Por: Óscar Martínez
www.elpais.com
/ 301119
¿Cómo tanta gente soporta eso todos los
días?
Apenas llevo un mes en Nueva York,
reuniéndome con diferentes colectivos e impartiendo clases a universitarios
sobre cobertura de violencia y ya me voy acostumbrando a la pregunta certera,
corta, molesta. Como es obvio, la mayoría de ejemplos que analizamos hablan de Centroamérica,
de una parte muy puntual del istmo: el abismo marginal en el que habitan
millones de personas de la clase obrera en Honduras, Guatemala,
El Salvador.
Los que migran hacia este país, pues.
En Estados Unidos viven más de 3,5
millones de centroamericanos. Si patria es vínculo esencial e incluso lugar de
nacimiento, esta es también patria centroamericana. Y, sin embargo, estamos tan
lejos.
Nos conocen poco. Conocen muy poco incluso
la historia que trajo a millones de nosotros a servir café en estas cafeterías,
a limpiar pisos en estos edificios. El patrocinio de gobiernos estadounidenses
a ejércitos asesinos en la región durante las guerras civiles o los planes de
deportación de pandilleros de finales de los ochenta son noticia nueva para
muchos. “Eso es un titular”, me dijo la editora de una prestigiosa revista estadounidense
cuando hace unos años escribí un texto sobre la Mara
Salvatrucha 13. En el octavo párrafo yo dije que la pandilla nació
en California, no en El Salvador. “Era un titular hace más de 20 años”,
contesté.
Cada vez que discurso sobre la vida en los
barrios y caseríos de la región, donde el narco o la pandilla norman el día a
día de los habitantes, surge esa pregunta: ¿Cómo tanta gente soporta eso todos
los días? Suelo contestar: "Hay muchos que no lo soportan y ahora viven
aquí, alrededor de ustedes, podrían preguntarles. Hay muchos que no lo soportan
y vienen en camino".
En Centroamérica,
responsabilizar a Estados Unidos sobre algunos de los males que nos deformaron
como región es discurso asumido por buena parte de la clase intelectual. Aquí,
no, esa postura es la excepción. Las guerras centroamericanas no se ven
como raíz, sino como capítulo de libro de historia. Somos muy chiquitos y
hacemos poco ruido. Es muy común que la gente entienda el desastre
centroamericano como algo plenamente ajeno a este país. El desastre de ellos,
dicen muchos, y no el desastre que hicimos juntos. El viaje del migrante que
hoy llega desesperado desde Chiquimula, San Pedro Sula o San Miguel no tiene
nada que ver con la injerencia estadounidense en los ochenta. Eso no es poca
cosa, porque es distinto reconocerse como generador de un problema que como
pura víctima. No es lo mismo decir “¿cómo lo resolvemos?” que decir “resuelvan
eso o les corto la ayuda”.
A veces, por ejemplo, cuando Trump y su
ignorancia vuelven a hablar de la MS-13 como “cartel internacional”, se
discute, pero no sobre nosotros, no sobre la historia, sino esencialmente sobre
nuestros males, como si un día surgieron por generación espontánea: ¿Son o no
son bad hombres todos ellos?
¿Por
qué no cambian?
Nunca me lo preguntó nadie con esa
literalidad, pero esa es la pregunta que se escondía en otras varias: ¿por qué
no escogen a otros políticos? ¿Por qué, si está claro que es una fórmula
fracasada, siguen apostando por la represión como medida de seguridad? ¿Por qué
siguen viniendo a este país si dicen que viven tan mal como indocumentados?
Esa pregunta que construí con todas las
otras, otra de las recurrentes desde que vine, martilla la cabeza. Es sencilla,
directa, por eso es tortuosa. Porque en esa inercia va la vida de muchos. El
Salvador, por ejemplo, tenía una tasa de 36,2 homicidios por cada 100,000
habitantes en 2002, el año antes de que al expresidente
Francisco Flores se le ocurriera lanzar su celebérrimo Plan Mano
Dura, que bien podría haberse llamado Represión a lo Bestia. Flores entregó el
poder a Antonio Saca, siempre del partido derechista Arena, en 2004, ya con una
tasa de 48,7. Y Saca, lejos de cambiar, arreció en una exhibición de
originalidad: Plan Super Mano Dura. Cuando Saca entregó el poder en 2009, la
tasa era de 71. Y aún ahora, con todo y que se experimenta un descenso
importante en los homicidios, mucha gente sigue pidiendo en redes sociales,
en llamadas a la radio y en conversaciones de calle que la represión sea la
solución. “Mano dura, ministro; mano dura, presidente”, clama buena parte de la
sociedad salvadoreña, ignorando todos los años pasados, donde la dureza de esa
mano solo sirvió para azotarlos a ellos mismos.
Mi respuesta a aquella pregunta sobre el
cambio es que no estamos locos ni tenemos dañado el ADN. Mi respuesta es que
conocemos muy poquito la paz. Supimos de guerra. Y se firmó la paz. Entonces
supimos de otras guerras. Hasta el día de hoy. El balazo como solución quedó
interiorizado en la cabeza de decenas de miles que crecieron en medio de
balaceras y a quienes nunca nadie les dijo que existían otras formas. Para
decirlo en términos universitarios estadounidenses: tenemos mucha gente con PhD
en fusil.
El otro ingrediente esencial, creo, es que
en Centroamérica
tenemos como gobernantes a agentes de la guerra. Es más fácil prometer puños
cerrados, estrategias de cero tolerancia, que prometer los poco
electoreros planes de reinserción, de prevención y rehabilitación. Es más fácil
vender trompadas que oportunidades.
¿Cuál
es la solución?
Es una pregunta tan estadounidense: seca,
práctica, sin rollos para preguntar algo tan enrollado. Esa asoma al final de
cada conversación; tras cada presentación, aparece. He aprendido a agradecer
esa pregunta: nos la hacemos poco en Centroamérica. Señalar problemas se nos da
con más facilidad que sugerir soluciones. Y, sin embargo, por más que cavile
caminando decenas de cuadras en el downtown de
Manhattan, no llego a una respuesta. Quizá, como mucho, a un ingrediente.
Creo
que la solución pasa porque la gente se harte. Se harte de esos
políticos. Se harte de esa miseria. Se harte de esas escuelas, de esas
pensiones, de esos pandilleros, de esos policías, de los manoduristas de
pacotilla, de esos salarios mínimos y esos hospitales nauseabundos. El hartazgo
y la rabia son vecinos. Y la rabia y la apatía son incompatibles.
Es difícil que pase, porque la pregunta de
decenas de miles de centroamericanos del norte cada mañana es: ¿conseguiré para
la cena de hoy? El hambre aplaca otras necesidades, como la de una vida digna.
Sin embargo, sé que en ese modelo para no armar que son los países del
triángulo norte de la región, un ingrediente necesario ha sido la sumisión de
los sectores populares: miedo a manifestarse, miedo a reclamar, miedo a llenar
las calles.
El único político útil en Centroamérica
es aquel que viva cercado; cercado por una sociedad que le impida ir a donde le
dé la gana. “Los políticos –me dijo un buen amigo- son como las vacas. Si no
los cercás, se van siempre al carajo”. Y en Centroamérica, demasiados políticos
pastan donde les da la gana.
¿Y
la gente sale a las calles a protestar? Con esa pregunta suelen joderme el
resto del día.