre de 1998, Sodano
dirigió una carta al gobierno británico pidiendo clemencia para su amigo el
general Pinochet apelando razones humanitarias, a la reconciliación entre los
chilenos y, en definitiva, a la soberanía del Estado de Chile.
Al frente de la Congregación romana para
el Culto Divino y los Sacramentos se encuentra otro admirador de Pinochet: el
cardenal chileno Jorge Medina, que fue arzobispo de Valparaíso (Chile), donde
nació Salvador Allende. Es un enemigo acérrimo y declarado de la teología de la
liberación, a la que ha perseguido con especial dureza. No ha tenido reparos en
confesar públicamente que el Vaticano estaba trabajando para evitar el
procesamiento del general Pinochet y para su pronto retorno a Chile. Buena
prueba de su nulo respeto por la democracia y de su legitimación religiosa -al
menos indirecta- de la dictadura es su testimonio del 3 de agosto de 1990:
"La democracia no significa automáticamente que Dios quiera que sea puesta
en práctica". Desde su actual responsabilidad al frente de la Congregación
para los Sacramentos puede ejercer una función muy peligrosa: poner el rico
mundo de los símbolos cristianos al servicio de causas contrarias a la
libertad.
Otro hombre fuerte en el Vaticano es el
cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, secretario y presidente,
sucesivamente, de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) en las
décadas setenta y ochenta, enemigo encarnizado, como Medina, de la teología de
la liberación y perseguidor de sus principales cultivadores. Permítaseme una
referencia personal al respecto. Siendo López Trujillo arzobispo de Medellín,
llegó a prohibir la difusión y venta de mi libro Para comprender la teología de la liberación en todas las librerías
católicas de la archidiócesis. Su presidencia del CELAM, que coincidió con el
avance de las dictaduras militares en América Latina, no se caracterizó
precisamente por la denuncia profética contra ellas. Durante los periodos
especialmente conflictivos se mostró cercano a la CIA en su empeño por acallar
las reivindicaciones populares y el espíritu revolucionario de los movimientos
de la liberación. Actualmente preside en el Vaticano el Consejo Pontificio para
la Familia, que se caracteriza por una concepción anticonciliar en materias
como la anticoncepción y la paternidad-maternidad responsables.
En este quién es quién del Vaticano no
conviene perder de vista a otro personaje clave en la legitimación religiosa de
las dictaduras: el cardenal italiano Pio Laghi, comprometido hasta el cuello
con la dictadura militar argentina cuando estaba al frente de la nunciatura
apostólica en Buenos Aires. Ni él ni la mayoría de los obispos argentinos
levantaron la voz en defensa de las personas asesinadas y desaparecidas, ni
denunciaron los horrendos crímenes contra los niños, a quienes se les arrancaba
materialmente de sus padres. La Iglesia argentina colaboró activamente en la
represión a través de los capellanes castrenses. Mientras tanto, era asesinado
un obispo defensor de los derechos humanos, monseñor Angelelli, sin que sus
hermanos en el episcopado expresaran su condena ante las autoridades.
Las Madres de la Plaza de Mayo han
denunciado al cardenal Laghi ante la justicia italiana como cómplice de la
dictadura militar. Pero la denuncia no puede prosperar porque dicho cardenal es
actualmente presidente de la Sagrada Congregación para la Educación Católica y
goza de inmunidad en aplicación de los Acuerdos de Letrán. En España ha sido
monseñor Asenjo, secretario general de la Conferencia Episcopal, quien se ha
sumado al sentir de sus jefes del Vaticano, aseverando, contra toda lógica, que
el procesamiento de Pinochet dificultaría la reconciliación entre los chilenos.
No es de extrañar que estas declaraciones le ayuden a subir un peldaño más en
la escalera del poder eclesiástico.
Es posible que estos consejeros áulicos
hayan convencido al Papa de que Pinochet es un cristiano ejemplar; su familia,
modelo de "familia sagrada"; su cruzada contra el comunismo, un acto
de servicio a la Iglesia católica, y su golpe de Estado, una acción querida por
Dios para restablecer el "orden social cristiano" alterado por el
marxista Salvador Allende. O acaso, ni siquiera ha sido necesario convencerle
de los méritos del dictador, porque el Papa era buen conocedor de ellos, como
demostró durante su visita a Chile a través de gestos inequívocos de aprecio
por el general golpista. Uno fue darle personalmente la comunión como expresión
de reconocimiento de su plena eclesialidad. Otro, salir al balcón del palacio
de la Moneda acompañado del
general para saludar a una gran muchedumbre de personas que mezclaban los
"vivas" al Papa con los gritos de aclamación al dictador.
La estrategia seguida por el Vaticano en
el caso de Pinochet me parece ética y evangélicamente injustificable. Primero
se convierte a un verdugo en víctima. Con esa artera operación, las víctimas
vuelven a ser sacrificadas de nuevo en la memoria del pueblo. El segundo, se
defiende la inmunidad apelando a que en el tiempo de los crímenes ocupaba la
alta jefatura del Estado. Con ello se legitiman sus más horrendos atentados
contra la humanidad. Tercero, se pide clemencia por motivos humanitarios,
olvidando el comportamiento inhumano del dictador para con su pueblo. Al final,
el verdugo queda libre sin ni siquiera ser sometido a juicio y se enseñorea
sobre sus víctimas. Y todo con la ayuda divina, bajo la mediación del Vaticano.
En definitiva, una dictadura apoya y
legitima a otra dictadura. Y eso, en el caso de la Iglesia católica, me parece
antidemocrático y antievangélico, antihumano y antidivino.