Emile Chabal
www.revistacomun.com
/ agosto 2019
Las diversas historias del marxismo
frecuentemente imaginan la difusión de un cuerpo de pensamiento esencialmente
europeo alrededor del mundo. No obstante, como demuestra el trabajo de Eric
Hobsbawm, los avances revolucionarios de la “periferia” pueden reconfigurar
completamente el pensamiento marxista occidental.
No es mero accidente que la historia del
pensamiento marxista esté dominada por un pequeño grupo de pensadores europeos.
Ocasionalmente, se les concede espacio a Frantz Fanon y a C.L.R. James, cuyos
orígenes yacen fuera de Europa. En muy escasas ocasiones hay una discusión
seria de los teóricos marxistas que han operado completamente fuera de Europa,
como el peruano José Carlos Mariátegui o la escuela de los “estudios
subalternos” de la India. Pero la realidad es que predominan los pensadores
europeos. Incluso hoy, la historia del marxismo normalmente se relata en
términos de la difusión de ideas desde un centro occidental a una periferia
no-occidental.
Estos desequilibrios son casi inevitables dada
la desproporción del prestigio y la influencia que ha tenido el pensamiento
europeo durante el siglo XX. No obstante, también conllevan a cuestiones
específicas para la historia del marxismo. Después de todo, el
pensamiento y la práctica marxistas han obtenido buena parte de su vitalidad de
acontecimientos sucedidos fuera de Europa. Podría argumentarse que los
gobiernos inspirados en el marxismo en países como Cuba, Vietnam y China
representan la contribución marxista emblemática a la política del siglo XX, al
menos tan importantes como los varios intentos, posteriores a 1917, por lograr
que funcionara el comunismo en Europa.
Esto presenta el problema de cómo puede
reescribirse la historia del marxismo tomando en consideración su alcance
global. Una posibilidad es la de simplemente crear más espacio para incorporar
ideas y personalidades no europeas. Otra es poner de cabeza a la geografía del
marxismo occidental. Esto significaría reconocer que, aunque el pensamiento
marxista canónico ha viajado a los rincones más recónditos del globo, también
hubo un viaje de retorno conforme las ideas articuladas en la periferia
reconfiguraron a las del centro.
Entre los intelectuales marxistas del
siglo veinte que se beneficiaron de este intercambio de ideas bidireccional,
uno de los más interesantes es el historiador Eric Hobsbawm. A diferencia de
muchos intelectuales europeos, activamente buscó —y encontró— a un público
global. El enorme éxito de sus libros y artículos encendió debates en lugares
tan diversos como Delhi, la Ciudad de México y Palo Alto, y dio pie a una larga
relación con partidos como el Partido Comunista Italiano (PCI). Más adelante,
el historiador fue incluso elevado al estatus de ícono cultural en países como
Brasil.
Pero este deslumbrante éxito global es
sólo una parte de la historia. Las interacciones de Hobsbawm con el resto del
mundo no se concretaron únicamente en forma de contratos para la publicación,
conferencias magistrales y artículos seminales discutidos por estudiantes
entusiastas. Por el contrario, sus experiencias vividas en la “periferia”
afectaron profundamente sus marcos teóricos e históricos. Desde mediados de la
década de 1950 instigaron sus opiniones más originales y penetrantes acerca de tres
debates en el corazón del pensamiento marxista: la definición del actor
revolucionario, la noción misma de revolución, y la estrategia preferida para
los partidos democráticos de izquierda.
En
busca de un actor revolucionario en la periferia europea
Hobsbawm siempre mostró interés en el
mundo exterior a Europa, al menos desde su llegada a la Gran Bretaña en 1934.
