José Luis Rocha
www.elperiodico.com.ni / 181119
La Iglesia es casta meretrix -santa y pecadora, casta y prostituta-, nos
recuerdan muchos teólogos. No importa si San Ambrosio de Milán no le quiso dar
este sentido a la expresión que acuñó en el siglo IV, sino señalar que la
Iglesia permanece santa, aunque acoja a los pecadores, el hecho es que desde
sus primeros pasos la Iglesia católica ha tenido este carácter dual.
Esquizofrénico, si quieren.
El doble rostro intensificó sus
diferencias con la institucionalización del catolicismo cuando tras la
conversión del emperador Constantino el imperio y la Iglesia se fundieron y
confundieron, dando por resultado una jerarquía, división política, protocolos,
símbolos de poder y fórmulas que fueron absorbidos como propios por la que
empezó siendo una pequeña secta religiosa, una nimia división dentro del credo
judaico, y que sin embargo sobrevivió miles de años al imperio que mimetizó.
Desde entonces los elementos más visibles
del catolicismo albergan contrastes que, de no existir en la realidad y
repetirse en cada siglo, podrían ser tomados como delirios de novelistas de
imaginación desbocada. ¿Cómo conciliar que San Francisco de Asís perteneció a
la misma institución que los cardenales de vida regalada y lujos desmesurados?
Hay muchos otros ejemplos. Santa Teresa cerrando conventos de vida disoluta que
la hospedaban en establos para tomar su venganza anticipada. El obispo
brasileño Helder Cámara predicando contra los militares y la espiral de la
violencia en una América Latina salpicada de capellanes de ejércitos asesinos.
La Iglesia actual tuvo un cardenal Bernard Law que no renunció a los viajes en
su avión privado ni siquiera después de que su diócesis y otras más tuvieron
que pagar millones a las víctimas de los sacerdotes pedófilos a quienes él
encubrió durante décadas. Pero también tuvo y tiene a Alejandro Solalinde,
apóstol de los migrantes 24/7, que lava su ropa y se baña a huacalazos para ser
más pueblo y más humano.
Un hito de esa iglesia profética fueron
los seis jesuitas asesinados hace treinta años, el 16 de noviembre de 1989.
Pagaron el precio de su compromiso cuando sus vidas fueron segadas al borde de
la paz por la que lucharon, y sin ver un atisbo de la justicia que inspiró sus
escritos y homilías. Ignacio Ellacuría, desde la rectoría de la UCA de El
Salvador, hizo de esa universidad una plataforma de denuncia con una influencia
benéfica en la política que sus sucesores han mantenido vigorosa. A los
jesuitas los asesinó el batallón de élite Atlacatl. El gobierno intentó simular
que los había asesinado la guerrilla, lo cual hubiera resultado hasta cierto
punto verosímil porque sus críticas también se dirigieron a la guerrilla,
aunque mucho más hacia un ejército cuya mayor responsabilidad en los crímenes
de guerra fue establecida por la Comisión de la Verdad.
La rebelión cívica que en Nicaragua empezó
el 18 de abril de 2018 y que sigue en infatigable pie de lucha ha sido un
desafío a todos los sectores de la ciudadanía. Lo ha sido para la Iglesia
católica, cuya entereza moral puso a prueba y cuyo rostro dual desnudó una vez
más ante los fieles y ante todos los nicaragüenses y el mundo.
Apareció así una Iglesia venal, que saca
la calculadora para sumar y multiplicar, y que no quiere volver al tiempo de
las vacas flacas en que el Estado era menos generoso en las subvenciones para
mantenimiento de templos y obras de caridad, y en la concesión de cargos
públicos a familiares de altos y medianos eclesiásticos. O quizás es también una
Iglesia temerosa de que el FSLN ventile sus chochinaditas y cochinadotas
sexuales y financieras. O quizás enmudeció porque sus miembros aspiran a hacer
carrera eclesiástica y esperan las señales del Vaticano, no siempre claras y a
menudo pendulares, para saber de qué lado colocarse sin poner en peligro
futuros ascensos, prelaturas y otras prebendas.
Pero también hay otra Iglesia muy distinta.
La que se jugó la vida poniéndose delante del pueblo en manifestaciones y
protegiéndolo de asedios policiales y paramilitares. Esa iglesia sigue abriendo
sus templos a la resistencia pacífica y haciendo de los púlpitos unas tribunas
de denuncia, en la mejor tradición de los profetas Samuel e Isaías, Simone Weil
y Edith Stein, Óscar Arnulfo Romero y Pedro Casaldáliga, siempre contra el
poder, con riesgo de sus vidas.
