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Las dos iglesias católicas en Nicaragua


José Luis Rocha

La Iglesia es casta meretrix -santa y pecadora, casta y prostituta-, nos recuerdan muchos teólogos. No importa si San Ambrosio de Milán no le quiso dar este sentido a la expresión que acuñó en el siglo IV, sino señalar que la Iglesia permanece santa, aunque acoja a los pecadores, el hecho es que desde sus primeros pasos la Iglesia católica ha tenido este carácter dual. Esquizofrénico, si quieren.

El doble rostro intensificó sus diferencias con la institucionalización del catolicismo cuando tras la conversión del emperador Constantino el imperio y la Iglesia se fundieron y confundieron, dando por resultado una jerarquía, división política, protocolos, símbolos de poder y fórmulas que fueron absorbidos como propios por la que empezó siendo una pequeña secta religiosa, una nimia división dentro del credo judaico, y que sin embargo sobrevivió miles de años al imperio que mimetizó.

Desde entonces los elementos más visibles del catolicismo albergan contrastes que, de no existir en la realidad y repetirse en cada siglo, podrían ser tomados como delirios de novelistas de imaginación desbocada. ¿Cómo conciliar que San Francisco de Asís perteneció a la misma institución que los cardenales de vida regalada y lujos desmesurados? Hay muchos otros ejemplos. Santa Teresa cerrando conventos de vida disoluta que la hospedaban en establos para tomar su venganza anticipada. El obispo brasileño Helder Cámara predicando contra los militares y la espiral de la violencia en una América Latina salpicada de capellanes de ejércitos asesinos. La Iglesia actual tuvo un cardenal Bernard Law que no renunció a los viajes en su avión privado ni siquiera después de que su diócesis y otras más tuvieron que pagar millones a las víctimas de los sacerdotes pedófilos a quienes él encubrió durante décadas. Pero también tuvo y tiene a Alejandro Solalinde, apóstol de los migrantes 24/7, que lava su ropa y se baña a huacalazos para ser más pueblo y más humano.

Un hito de esa iglesia profética fueron los seis jesuitas asesinados hace treinta años, el 16 de noviembre de 1989. Pagaron el precio de su compromiso cuando sus vidas fueron segadas al borde de la paz por la que lucharon, y sin ver un atisbo de la justicia que inspiró sus escritos y homilías. Ignacio Ellacuría, desde la rectoría de la UCA de El Salvador, hizo de esa universidad una plataforma de denuncia con una influencia benéfica en la política que sus sucesores han mantenido vigorosa. A los jesuitas los asesinó el batallón de élite Atlacatl. El gobierno intentó simular que los había asesinado la guerrilla, lo cual hubiera resultado hasta cierto punto verosímil porque sus críticas también se dirigieron a la guerrilla, aunque mucho más hacia un ejército cuya mayor responsabilidad en los crímenes de guerra fue establecida por la Comisión de la Verdad.

La rebelión cívica que en Nicaragua empezó el 18 de abril de 2018 y que sigue en infatigable pie de lucha ha sido un desafío a todos los sectores de la ciudadanía. Lo ha sido para la Iglesia católica, cuya entereza moral puso a prueba y cuyo rostro dual desnudó una vez más ante los fieles y ante todos los nicaragüenses y el mundo.

Apareció así una Iglesia venal, que saca la calculadora para sumar y multiplicar, y que no quiere volver al tiempo de las vacas flacas en que el Estado era menos generoso en las subvenciones para mantenimiento de templos y obras de caridad, y en la concesión de cargos públicos a familiares de altos y medianos eclesiásticos. O quizás es también una Iglesia temerosa de que el FSLN ventile sus chochinaditas y cochinadotas sexuales y financieras. O quizás enmudeció porque sus miembros aspiran a hacer carrera eclesiástica y esperan las señales del Vaticano, no siempre claras y a menudo pendulares, para saber de qué lado colocarse sin poner en peligro futuros ascensos, prelaturas y otras prebendas.

Pero también hay otra Iglesia muy distinta. La que se jugó la vida poniéndose delante del pueblo en manifestaciones y protegiéndolo de asedios policiales y paramilitares. Esa iglesia sigue abriendo sus templos a la resistencia pacífica y haciendo de los púlpitos unas tribunas de denuncia, en la mejor tradición de los profetas Samuel e Isaías, Simone Weil y Edith Stein, Óscar Arnulfo Romero y Pedro Casaldáliga, siempre contra el poder, con riesgo de sus vidas.