En su calidad de joven comunista, el imperialismo estaba al frente de su
pensamiento. Durante su participación en los congresos estudiantiles globales
en París en 1937 y 1939, se codeó con jóvenes revolucionarios provenientes de
todo el mundo colonial, y recibió financiamiento de King’s College, Cambridge,
para hacer trabajo de campo sobre el problema agrario en los territorios
franceses al norte de África en el verano de 1938. Allí pasó varios meses,
conversando con oficiales coloniales y jóvenes comunistas, observando también
el funcionamiento interno del colonialismo francés.
De no ser por el estallido de la Segunda
Guerra Mundial, Hobsbawm bien habría podido escribir su tesis de doctorado
sobre la África francófona. Pero la guerra y su primer matrimonio restringieron
sus horizontes, y gradualmente quedó absorto en el mundo intelectual y político
del comunismo británico. Desde el final de la guerra hasta 1956, éste se convirtió
en su referente dominante. Aunque mantuvo interés por el imperialismo y la
descolonización, su hogar intelectual primario en este periodo –el Grupo de
Historiadores del Partido Comunista (Communist Party Historians Group)- en gran
medida ignoró el tema y pocos historiadores marxistas británicos de su
generación se acercaron a las propuestas intelectuales de otras partes de
Europa, y mucho menos más allá de ésta.
Las múltiples crisis de 1956 rasgaron el
tejido cerrado del mundo del comunismo británico. Tras negarse a abandonar el
Partido Comunista de la Gran Bretaña (CPGB por sus siglas en inglés), Hobsbawm
quedó atrapado en su interior, apresado entre sus antiguos camaradas que no
lograban entender su decisión de permanecer y la jerarquía del partido que
desconfiaba de él. En parte, como forma de escapar del ambiente político
sofocante de la época, renovó su anterior interés en los procesos históricos,
sociales y políticos que transcurrían muy alejados de los centros de la vida
intelectual europea. No volvió al África francesa, para entonces inmersa en una
violenta guerra anti-colonial; en cambio volvió su atención al sur de Italia y
España. Estas regiones, con frecuencia desatendidas por los pensadores
marxistas, brindaron la materia prima para el primer libro original de
Hobsbawm, el conjunto de ensayos que se llegaría a conocer como Rebeldes primitivos (1959).
Rebeldes primitivos combinó dos vetas
distintivas en el pensamiento temprano de Hobsbawm. Primero, un interés en la
experiencia vivida de las personas comunes y corrientes, que ya era evidente en
sus artículos sobre la clase obrera inglesa; segundo, una preocupación por
identificar a los actores revolucionarios más prometedores de la moderna
historia temprana europea. Aunque el empuje argumentativo de los ensayos
representaba la perspectiva leninista ortodoxa de que los “rebeldes primitivos”
que impulsaron las revueltas rurales eran pre-políticos, incapaces de
organizarse sostenidamente, y con necesidad de las directivas de un partido
vanguardista, el enfoque del análisis de Hobsbawm era todo menos ortodoxo.
Hasta la década de 1950, tanto marxistas
como no marxistas consideraban que las rebeliones rurales del siglo diecinueve
y principios del veinte eran poco más que una furia rudimentaria y mal dirigida.
Hobsbawm, en cambio, hizo un esfuerzo sostenido por explicar los reclamos
económicos y sociales de los rebeldes rurales y escribió con sensibilidad
acerca de sus hazañas. Reconoció que las rebeliones primitivas no eran
políticas en un sentido marxista, pero creía firmemente en el valor de
estudiarlas como formas de protesta que podían ofrecer materia prima para una
política revolucionaria posterior.
Es imposible entender este inesperado
interés por la vida interior de los rebeldes rurales olvidados sin apreciar el
creciente interés de Hobsbawm por España e Italia durante este periodo. A
principios de la década de 1950 visitó España por primera vez y empezó a viajar
regularmente a Italia, donde conoció a una generación entusiasta de
intelectuales del PCI y trabajadores del partido. Usó estas conexiones para
viajar a distintas partes del sur de Italia y España, donde en ese momento
residían las poblaciones más pobres de Europa. Mientras estuvo allí se esforzó
por conversar con los lugareños acerca de sus recuerdos y condiciones de vida,
haciendo uso de su español e italiano bastante rudimentarios. Tomó notas de
estas conversaciones y, a su regreso a la Gran Bretaña, buscó trabajos
académicos que respaldaran las ideas dispersas que obtuvo al viajar.