Esa Iglesia no calcula. Se deja llevar por
el viento del espíritu, que pasa como una brisa suave sobre las víctimas y los
desheredados de este mundo. Es la Iglesia del carisma, no del poder. Al fin y
al cabo, es la Iglesia de Jesucristo, que no pensó en fundar iglesia alguna y
nunca calculó, no tuvo bienes que defender ni cola que le pisaran. Y a quien
tenía sin cuidado si se ganaba una pésima reputación como bebedor y comelón por
disfrutar con sus amigos cuando podía.
De un lado está una Iglesia que tiene al
arzobispo de Managua Leopoldo Brenes a la cabeza. De su boca jamás ha salido ni
parece que saldrá una frase profética. De ahí brotan ideas descoordinadas,
destinadas a confundir al pueblo llano. Brenes no es tonto, pero cree que el
pueblo sí lo es y lo estima tan estúpido como para tomar sus galimatías por
frases piadosas o incluso por expresiones que imitan esa complejidad vaporosa
propia de los libros de teología. Nunca hace una denuncia directa, sino a través
de frases que quieren ser sibilinas. Cuando se supone que condena un hecho, su
oficina arzobispal emite una nota de prensa que habla de él en tercera persona,
cada vez con frases y tono más confrontativas con el régimen de Ortega, pero
nunca con la voz propia y tronante que haga eco de los lamentos de las víctimas
y esté a la altura de la premura y definición que la situación urge. Ningún
orteguista le dirá que dijo lo que no debía decir, pues siempre es más lo que
dice no diciendo. Lo acompaña en su desprecio por el pueblo nicaragüense el
nuncio Waldemar Sommertag. Agitando su sotana luctuosa, durante meses se
pavoneó como eslabón perdido entre La Modelo y El Carmen y se hizo acreedor al
título de gran Archipámpano Saca-presos que los rumores guasapeados le
concedieron como un sobrenombre infamante. El número de reclusos sigue en
aumento y, según lo visto y oído, el nuncio ha perdido sus dotes liberadoras y
caído en un sospechoso —espero que no ominoso— mutismo.
Los acompañan muchos comparsas. Los “poquita
cosa”, como diría una de mis tías. Y lo son no porque sean menos capaces que
los mencionados, sino porque no han alcanzado a ocupar cargos acordes a su
nivel de corrupción, incluso si son obispos, como Vivas y Sándigo. Ni siquiera
el papado los auparía hasta ese nivel.
En la acera de enfrente está la otra
Iglesia. Una y otra son variadas. Pero en esta otra hay más carisma que poder.
Entre sus líderes sobresale el obispo de Estelí, Abelardo Mata. Sus formas
frugales no logran ocultar una cultura sólida. Sabe comunicarse con el pueblo y
no lo subestima. Lo escucha y se toma muy en serio sus clamores. Lo conmueven y
lo mueven a actuar. Sospecho que no coincido con él en muchos criterios, pero
es imposible no respetar y pregonar su arrojo, entrega y lucidez. En esa
Iglesia está el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, y con mayor osadía
destaca el párroco Edwin Román, que se supera cada día. Cuando parece que ya
había llegado al pico de su compromiso, añade una nueva acción sobrecogedora.
No le bastó recibir en su parroquia a diez madres de presos políticos. Se sumó
a su huelga de hambre, pese a su diabetes y al acoso policial.
El nuncio no se pronuncia sobre esta
Iglesia. La descalificó al legitimar con su asistencia un fake-diálogo que esta Iglesia denunció y en el que rehusó
participar. Su reputación se hundió en un abismo cuando ni los sectores más
complacientes llegaron a los extremos del nuncio, siempre de sonrisa fácil con
los operadores orteguistas y rostro agrio para los periodistas independientes.
¿En qué bando está el obispo auxiliar de
Managua Silvio Báez? Entre los rebeldes es el más popular de los obispos. Pero
se sometió a la institucionalidad de la Iglesia que no es una, sino santa y
pecadora. No sé cómo verá su papel desde su romano exilio. Desde aquí lo veo
tuiteando una y otra vez, tal vez sentado bajo la cúpula de San Pedro,
manteniendo su oposición a Ortega. Y eso está muy bien. Pero me entra la
comezón de la duda y empiezo a sospechar que hay más de una razón oculta en su
abrupta salida de Nicaragua. Está claro que tenía que resguardar su vida y que
Sommertag fue la Salomé que sirvió su cabeza en bandeja.
¿Hay otra razón? A lo mejor —a lo peor— el
Vaticano Inc. quiso prepararse para la eventualidad de que Ortega caiga y tener
lista una ficha con buenas credenciales que lo represente cuando la oposición
llegue al poder y cuya sola presencia en una jerarquía remozada sugiera a los
feligreses que el binomio Brenes/Sommertag no representaba el catolicismo, sino
el bueno Silvio Báez. El tiempo dirá qué tanto hay de esto. Mejor sería no
esperar tanto. Una palabra de Jorge Bergoglio justo ahora bastaría para
hacernos saber cuál de las dos iglesias está tomando las decisiones en Roma: la
calculadora o la profética.