Detrás
de la cruz está el Diablo.
Refrán.
Apenas las
tropas del Glorioso Movimiento Nacional habían
liberado aquel pueblo, ya los
falangistas se apropiaron de varias casas de los que no quisieron ser «liberados» y huyeron. En ellas encerraron
a cuantos rojos pudieron cazar hasta
que casi la mitad de la población estuvo entre rejas. El tribunal que se formó
con los más prominentes representantes de la gente de orden se iba deshaciendo mediante juicios sumarísimos de
los presos que abarrotaban las improvisadas cárceles.
Uno de los
miembros de aquel siniestro tribunal era don Venerando Redondo, dueño de la
finca agrícola La Carrascosa. Uno de los acusados era Ángel Cortés, alias
Frijones, que había visitado La Carrascosa más de una vez de noche y sin
invitación, para sacar algo de lo mucho que allí sobraba. Apenas lo vio don
Venerando, extendió el dedo índice hacia el forajido mientras decía con voz
tonante:
—¡Ese es
comunista!
Frijones no
tenía ni idea de lo que significaban las palabras socialismo, dictadura del proletariado o plusvalía y si alguien hubiera mencionado los nombres de Marx o de
Lenin podría pensar que eran artistas de cine o futbolistas. Lo que sí tenía
claro Frijones era la necesidad de llenar diariamente los estómagos de su madre
viuda, de sus dos hermanitos y el suyo, por las buenas o por las malas.
A pesar de que
el pecado que don Venerando le atribuyó a Frijones no aparece en el Catecismo de la Iglesia Católica, los
que organizaron aquel remedo de auto de fe lo consideraron más que suficiente
para eliminarle al reo el hambre de una forma expedita y asegurarse de que no
volvería a saciarla en las haciendas ajenas.
El camión donde
llevaban a Frijones y otros más a dar su último paseo lo conducía un hijo de
don Venerando, falangista militante. Frijones, aunque iba esposado, aprovechó
un descuido de sus custodios, saltó del vehículo y se internó entre la maleza.
Alguno de los tiros que le dispararon debió darle en una pierna, porque iba
dejando gotas de sangre y lo vieron correr cojeando antes de tirarse a un río
que había por allí. Los falangistas suspendieron la persecución y regresaron al
camión temiendo que también escaparan los demás presos.
La madre de
Frijones murió poco después, unos dicen que de tuberculosis y otros que de
dolor por el hijo que ella creía muerto. Los huérfanos sobrevivieron varios
meses pidiendo limosnas, hasta que una mañana de invierno encontraron los dos
cuerpecitos inertes abrazados en un pajar, donde habían tratado de refugiarse
del frío.
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Frijones regresó
varios años después, esperó pacientemente a que coincidieran una noche padre e
hijo en La Carrascosa, los sorprendió, los amarró, los arrastró junto a la
chimenea y con la tenaza de atizar el fuego les sacó a cada uno la lengua y se
la cortó. Con la misma tenaza les fue poniendo brasas lentamente sobre los ojos
hasta que los dejó ciegos y luego los fue apuñalando y quemando durante varias
horas hasta que expiraron. Después le prendió fuego a la finca y liberó al
guarda y a la guardesa, que habían presenciado todo atados a una reja,
diciéndoles que fueran al pueblo a contar cómo trataba Frijones a los verdugos.
A pesar de que
la Guardia Civil peinó minuciosamente todos aquellos montes, no pudieron
encontrarlo.
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A finales de los
años 50 un grupo de personas pudientes organizó un viaje de placer a Madrid y
alrededores. Estaban en el patio de los Evangelistas del monasterio de El
Escorial y se disponían a visitar la basílica. Se toparon con unos monjes que
acababan de participar en los oficios religiosos y salían en doble fila por la
misma puerta por la que ellos iban a entrar. Uno de los religiosos, que lucía
una abundante barba y cojeaba, se encasquetó la capucha al pasar junto a los
excursionistas. Estos cuchicheaban y gesticulaban con los ojos desorbitados
mientras miraban subrepticiamente la hilera de agustinos. De regreso al pueblo
nadie se atrevió a denunciar a aquel fraile cojo.