No había nada sistemático en su trabajo.
Si se mide con los estándares de hoy, su trabajo de campo no fue ni riguroso ni
extensivo. En el mejor de los casos puede compararse con lo que se esperaría de
un corresponsal en el extranjero cuando investiga un reportaje, y de hecho con
frecuencia escribió acerca de sus andanzas en publicaciones como el New Statesman. No obstante, sus viajes
empezaron a afectar sus inclinaciones teóricas: todavía creía en la primacía de
la base económica y sostenía que la rebelión primitiva era primitiva, pero sus
encuentros reforzaron su convicción de que las tradiciones, prácticas,
historias y experiencias locales eran de vital importancia, y la forma en la
que escribió acerca de sus temas trazó caminos alternativos para la revolución,
abriéndole la puerta a nuevos actores revolucionarios.
Así, las experiencias de Hobsbawm en la
periferia jugaron un papel central en su reinterpretación de la teoría marxista
en Rebeldes primitivos, al igual que
en la secuela, Bandidos, publicada en
1969. Después de la amarga decepción de 1956, las historias olvidadas de la
Europa periférica ofrecían la posibilidad de una renovación sin agraviar a la
jerarquía del partido comunista de la Gran Bretaña, que no tenía interés alguno
en las canciones folclóricas de los campesinos sardos o en los agricultores
andaluces. Sus encuentros casuales en plazas pueblerinas no fueron simplemente
producto de la curiosidad de Hobsbawm. Los aprovechó para reflexionar acerca de
la práctica revolucionaria, sin perderse en las intensas discusiones entre
historiadores marxistas de ese momento como los debates en torno a la
transición del feudalismo al capitalismo en Inglaterra o las dinámicas de clase
de la Revolución Francesa.
Repensar la revolución desde América
Latina
Hobsbawm conoció América Latina por
etapas. Hizo viajes cortos a Cuba en 1960 y en 1961, como parte de una oleada
de intelectuales europeos interesada en ver la revolución de Castro en persona.
Pero su primer acercamiento profundo con la región ocurrió durante una visita
de campo de tres meses a Sudamérica financiada por la fundación Rockefeller en
1962. Su travesía siguió un patrón similar al de sus anteriores viajes a España
e Italia. En lugar de pasar un tiempo prolongado en un solo lugar, saltó de ciudad
en ciudad, pasando algunas semanas en cada una de ellas. En el transcurso de
1962, viajó a Recife y Río de Janeiro en Brasil, Buenos Aires en Argentina,
Santiago en Chile, Lima en Perú, Bogotá en Colombia, La Paz en Bolivia y
Caracas en Venezuela. En cada una de las ciudades concertó reuniones para
conversar con académicos y activistas de izquierda. Cuando corrió con suerte le
presentaron a los obreros y sindicalistas, o lo llevaron a zonas más rurales a
conocer campesinos, pueblos indígenas o cualquier otra persona que tuviese
interés en platicar con un historiador británico curioso.
En años subsecuentes Hobsbawm continuó sus
visitas a América Latina. Estas incluyeron su viaje al Congreso Cultural en La
Habana en 1968 y viajes frecuentas a Brasil durante los años 1970. A una
prolongada estancia de investigación en la Universidad Nacional Autónoma de
México a principios de 1971, le siguió un periodo de investigación en Perú
durante ese verano. Ya para 1980 dejó de hacer investigación en la región, pero
su creciente fama significó que ya no necesitaba un pretexto para visitarla.
