www.religiondigital.org / 16.09.2019
Dicen los entendidos en la historia y la cultura
del Imperio romano que, en el mundo de aquel tiempo, “a nadie se le ocurría
pensar que la religión y la política estuvieran separadas” (Warren Carter). Lo
que era bueno o malo para la religión, era igualmente bueno o malo para la
política. Por tanto, si la religión iba mal, la política no podía ir bien. Y a
la inversa, otro tanto.
Pasaron los siglos, cambiaron los tiempos,
y ya entrados en el s. XVI, casi al final de su vida, Maquiavelo dijo esto:
“Los príncipes o los estados que quieran mantenerse incorruptos deben sobre
todo mantener incorruptas las ceremonias de su religión, y tener a ésta siempre
en gran veneración, pues no hay mayor indicio de la ruina de una provincia que
ver que en ella se desprecia el culto divino” (“Discursos sobre la primera
década de Tito Livio”, I, 12).
Si yo me entero bien de lo que quiso decir
Maquiavelo, es que política y religión funcionarán bien y en ellas no habrá
corrupción cuando funcionen al unísono. Es decir, cuando no vaya cada una de
ellas desinteresada la una por la otra y funcionando cada cual según sus
conveniencias o intereses.
Dicho esto, se me antoja que, para
entender lo que quiero decir y donde pretendo aterrizar, para lo que nos
interesa, en este momento, es que, si pretendemos aportar algo que valga la
pena, en la situación que estamos viviendo, lo mejor que podemos hacer es ver
si la política encaja en lo que dice el Evangelio. Y, por favor, que nadie me
venga diciendo que no metamos a los curas en la sopa. Porque lo que voy a decir
no es cosa de curas. Ni el problema político, que tenemos que afrontar, es una
sopa. Estoy hablando de cosas mucho más serias.
Me explico. No hablo de curas porque
afortunadamente lo que voy a relatar, se produjo cuando todavía no había curas
en el mundo. Eran los tiempos aquellos cuando Jesús andaba por la tierra.
Entonces, lo que había eran “los que seguían a Jesús”. El Evangelio los
denomina “discípulos de Jesús”.
Pues bien, si el Evangelio tiene razón, la
pura verdad es que Jesús tuvo conflictos y enfrentamientos, no sólo con los
escribas y fariseos, ni con Herodes o con Pilatos, ni siquiera con los sumos sacerdotes,
de los que Jesús sabía que iban a ser sus asesinos. Por más extraño que
parezca, los conflictos más frecuentes de Jesús fueron los que tuvo con “sus
seguidores”, con los discípulos, con los apóstoles.
Quién
es el primero
Esto supuesto, la pregunta fuerte y
determinante es ésta: ¿por qué se enfrentó Jesús precisamente con los que le
seguían, con sus apóstoles? La respuesta da que pensar. Jesús se enfrentó con sus apóstoles porque aquellos hombres discutían
con frecuencia cuál de ellos era el más importante, el primero. El término
griego “prótos” (el “primero”) se encuentra 96 veces en el Nuevo Testamento. Y
conste que este término significa, desde Homero, el que tiene el mayor rango,
el máximo valor (H. Langkammer). Por lo visto, en la Iglesia, desde sus
orígenes más remotos, ya era un problema lo del rango, el poder y la
importancia. Cosa que no era, ante todo, asunto de fama. Sobre todo (y, ante
todo), era el problema del poder.
No voy a cansar a nadie citando textos de
los Evangelios. Baste recordar que Jesús elogió a los “pequeños”, a los
“últimos”, a los “niños”, a los “esclavos”. Así es como tenían que ser los
responsables y dirigentes de la comunidad o grupo que Jesús planteó en sus
orígenes.
¿Qué nos viene a decir todo esto? Lo digo
con la mayor claridad y sencillez: de la misma manera que Jesús se dio cuenta
de que el mayor enemigo para la Iglesia era la ambición de los que se empeñaban
en ser los primeros, del mismo modo y en idéntica medida, el mayor enemigo en
la gestión política es la ambición de los que, por encima de todo, se empeñan
en ocupar el sillón de mando supremo.
Termino: ¿En qué está el secreto del éxito
popular del papa Francisco? En que la cualidad, que lo distingue, es su
profunda humanidad. ¿Y en qué está el secreto de la confusión, inseguridad y
dudas de la política y los políticos? En que el criterio determinante y
decisivo es el empeño de ser el primero y el más poderoso.