Sergio Ramírez
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/ 180419
El español es fruto de una cultura
híbrida, donde cabe todo y nunca sobra nada, como en el suculento bucán que
Alejo Carpentier recuerda en el siglo de las luces, cerdos salvajes cocinados
sobre brasas, con los vientres abiertos rellenados de codornices, palomas
torcaces gallinetas y demás volatería, consustanciándose el sabor de la carne
oscura y escueta con el de la carne clara y lardosa, en un bucán que fue Bucán
de Bucanes.
Una palabra, una entre miles, bucán, que
los arawakos insertaron en el español de los conquistadores, de donde resultó
bucanero. Una primera fusión caribeña antes del encuentro con el náhuatl y el
maya. Fernández de Oviedo, llama areitos, del taíno, a las fiestas ceremoniales
de los aborígenes mesoamericanos.
La gran cocina de lenguas. Y esa mezcla
bullente es europea, americana y africana: ni el Caribe, ni tampoco América, se
explicarían sin esa presencia abigarrada y tumultuosa de los esclavos negros, y
luego de los zambos y mulatos, que no pocas veces se oculta o se disfraza.
América, tan lejana y cercana a la vez en
sus distintos territorios, fue formando su lengua por capas superpuestas. No
existe un estilo puro, porque no existen lenguas puras, dice Vargas Llosa al
hablar del Inca Garcilaso. Lo que existe, cuando hablamos del español, es una
lengua contaminada.
En 1519, al llegar Cortés a la isla
Cozumel, camino a las costas de Veracruz, recibe noticia, por medio del indio
Melchor, que ya sabía un poco de castellana, según Bernal Díaz del Castillo, de
dos españoles sobrevivientes de un naufragio ocurrido ocho años atrás, quienes
ahora viven entre los mayas de Yucatán, el fraile Gerónimo de Aguilar y el
soldado Gonzalo Guerrero.
Una vez rescatado, el fraile se fue con
Cortés para servirle de traductor, y el soldado rechazó el viaje y se quedó con
los mayas, amancebado ya y con tres hijos.
Melchor, el indígena, igual que Aguilar el
español, son traductores. La persona que traducía, yendo y viniendo de un
idioma a otro, recibía el nombre del instrumento del habla: lengua. Y también
se le llamaba lenguaraz, que ahora aplicamos al deslenguado.
Una de esas lenguaraces es Malinalli
Tenépal, doña Marina, la Malinche, tan difamada en la historia, la esclava
náhuatl regalada como tributo de guerra a Cortés. Debía su nombre, Tenépal,
precisamente a que era persona que tiene facilidad de palabra. Conocía los
diversos idiomas del sur de México, y era, por tanto, lengua de su pueblo. Y de
traductora de Cortés pasó a traidora en la historia oficial.
Las lenguas indígenas mezclan sus aguas
con el español y en medio de la turbulencia de la historia, sangre, violencia,
imposición, vasallaje, terminan enriqueciéndolo.
Y los esclavos africanos dejaron también
las palabras. Sus lenguas nunca tuvieron oportunidad de sobrevivencia; pero las
americanas continúan muchas de ellas vivas, a la par del español, como el
guaraní en Paraguay, o segregadas, como en Guatemala, donde los maya-quiché
representan 40 por ciento de la población, pero las estructuras sociales siguen
siendo tan feudales como en tiempos de la colonia.
Hablamos la lengua mestiza que encarna el
Inca Garcilaso: mestizo me lo llamo yo a boca llena dice en sus Comentarios
reales. Y ese nuevo español suyo no podría existir sin el quechua, capaz de
darle nuevas y distintas armonías.
Sor Juana, que es ella misma el barroco
americano, mestiza en la lengua y criolla de nacimiento, conoce tanto el latín
como el náhuatl, que insertaba en sus juguetes verbales, junto con giros zambos
y mulatos, y abre así la lengua hacia la hondura revuelta de la ralea popular
del virreinato.
Y la poesía de Darío, que descoyunta la
lengua, es también el resultado de ese espíritu levantisco e inconforme, una
lengua que en su permanente rebeldía nunca es ya la misma de la generación
anterior, en los libros y en la calle.
Hoy sabe recibir del inglés, como supo
asimilar los embates del árabe por siglos. Avanza por encima de los muros
fronterizos hacia Estados Unidos, y se viste de términos anglosajones, igual
que en el río de la Plata se vistió con el italiano y otras lenguas
inmigrantes. Un lunfardo del norte, y un lunfardo del sur.
Transgredir es traspasar límites.
Traspasar es trascender. No habría Miguel Ángel Asturias sin la imaginería
maya, ni César Vallejo ni José María Arguedas sin los hondos subterráneos del
quechua, ni Augusto Roa Bastos sin las dulces sonoridades del guaraní, ni Luis
Pales Matos ni Nicolás Guillén sin el ritmo ardiente de los tambores africanos,
ni García Márquez sin las voces revueltas del Caribe desbocado de los
vallenatos y las cumbiambas.
Una lengua que va de un lado a otro, sin
descanso, que toma lo que puede de donde puede, que vive del atrevimiento
porque desprecia los límites. Una lengua viral que rompe fronteras de manera
agresiva y nos identifica en su asombrosa multiplicidad.
Una lengua de la que nos llenamos la boca,
como el Inca Garcilaso.