Hasta su fallecimiento en 2012, hizo viajes frecuentes y crecientemente
exitosos a varios países latinoamericanos que usualmente coincidían con la
publicación de alguno de sus libros.
Dada la escasez de la investigación
archivística y de campo hecha por Hobsbawm en América Latina, tuvo cuidado de
no presentarse como especialista en la región. Pero en un momento en el que
crecía el interés por la región y en el que había poco escrito en inglés sobre
América Latina, rápidamente fue etiquetado como experto. Editores de periódicos
y revistas le comisionaron artículos sobre la situación política de varios
países latinoamericanos, una tarea para la que estaba eminentemente bien
capacitado dados sus talentos periodísticos, mientras que las sociedades
estudiantiles universitarias británicas lo invitaron a explicar las dinámicas
de la revolución cubana o las rebeliones campesinas.
Este proceso de transformación en experto
regional casi por accidente, incrementó el peso que tenía América Latina en las
reformulaciones que Hobsbawm continuó haciéndole a la teoría marxista. En su
solicitud de apoyo para la Fundación Rockefeller en 1962 argumentó que deseaba
visitar América Latina con el propósito de estudiar los movimientos sociales
primitivos y como continuación directa de su trabajo anterior sobre la rebelión
primitiva. Pero para los años de 1970 sus horizontes se habían expandido para
incluir una gama de debates sobre la historia y política latinoamericanas.
Estos lo impulsaron a repensar la idea de revolución en un momento en el que
los prospectos revolucionarios en Europa parecían haberse agotado.
El compromiso crítico de Hobsbawm con una
historia de la revolución latinoamericana se hizo visible en sus dos artículos
más sustanciales sobre la región. El primero, publicado en 1969, se enfocó en
la rebelión campesina de la región peruana de La Convención, dirigida por el
revolucionario heterodoxo Hugo Blanco; el segundo, publicado en 1974, fue un estudio
más amplio sobre las ocupaciones territoriales campesinas en la sierra central
peruana basado en miles de documentos rescatados por un grupo de jóvenes
investigadores de las haciendas que se estaban transformando en granjas
cooperativas.
Como han señalado varios críticos, estos
dos artículos se aferraban a los marcos marxistas ortodoxos sobre la acción
revolucionaria campesina como perteneciente a una fase pre-política del
desarrollo. Pero, al igual que en su escritura sobre Italia y España, el dominio
que Hobsbawm mostraba sobre el detalle contextual y su evidente simpatía por
muchas de las figuras clave, desmentían este rígido marco interpretativo. Entre
su cuidadoso análisis de los precios del alimento y los patrones de tenencia de
la tierra, vislumbró el potencial de una transformación social revolucionaria
en las acciones de los campesinos latinoamericanos.
Las experiencias de Hobsbawm en América
Latina también confirmaron su opinión acerca de lo que no debía ser una
revolución. Su encuentro con los movimientos de izquierda radicales (y sus
acólitos en Europa) cimentaron su invariable hostilidad hacia las estrategias
anarquistas y guerrilleras. Fue consistentemente crítico de los intentos
cubanos de incitar la revolución en diferentes partes del continente después de
1959, y expresó su desdén por la idea de una revolución campesina espontánea.
Por el contrario, llegó a creer que las sociedades latinoamericanas altamente
estratificadas y desiguales lograrían la revolución sólo por medio del Estado.
De allí que saliera en defensa de la dictadura “progresista” peruana encabezada
por Juan Velasco Alvarado entre 1968 y 1975. En un prominente artículo de la New
York Review of Books de 1971, Hobsbawm argumentó que Perú, bajo Velasco,
pasaba por una “revolución peculiar.” Era, en sus palabras, una “transformación
de la estructura económica, social e institucional” que no implicaba la
“movilización masiva de fuerzas populares.”
