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La cueva



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La cueva era muy cómoda. Tenía una temperatura estable que apa­ren­ta­ba ser templada en invierno y fresca en verano. Desde su entrada, abierta en mi­tad de un farallón, podía verse cómodamente el inmenso valle donde pastaban los mamíferos con que se alimentaba el matrimonio y los dos hijos que habían so­brevivido a los seis partos de la mujer.

Cuando sus padres y su hermano mayor quemaban leña para calentarse y para asar la carne de los animales que cazaban, el menor de los dos hijos, que era apenas un niño, sacaba del fuego pedacitos de carbón y reproducía sobre las piedras las siluetas de los miembros de su familia o de los animales salvajes que veía pastar en el valle. Al principio sus padres y su hermano reían mucho cuan­do veían lo que él pintaba, pero cuando toda la cueva quedó embadurnada de carbón, su madre empezó a frotar las paredes con la piel de un rinoceronte la­nudo hasta que todo volvió a quedar limpio.

Él insistía en manifestar su talento. Buscó una tierra roja que abundaba cer­ca de la cueva, extrajo los jugos verdes y morados de ciertas frutas que re­co­lec­taban en el valle y así pudo reproducir los colores naturales de sus modelos. Tam­bién descubrió que estos materiales se fijaban más firmemente a las pa­re­des de la cueva si se mezclaban con la grasa de los animales.

Su madre persistía en la manía de la limpieza y le prohibió «decorar» la parte próxima a la entrada, por lo que se vio obligado a trabajar en el fondo de la cueva, alumbrándose con una lámpara de grasa de oso.

La ventajosa posición de atalaya de aquella vivienda tenía un in­con­ve­nien­te: Todos los inviernos las lluvias arrastraban la tierra de la ladera, dándoles a los habitantes algunos sustos. El último derrumbe casi tapó la entrada y el ca­be­za de familia se propuso buscar, apenas se lo permitiera la llegada del buen tiem­po, un hogar más seguro para los suyos.
Llegó la primavera y el padre y su hijo mayor emprendieron un viaje de exploración a lo largo de la cordillera, buscando un nuevo hogar. Después de va­rios días regresaron con la feliz noticia de que habían encontrado una nueva ca­ver­na abierta al sol del mediodía y próxima a otro valle con abundante caza, pe­ro sin el peligro de los desprendimientos. La familia se mudó, las lluvias si­guie­ron precipitando tierra sobre la boca de aquella cueva y seis inviernos después ya no quedaban huellas del que fue hogar del pequeño artista. Su obra quedó se­pultada por más de veinte mil años.

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El hijo del señor marqués estudiaba en Madrid y vino aquel verano a pa­sar sus vacaciones acompañado por un colega. El joven aristócrata cabalgaba jun­to a su amigo mostrándole orgulloso las posesiones de su padre. Llegaron a un fértil valle que le rendía al señor marqués pingües ganancias en frutas y ce­re­a­les. El visitante reparó en el intenso color almagre de los farallones que limi­ta­ban la finca por el Norte. Allí se dirigieron y, mientras trepaban por las es­tri­ba­cio­nes de la pared rocosa, el condiscípulo del hijo del señor marqués le decía a su amigo:

— ¡Esto es nada menos que mármol rojo! ¿Cómo no os habéis dado cuen­ta antes de que tenéis aquí un tesoro?

El señor marqués instaló aquel mismo año una cantera para extraer las va­liosas piedras. Llevarían trabajando los obreros unos seis meses cuando a­pa­re­ció entre las vetas de mármol una profunda cueva a la que no le dieron mayor im­portancia.

Llegó el verano y el señor marqués, agradecido, quiso que su hijo invitara al amigo que vino el año anterior, para que viera cómo progresaba su des­cu­bri­mien­to. Volvieron los dos jóvenes al cerro y, al ver la boca de la caverna, ma­ni­fes­taron su deseo de explorarla. El capataz de la cantera les dio unas linternas y entraron. La cueva era muy accesible, sin pozos ni lugares peligrosos. Cuando ya se disponían a salir, descubrieron un pasillo que conducía a otra sala. En­fo­ca­ron las paredes y quedaron absortos al ver una magnífica colección de pin­tu­ras rupestres.

El señor marqués, cuyo bagaje cultural era muy inferior a su abolengo, le dio tan poca importancia al hallazgo, que ni siquiera sintió curiosidad por ver a­que­llos monigotes y sólo se preocupó por seguir sacando valiosas lajas de már­mol. El alboroto que armaron en Madrid su heredero y el colega hizo que el mi­nis­terio de Cultura diera orden de paralizar los trabajos, con el consiguiente dis­gus­to del señor marqués.

Vinieron arqueólogos, espeleólogos, paleontólogos y varios ólogos más; to­maron fotografías, levantaron planos, expusieron teorías y discutieron a­ca­lo­ra­da­mente. Unos decían que el hecho de que las imágenes sólo aparecieran en la par­te más profunda de la cueva demostraba la existencia de un santuario y que las figuras antropomorfas representaban chamanes realizando ritos religiosos. O­tros aseguraban que las representaciones de rumiantes y solípedos en un mis­mo ámbito simbolizaban los sexos femenino y masculino y estaba claro que allí se practicaba la magia de la fertilidad. No faltaron los que aseguraban que las fi­gu­ras de animales útiles habían sido pintadas para tener éxito en la cacería y, por lo tanto, era evidente la teoría funcional de la magia simpática. Algunos te­ó­ri­cos de las artes descubrieron vínculos entre los rasgos estilizados de aquellas pin­turas rupestres y el cubismo de Braque y Picasso.

A ninguno se le ocurrió que el au­tor de las figuras pudiera ser un niño que pintaba por la misma razón por la que brincan los corderos o cantan los pájaros: porque le gustaba hacerlo lo mismo dentro que fuera de la cueva.