José Luis Rocha
www.confidencial.com.ni / 080419
Uñas arrancadas, electroshocks en los
genitales, rabiosos amansalocos reventando cráneos y rostros, patadas en el
estómago, trozos de metal en los alimentos, bolsas asfixiantes, interrogatorios
sin fin, celdas sin ventilación ni luz, agua pestilente, inodoros saturados de
heces, culatazos con AKs, dedos machacados, violaciones, amenazas de muerte y
otras intimidaciones, que incluyen mostrar a los prisioneros ominosos videos
con imágenes de sus hijos caminando por su barrio. Esto es El Chipote, según
las narraciones de los excarcelados. Esto fue en tiempos de Somoza. Y, para perplejidad
de muchos, esto fue en los años 80, cuando sirvió para los mismos fines y como
escenario de los mismos instrumentos de tortura en la Nicaragua revolucionaria.
Así fue porque “el hacha sobrevive a su dueño”, como le dijo uno de los
entrevistados para El fin del “Homo sovieticus” a la premio Nobel de literatura
Svetlana Alexiévich. Los gobiernos cambian, El Chipote permanece.
Ahí la Dirección de Auxilio Judicial de la
Policía ha operado una de las prisiones y centros de tortura más antiguos de Nicaragua.
Esa cárcel era conocida como “La Loma” en tiempos de la dictadura somocista
porque está situada en un montículo que domina la laguna de Tiscapa. En ella
fueron torturados muchos guerrilleros sandinistas y opositores al régimen.
Entre otros, Daniel Ortega. El gobierno sandinista le cambió el nombre, no la
función y en los años 80 pasó a llamarse El Chipote, en memoria del mítico
cerro de Nueva Segovia donde Augusto C. Sandino tenía su campamento. Muchos
presos políticos del sandinismo fueron a parar ahí.
Ahí estuvo en 1985 un grupo de
revolucionarios guatemaltecos que por divergencias con la URNG fueron apresados
por la Seguridad del Estado y retenidos en sus celdas durante varios meses. Uno
de ellos –el escritor Mario Roberto Morales– describió el lugar, que no ha sido
objeto de mejoras: “Examiné la celda: había dos literas a mi derecha y dos a mi
izquierda. Frente a mí, un muro con respiraderos que permitían ver el piso del
otro lado y, cerca de la puerta, una grada a la que había que subirse para acceder
a una ducha que no era sino un tubo por donde salía el agua, las manecillas
para activarlo y un agujero en el centro del piso para que los presos hicieran
sus necesidades fisiológicas. Miré hacia el techo y un respiradero se elevaba
dejando entrar el viento de afuera, que silbaba y hacía crujir las láminas de
zinc.”
Ni el decreto de Violeta Barrios en 1990
para convertirlo en parque nacional ni la iniciativa de ley de 2013, impulsada
por algunos diputados de oposición, logró cancelar el uso policiaco de esas
mazmorras. La resistencia a clausurar el histórico centro de torturas ha sido
férrea. Aminta Granera, ex-Comisionada General de la Policía Nacional, eludió
rendir cuentas sobre la actuación de la policía en El Chipote. Se escudó tras
la negativa de los diputados sandinistas a pedirle explicaciones ante la
Asamblea Nacional.
Ahí el gobierno de Ortega-Murillo internó
durante más de una década a los cubanos que huyen del paraíso socialista y
atraviesan el territorio nicaragüense para llegar a los Estados Unidos. Cuando
“la migra nica” –en modo alguno más benévola que la gringa– los capturaba, los
remitía una temporada a El Chipote antes de deportarlos. Quedaban privados de
todos sus derechos: ni abogados, ni llamadas telefónicas, ni visitas.
Durante la revuelta de abril, el vetusto
centro de confinamiento y vejaciones hormigueó de actividad. En El Chipote
ondea la bandera del FSLN, la de las cuatro letras que ahí entraron con sangre
en las cabezas de opositores de muy variado talante: periodistas, directores de
medios de comunicación, estudiantes, obreros, campesinos… Ortega los mandó
torturar en el mismo emplazamiento donde fue torturado. ¿Será ésa su perversa
manera de sanar sus propias heridas?
No debemos olvidar a las decenas de madres
que esperaban a las puertas de El Chipote. Las madres de las y los detenidos
llenaron las calles de imágenes que conmovían hasta la médula. Pero que no
arrancaron una palabra de consuelo a Monseñor Waldemar Sommertag, quien en
cambio sí abandonó su aplomo cuando replicó a los periodistas que lo
ofendieron.
Las madres estuvieron en cientos, miles de
imágenes multiplicadas por los medios de comunicación convencionales y por las
redes sociales. Su reclamo de que liberen a sus hijos detenidos ilegalmente,
sus voces cascadas por semanas y meses de lanzar súplicas en vano desgarraron
el alma y ablandaron las piedras.
Algunas ni siquiera tenían la certeza de
que sus hijos estuvieran ahí encerrados. Había y hay cientos de desaparecidos.
Hay prisioneros nunca mostrados, hay cadáveres que no fueron entregados a sus
familias… Las madres imploraban, intentando despertar empatía en la
Vicepresidente: “Rosario Murillo, vos sos madre y no te gustaría que le
hicieran esto a tus hijos”, le decían a través de los telenoticieros. El trato
que se dio a los prisioneros y a las madres, amedrentadas por encapuchados que
se instalaron de forma permanente en la puerta de El Chipote y las insultaban,
que detonaban sus fusiles y ponían música a todo volumen del “comandante
zequeda”, fue una muestra fehaciente de que toda la política populista no era
más que una neta instrumentalización sin asomo de “amor al pueblo”.
El Chipote nos revela mucho más que eso.
Sus celdas atraviesan más de medio siglo de historia, siete presidencias y al
menos cuatro modelos de gobierno: dictadura dinástica, centralización estatal,
neoliberalismo y populismo artillado que aspira a ser hereditario. Ahora El
Chipote se presume remozado en sus nuevas instalaciones en el barrio Memorial
Sandino. A inaugurarlo acudieron diputados y funcionarios de gobierno que
entonaron loas ante los medios. Lo pintaron con tan enaltecidos elogios que uno
los creyera dedicados a un nuevo resort de lujo, sustituto del clausurado
Guacalito de la Isla, donde quisieran hospedarse para disfrutar de un paquete
vacacional all included.
Pero es el mismo instrumento con pintura
fresca. Sigue siendo un retrato y un síntoma de una sociedad donde la bina
autoritarismo / infantilismo nos deja sometidos –a unos por la fuerza, a otros
por su gusto- a un padre severo y abusador. Los gobiernos pasan, su panoplia de
tortura se queda. El gobierno es coyuntural, El Chipote –no importa si ahora
tiene otro alias y ubicación– es cultural. Quiero pensar que El Chipote es
un odre viejo para el vino de las nuevas generaciones. No podrá contenerlo ni
reproducirse. Pero, por el momento, el hacha sobrevive a sus dueños del pasado
y encontró a un nuevo verdugo que la tiene bien asida por el mango. Por eso me
pregunto: ¿Tiene sentido dialogar y
negociar con el verdugo de turno cuando sigue blandiendo el hacha?