Tal apoyo abierto a un régimen militar fue
recibido con estupefacción por los interlocutores peruanos de Hobsbawm, muchos
de los cuales creían que una dictadura militar sólo podía significar un
desastre para la izquierda. Pero era típico de su intento por enfrentarse al
problema de la revolución en vista de sus viajes. Hobsbawm reconoció que los
prospectos para una revolución eran buenos en la América Latina de los años 60,
pero reconocía también que los partidos comunistas organizados eran débiles y
que el espectro del autoritarismo de derecha estaba siempre presente. El
régimen de Velasco, comprometido con una reforma territorial extensiva, la
nacionalización de la extracción de recursos y una limitada redistribución de
la riqueza, ofrecía una solución adecuada. No era democrático, pero prometía
solucionar los reclamos legítimos de un pauperizado campesinado rural
semifeudal, sin llegar al punto muerto idealista de la política guerrillera
guevarista.
Esta visión híbrida de la revolución
entrelazó sus actitudes comunistas ortodoxas con el reconocimiento de la
desesperada condición de las masas. Es improbable que hubiese ideado este tipo
de marco si no hubiese entrado en contacto con la escala de la desigualdad
económica existente en América Latina en los años 60, algo que frecuentemente
mencionaba en sus notas de campo y las notas periodísticas que escribió a su
regreso. Los lugares que visitó, las personas que conoció en trenes y
autobuses, así como las entrevistas que mantuvo con académicos e intelectuales
de izquierda, lo obligaron a reevaluar las condiciones en las que sucedería una
revolución y la forma que ésta tomaría. A diferencia de los jóvenes marxistas
europeos, nunca lo sedujo la promesa de una revolución global. Pero logró
deshacerse de algunos de sus supuestos más rígidos acerca de lo que sería una
revolución social exitosa.
El socialismo democrático de los años 80
A finales de 1970, Hobsbawm encendió una
controversia importante con la izquierda británica con su conferencia “The
Forward March of Labour Halted,” que después fue publicada como artículo en la
renovada revista del CPGB, Marxism Today. Su argumento era
simple: el desarrollo del movimiento obrero británico, que había sido tan
crucial para el surgimiento del Partido Laborista a inicios del siglo veinte,
para las décadas de 1950 y 1960 se había detenido. Desde entonces, la clase
obrera se había fragmentado aún más y sus manifestaciones sindicales se habían
debilitado.
Esta intervención provocó un torbellino de
críticas, especialmente de quienes interpretaban el aumento de la actividad
sindical de los 70 como indicador de fuerza. Pero la llegada del gobierno
conservador de Margaret Thatcher en 1979 dio al argumento de Hobsbawm un
renovado vigor. Su robusto neoliberalismo, las sucesivas derrotas electorales
del partido Laborista y el sometimiento de la huelga minera sugerían que el
movimiento obrero británico se había estancado. Al ser reconocido por
“predecir” el triunfo del thatcherismo, Hobsbawm estuvo crecientemente
involucrado en los debates referentes a la futura estrategia de la izquierda.
Para Hobsbawm, la respuesta a la crisis de
la izquierda británica de los años 80 era muy semejante a la respuesta que
siempre había dado, a saber, que las diferentes tendencias debían unir fuerzas
en un solo frente para derrotar a Thatcher. Esta postura estratégica fue
producto de su activismo político estudiantil de fines de los años 30.
Cerca del final de su vida, Hobsbawm se
mostró abierto y nostálgico por la estrategia del frente popular de su
juventud, cuando los comunistas buscaron construir alianzas amplias contra el
fascismo. Creía firmemente que la izquierda no podría ganar en un contexto
europeo democrático sin dejar a un lado sus diferencias y luchar conjuntamente
para derrotar a la derecha. Estaba tan comprometido con esta estrategia que
durante la década de 1980 repetidamente comparó a Thatcher con Hitler. Siempre
añadía matices a su comparación, pero era un argumento alarmantemente
ahistórico para alguien que había vivido el ascenso al poder de Hitler y que
era un historiador profesional de la Europa moderna.
