Jose Arregi
www.religiondigital.org / 17-09-19
La Conferencia Episcopal Española acaba de publicar unas Orientaciones doctrinales sobre la oración cristiana, según
reza el subtítulo. Mal empieza, pues rara vez la doctrina inspira la oración, y
nunca la oración se atiene a la doctrina. Pero en el documento predomina la
preocupación doctrinal. Pide a los fieles y a los sacerdotes que “no se dejen
arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas”.
Fiel a los criterios del papa Benedicto XVI y de su documento estrella Dominus Iesus (2000) cuando, como Cardenal Ratzinger, presidía
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la Conferencia Episcopal
Española enseña cuál es la verdadera oración cristiana e insisten en que ésta
es la única oración verdadera. Y parte de que “la unión con Dios se realiza objetivamente
en el organismo sacramental de la Iglesia”. Solo en la Iglesia católica.
¿Qué diría Jesús, el orante contemplativo, que no conoció ni previó organismo
sacramental ni aparato eclesial alguno? Los obispos se proponen ayudar a
“ofrecer caminos de espiritualidad con una identidad cristiana bien definida”,
que solo ellos conocen y poseen en exclusiva. He ahí su clave teológica
fundamental. Una clave poco espiritual, pues el Espíritu abre siempre más allá
de todas las formas, y todas las instituciones y religiones no son más que eso:
formas culturales de la experiencia universal del Misterio apenas vislumbrado
entre velos.
El documento alerta sobre todo contra los graves errores que acechan a los
cristianos que practican el mindfulness
(ejercicio de plena atención) o la meditación zen. Por ejemplo: establecer
paralelismos “entre el camino del zen y Jesús como camino”, o entre el
“vaciamiento” de Jesús y el “desapego” budista, o eliminar “la diferencia entre
lo divino y lo creado”, o confundir la “sensación de quietud” con las
“consolaciones del Espíritu Santo”. En quienes practican el zen no ven más que
peligros y confusiones, pero no advierten peligro ni confusión alguna en
quienes creen mantener la “identidad cristiana bien definida”. Miden, definen,
diseccionan la experiencia espiritual sin reparar en la compleja ambigüedad del
espíritu humano, tan impenetrable en su fondo como el Espíritu divino que sopla
donde quiere. Doble falta de lucidez y de respeto: de lucidez para observar en
sí las sombras ajenas, y de respeto para reconocer en el otro la luz que nos
ilumina.
Contra todo “relativismo” y pluralismo religioso, el texto insiste en que el
hombre histórico Jesús es el “salvador único y universal”, la única revelación
plena de Dios en el cosmos, el “único camino que nos conduce” a Dios. Se
equivocan, pues, quienes “relativizan los aspectos concretos condicionados
histórica y culturalmente de la persona de Jesús”. ¿Pero no fue acaso relativa,
pongamos por caso, su lengua aramea? Y su imagen de Dios ¿no fue tan cultural y
relativa como su lengua aramea? Todo indica que los obispos identifican
abusivamente nuestras pobres ideas e imágenes con la realidad del Infinito.
Afirman, por ejemplo: “La representación trinitaria se corresponde con el ser
de Dios”. Pero el primer mandamiento bíblico ordena: “No te harás ninguna
imagen de Dios ni te postrarás ante ella”.
“¿La oración es un encuentro con uno mismo o con Dios?”, preguntan los prelados
en tono polémico, como si cupiera tal disyuntiva. ¿Es que alguien puede conocer
a Dios o el Fondo del Ser sin conocerse, o conocerse a fondo sin reconocer en
él el “Yo Soy” de la Zarza Ardiente? No han leído o entendido aquello de San
Agustín: “Si me conociera, Te conocería”, o aquello de San Juan de la Cruz: “La
unión del alma es divina” y “La sustancia del alma es Dios por naturaleza”. O
lo del poeta estoico Creanto a quien cita San Pablo en el Areópago de Atenas:
“En Él vivimos, nos movemos y somos”. Y El/Ella/Ello en nosotros, en todo.
Señalan que la cuestión de fondo es si Dios es un “tú” personal o un “ser
impersonal”, si “tiene un rostro concreto o estamos ante un ser indeterminado”…
Como si la experiencia espiritual profunda, sea religiosa o laica, no nos
llevara justamente a transcender radicalmente esas categorías –uno/dos,
personal/impersonal, yo/tú– de nuestra mente, que da para lo que da.
Lean si no y reciten cada día aquella hermosa oración del obispo y teólogo
místico San Gregorio Nacianceno, del siglo IV: “¡Oh Tú, el más allá de todo! /
No hay palabra que te exprese ni espíritu que te comprenda. / Todos los seres
te celebran. / El deseo universal, el gemido de todos, suspira por ti. / Todo
cuanto existe te ora, / y hasta ti eleva un himno de silencio / todo ser capaz
de leer tu universo. Eres todos y no eres nadie. / Ni eres un ser solo ni el
conjunto de todos ellos. / ¿Cómo puedo llamarte, si tienes todos los nombres? /
¡Oh Tú, el único a quien no se puede nombrar!”. Sabía lo que decía: lo
Indecible, el Uno sin dos, el Fuego y el Ser de todos los seres. Como lo supo
Jesús en tantas noches de silencio y soledad, de Paz subversiva, y por eso nos
dijo: “Cuando oréis, no os perdáis en palabras”.
Dejémonos de tanta palabra. Sumerjámonos, desnudos, en el Silencio, la Realidad
o la Presencia. En Dios o el Infinito, a donde la sed profunda nos guía, más
allá de esquemas, imágenes y rezos. Más allá de nuestras ideas, creencias y
doctrinas.
(Publicado en DEIA y en los Diarios del
Grupo Noticias el 15 de septiembre de 2019)