Sergio Ramírez
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/ 020719
El tirano Manuel Estrada Cabrera, cruel y
extravagante, celebraba cada año en Guatemala las Fiestas de Minerva, unos
fastos con procesiones de vestales con antorchas y veladas artísticas en honor
a la diosa de la sabiduría. Cuando en 1902 se dio una terrible erupción del
volcán Santa María, resolvió que esa erupción no existía. El decreto se
imprimió en hojas sueltas y se mandó a leer en las calles donde la gente oraba
de rodillas, estremecida de miedo ante los continuos temblores y retumbos, y
mientras la lluvia de cenizas volvía negro el cielo y hundía bajo su peso los
techos de las casas, el empleado público que leía el decreto debía ser
alumbrado por lámparas de carburo para cumplir su cometido.
En su alucinación, quien ostenta el poder
absoluto se cree capaz de modificar la realidad, o ignorarla y sustituirla por
otra que se avenga a sus designios. Pero en esta simulación campea toda una
representación teatral en la que no sólo participa el director de escena que
ordena y manda, sino los actores que obedecen, y hay también teloneros y
tramoyistas: alguien redacta el decreto aboliendo una erupción; alguien lo lee
en las esquinas con voz que busca imponerse sobre el estruendo de los retumbos,
alguien sostiene a su lado la lámpara, buscando disipar la oscuridad.
El poder altera la neuroquímica del
cerebro, dice el neurólogo británico Peter Garrard; “lo degrada de forma más
profunda y persistente cuanto mayor y más duradero es ese poder, y lo degrada
del todo si carece de límites. Ser obedecido –o creer serlo– magnifica la autoconfianza
del poderoso en sus propias habilidades hasta privarle de la capacidad de dudar
de sí mismo y termina aislado de la realidad”.
Pero en el cerebro de quien obedece, y
entra a participar de la simulación, se produce también, por reflejo, una
degradación simétrica. Cree más en lo que supone que ve su líder que en lo que
ven sus ojos, compartiendo así su delirio; a veces anticipándose a él y siempre
reforzándolo.
Sukhvinder Obhi, neurocientífico de la
Universidad de Ontario, explica que las neuronas del que obedece crean una
mímica inconsciente, de ahí que no necesita vivir algo en carne propia para
sentir empatía con el que manda. Su experiencia es suficiente para convertirse
en la experiencia del obediente.
Es el papel de las neuronas espejo, que
produce el efecto espejo. El cerebro muestra un comportamiento distinto al
realizar acciones que en el interior se sabe que son incorrectas o deshonestas,
pero que brindarán bienestar individual y prosperidad. Pero, sobre todo, esas
acciones de obediencia crean una identidad colectiva. Al ser parte de un cuerpo
donde todos piensan de manera igual, y se ven las cosas bajo los mismos colores
y contornos, se obtiene fuerza, sentido de pertenencia.
Al renunciar a su propio pensamiento, el
individuo obediente se disuelve en los demás, conectados todos por la adoración
a aquel de quien emana el pensamiento mágico, y el único que puede otorgar
acceso al poder. Es cuando se produce la empatía total, sin límites. Se llega a
producir entonces una verdadera lesión cerebral.
El poder absoluto, al afectar el
funcionamiento de las neuronas, erige fantasías persistentes que sustituyen a
la realidad dentro de la cámara de aislamiento en que se convierte el cerebro.
Desde el poder absoluto, que no es cuestionado nunca y que sólo se rodea de
silencio, de miedo y de aceptación servil, las conexiones con la realidad
exterior se diluyen y van volviéndose cada vez más tenues hasta convertirse en
meros reflejos de un universo ajeno.
Los vacíos que la falta de percepción del
mundo real deja en la mente del que tiene en su puño todos los hilos del poder,
son llenados por ideas inconmovibles que la disfunción neuronal representa en
forma de símbolos absolutos, como son Dios, la patria, el pueblo, el partido,
la historia, el destino, la felicidad, la alegría, el amor; y los súbditos,
allegados, intermediarios, operadores, peones, al recibir esas percepciones
reflejadas en el espejo, las hacen suyas y se comprometen con ellas.
El poderoso pasa de gestionar la realidad
tal como es, a estar convencido de que es él quien crea la realidad, dice
Garrard, y acaba por reñir con los hechos cuando no se ajustan a sus deseos. O
busca modificarlos o alterarlos aun por medio de la violencia.
Y como se trata de una enfermedad
transmisible, los seguidores, que han perdido el sentido común, llegan a creer
que mientras mantengan su voluntad unida a la de quien manda, sin la menor
contradicción, esas ideas convertidas en símbolos, paz, amor, felicidad, se
harán realidad; y para lograrlo, todo será digno de justificación, aun la
cárcel, tortura, exilio; el crimen, los desmanes.
Los demás, que se han quedado fuera del
círculo mágico que ampara el poder, o lo rechazan, también se convierten en
símbolos, pero de carga negativa y, por tanto, hay que disciplinarlos, y
neutralizarlos. No valen la pena, son un estorbo, son prescindibles, son
eliminables; la felicidad se construye sin ellos, y contra ellos. Es el sentido
que siempre ha tenido la secta.
En la cabeza disfuncional del poderoso
absoluto no existe la ausencia de poder, que sólo es posible con base en una
concepción democrática que implica límites en el ejercicio del mando, y también
en su duración. El poder para siempre no admite alternativas y la secta tampoco
admite ninguna posibilidad de sustitución del elegido por el destino, o por la
historia, porque significa su propia desaparición, el abandono de su propia
zona de confort.
De allí que debajo de la mentira de los
símbolos pintados de alegres colores, lo que crece es la degradación, se
multiplica la corrupción, se deforman las instituciones, y el ministerio
encargado de la tortura pasa a llamarse ministerio del Amor, y el ministerio de
la Verdad fabrica las mentiras.
Esa es la tragedia.
Masatepe, junio 2019.