Con todo y que Hobsbawm enfatizó el valor
de la estrategia del frente popular de entreguerras, los ejemplos
contemporáneos de la unidad de la izquierda a los que hizo referencia con
frecuencia provenían de las periferias europeas o globales. En su esfuerzo por
persuadir al movimiento obrero británico de dejar a un lado sus debates
insulares y buscar inspiración más allá, señaló no sólo a la izquierda unida en
Francia (que llegó al poder en 1981) sino a los ejemplos de España e Italia.
Crucialmente, a finales de los años 80, complementó estos puntos de referencia
con aquél del Partido dos Trabalhadores (PT) de Brasil.
A partir de la atrofia de la izquierda
europea de los años 90 –especialmente en Francia e Italia-, Hobsbawm llegó a
pensar que la izquierda brasileña era el ejemplo preeminente de una exitosa
estrategia de un frente común. Felizmente admitía su abierta admiración por el
PT y reconoció la singular composición social amplia del partido, que hacía eco
de la amplia base social que había obtenido el PCI en Italia durante su apogeo
en 1960 y 1970. También comentó en repetidas ocasiones sobre el hecho de que el
PT era, en ese momento, el único partido de izquierda en el mundo dirigido por
un varadero obrero industrial, el carismático Luiz Inácio Lula da Silva.
Admitió incluso que llevaba consigo un llavero del PT hasta sus últimos años,
un íntimo reconocimiento de su vínculo afectivo con el partido.
Además del PT brasileño, el destino del
movimiento comunista en India interesó mucho a Hobsbawm. En la década de 1990,
India contaba con uno de los movimientos comunistas más grandes del mundo, con
décadas de experiencia en el gobierno democrático en los grandes estados de
Bengala Occidental y Kerala. Pese a la fragmentación del movimiento comunista
indio y el surgimiento de una violenta rebelión de inspiración maoísta en el sureste
del país durante los 60, para Hobsbawm, el comunismo indio era otro ejemplo de
la estrategia de una izquierda popular unificada con una base amplia que podía
presumir sus logros tangibles en las urnas.
Aunque la actitud instintiva de Hobsbawm
sobre el frente popular era firmemente europea, los ejemplos que citaba por lo
general no provenían de los centros tradicionales del pensamiento marxista. Más
bien venían de las experiencias que había discutido o atestiguado más allá de
las costas europeas. En la década de 1980, incluso cuando afianzó su
intervención en los debates que se llevaban a cabo en la izquierda británica,
también remitió a las prácticas marxistas en países tan distantes como Brasil e
India. En esta década, así como en los 50, las experiencias de Hobsbawm en la
periferia orientaron sus intervenciones estratégicas y dieron forma a su
imaginación política.
Abriendo el futuro
Enfatizar el papel de la periferia en la
carrera de Hobsbawm no implica ignorar las muchas otras influencias en su
trabajo. Simplemente contribuye a obtener una imagen más completa de su
trayectoria intelectual y ofrece un mejor panorama de la circulación de ideas
marxistas durante la segunda mitad del siglo veinte. Si consideramos sus
encuentros fugaces con los campesinos calabreses, obreros mexicanos,
agricultores peruanos, bandidos argentinos y comunistas italianos, podemos ver
que las interacciones de Hobsbawm con la periferia fueron más que una serie de
encuentros exóticos. Al contrario, se convirtieron en un elemento central de su
idea de lo que era y debía ser la izquierda.
Así como su trabajo llegó a influenciar a
miles de marxistas en lugares inesperados, su compromiso con distintas partes
del mundo influyó profundamente en su propio marxismo. Para Hobsbawm, la
periferia nunca fue periférica, se trataba de un emocionante laboratorio para
ensayar ideas marxistas, un laboratorio que ofrecía un futuro potencialmente
más dinámico y abierto para la visión comunista con la que siempre estuvo
comprometido.