Esa Iglesia no calcula. Se deja llevar por el viento del espíritu, que pasa como una brisa suave sobre las víctimas y los desheredados de este mundo. Es la Iglesia del carisma, no del poder. Al fin y al cabo, es la Iglesia de Jesucristo, que no pensó en fundar iglesia alguna y nunca calculó, no tuvo bienes que defender ni cola que le pisaran. Y a quien tenía sin cuidado si se ganaba una pésima reputación como bebedor y comelón por disfrutar con sus amigos cuando podía.

De un lado está una Iglesia que tiene al arzobispo de Managua Leopoldo Brenes a la cabeza. De su boca jamás ha salido ni parece que saldrá una frase profética. De ahí brotan ideas descoordinadas, destinadas a confundir al pueblo llano. Brenes no es tonto, pero cree que el pueblo sí lo es y lo estima tan estúpido como para tomar sus galimatías por frases piadosas o incluso por expresiones que imitan esa complejidad vaporosa propia de los libros de teología. Nunca hace una denuncia directa, sino a través de frases que quieren ser sibilinas. Cuando se supone que condena un hecho, su oficina arzobispal emite una nota de prensa que habla de él en tercera persona, cada vez con frases y tono más confrontativas con el régimen de Ortega, pero nunca con la voz propia y tronante que haga eco de los lamentos de las víctimas y esté a la altura de la premura y definición que la situación urge. Ningún orteguista le dirá que dijo lo que no debía decir, pues siempre es más lo que dice no diciendo. Lo acompaña en su desprecio por el pueblo nicaragüense el nuncio Waldemar Sommertag. Agitando su sotana luctuosa, durante meses se pavoneó como eslabón perdido entre La Modelo y El Carmen y se hizo acreedor al título de gran Archipámpano Saca-presos que los rumores guasapeados le concedieron como un sobrenombre infamante. El número de reclusos sigue en aumento y, según lo visto y oído, el nuncio ha perdido sus dotes liberadoras y caído en un sospechoso —espero que no ominoso— mutismo.

Los acompañan muchos comparsas. Los “poquita cosa”, como diría una de mis tías. Y lo son no porque sean menos capaces que los mencionados, sino porque no han alcanzado a ocupar cargos acordes a su nivel de corrupción, incluso si son obispos, como Vivas y Sándigo. Ni siquiera el papado los auparía hasta ese nivel.

En la acera de enfrente está la otra Iglesia. Una y otra son variadas. Pero en esta otra hay más carisma que poder. Entre sus líderes sobresale el obispo de Estelí, Abelardo Mata. Sus formas frugales no logran ocultar una cultura sólida. Sabe comunicarse con el pueblo y no lo subestima. Lo escucha y se toma muy en serio sus clamores. Lo conmueven y lo mueven a actuar. Sospecho que no coincido con él en muchos criterios, pero es imposible no respetar y pregonar su arrojo, entrega y lucidez. En esa Iglesia está el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, y con mayor osadía destaca el párroco Edwin Román, que se supera cada día. Cuando parece que ya había llegado al pico de su compromiso, añade una nueva acción sobrecogedora. No le bastó recibir en su parroquia a diez madres de presos políticos. Se sumó a su huelga de hambre, pese a su diabetes y al acoso policial.

El nuncio no se pronuncia sobre esta Iglesia. La descalificó al legitimar con su asistencia un fake-diálogo que esta Iglesia denunció y en el que rehusó participar. Su reputación se hundió en un abismo cuando ni los sectores más complacientes llegaron a los extremos del nuncio, siempre de sonrisa fácil con los operadores orteguistas y rostro agrio para los periodistas independientes.

¿En qué bando está el obispo auxiliar de Managua Silvio Báez? Entre los rebeldes es el más popular de los obispos. Pero se sometió a la institucionalidad de la Iglesia que no es una, sino santa y pecadora. No sé cómo verá su papel desde su romano exilio. Desde aquí lo veo tuiteando una y otra vez, tal vez sentado bajo la cúpula de San Pedro, manteniendo su oposición a Ortega. Y eso está muy bien. Pero me entra la comezón de la duda y empiezo a sospechar que hay más de una razón oculta en su abrupta salida de Nicaragua. Está claro que tenía que resguardar su vida y que Sommertag fue la Salomé que sirvió su cabeza en bandeja.

¿Hay otra razón? A lo mejor —a lo peor— el Vaticano Inc. quiso prepararse para la eventualidad de que Ortega caiga y tener lista una ficha con buenas credenciales que lo represente cuando la oposición llegue al poder y cuya sola presencia en una jerarquía remozada sugiera a los feligreses que el binomio Brenes/Sommertag no representaba el catolicismo, sino el bueno Silvio Báez. El tiempo dirá qué tanto hay de esto. Mejor sería no esperar tanto. Una palabra de Jorge Bergoglio justo ahora bastaría para hacernos saber cuál de las dos iglesias está tomando las decisiones en Roma: la calculadora o la profética.