Minerva Vitti
www.revistasic.gumilla.org / 220419
Desde hace
tiempo, algunos warao cambiaron el agua de sus caños por el asfalto de la
ciudad. La flecha que les abrió el suelo del cielo y les mostró la abundancia
de alimento, como cuenta uno de sus mitos fundantes, aun yace en sus memorias.
Los warao extrañan su wajibaka (curiara, bote, canoa) de cachicamo rojo y sus
jai (canalete o remo), para surcar las aguas del Orinoco.
Wajibaka, que
es movimiento, pero también tálamo mortuorio. El laberinto de los caños del
delta se abre en una nueva geografía, “aquí nos sentimos yendo a canalete”,
dice Encisa, mujer warao. “A canalete”, día tras día, porque deben superar
muchos obstáculos. Ahora su janoko (casa) es el “Abrigo Janokoida”, un albergue
que brinda refugio a 523 warao en Pacaraima, Brasil.
Es 2 de
diciembre de 2018 y una parte de los warao que se fueron de Venezuela están
reunidos en el Centro de Atendimento Infantil “Jesús Peregrino”, una iniciativa
de la parroquia Sagrado Corazón y las hermanas misioneras escalabrinianas[1],
donde los warao aprenden portugués y enseñan su idioma a la niñez y juventud de
su pueblo.
Es un salón
amplio con un pizarrón que tiene una clase escrita en portugués, un dibujo de
un pulpo rosado pegado a la pared con los números en warao y un bebedero de
agua. Hay mujeres, hombres, jóvenes y ancianos sentadas en las mesas que forman
un rectángulo: Darwin Jesús, Otilio, Darwin José, Amarilis, Ennis, Jesús,
Israel, Encisa, Raúl, Alexander y Nelly.
La mayoría son
docentes, que viven en el Abrigo Janokoida, y que durante el día asisten al
Centro de Atendimiento. Hoy cada uno se levanta y comparte las razones de su
decisión de salir del país: “porque ya se me había muerto una hija, y no podía
perder otra”, “porque se me murieron dos niños con sarampión y quería vacunar a
los otros”, “porque sembré conuco y mientras se da la cosecha debo resolver”,
“porque mi hermana tiene tuberculosis, el tratamiento es fuerte, y necesita
comer”, “porque necesitamos el tratamiento antirretroviral para el VIH”, “para
poder ayudar a mi familia”.
Una de las
personas que los acompaña en Pacaraima es el padre Jesús Boadilla. Este
religioso de ojos azules, cabellos blancos y piel rosada, comenzó a ayudarlos
con el Café Fraterno, sirviendo 80 desayunos, que luego se convirtieron en 1,600,
a los venezolanos que llegan a Pacaraima; continuó con el Centro de Atendimento
Infantil “Jesús Peregrino”; y ahora está armando un proyecto de
preparación en oficios para los warao. “Integrar no es desplazar a las grandes
ciudades. Integrar es preparar para que los warao se desenvuelvan dignamente en
este nuevo contexto”, dice decidido Boadilla.
Ahora en tierra
extranjera, algunos warao saben que, si pierden su idioma, pierden la sabiduría
de su pueblo, su identidad. Por eso este grupo de docentes warao, que migraron
a Brasil, dicen en voz alta: “yakera wito” (saludo warao). Son los que resisten
en su cultura y entienden que tienen una casa que no supo abandonarlos cuando
se fueron de ella.
***
Lo primero es la memoria.
Encisa Borja,
piel canela, robusta, serena, dibuja el río Arawavisi, la curiara y el
canalete. “Yo iba a recoger el moriche, cuando llegaba el tiempo. El moriche es
el árbol más importante para el warao. Con la fibra de las palmas se hace la
artesanía; con el tronco la fermentación de la yuruma; dentro del palo, pasando
15 días, se recoge el jugo; pasando un mes, se recoge el gusano. Por eso
decimos que la mata es como la mamá del warao. Ahora no hay motores fuera de
borda, porque no hay gasolina. Vamos a canalete. A mí me encanta la fruta. Los
viernes llega aquí al mercado [en Pacaraima] la fruta de moriche. Como somos
como 500, a veces se termina y no lo puedo comprar. Cuando cuento lo del
moriche siento que estoy en mi comunidad”.
Lo primero es la memoria.
Ennis Moraleda,
quien lleva un apellido que indígenas y no indígenas respetan por todo el
aporte de esta familia ha hecho a su pueblo, dice: “Aquí está mi
dibujo para todos ustedes. La mata de moriche (ojidu arau), el fruto que es el
moriche (oji), janoko que es casa, ja chinchorro, candela (jekunu), la leña
(ubaje), dauta (mangle) que existe mucho en nuestra zona, la curiara
(wajibaka), jai (canalete), el río (naba), sol (jokoji). En nuestra comunidad
Arawavisi vivimos así. Nuestros abuelos duermen con la candela para no tener
frío, también las madres que están recién paridas, para que no se enferme el
bebé, ni ellas. Todas las mañanas cuando está saliendo el sol, nos gusta
sentarnos un rato conversar sobre qué es lo que vamos hacer en el día. La
curiara es nuestro medio de transporte, antes no teníamos motor fuera de borda,
usábamos la curiara para poder navegar el río Orinoco”.
Lo primero es la memoria.
Darwin Jesús,
joven, cabello negro y voz tranquila: “Aquí tengo dos dibujos: el primero es
Jakariyé, la escuela donde trabajé por nueve años. El segundo es la comunidad
de Janokosebe donde habité por 14 años. La escuela me recuerda cuando vengo acá
[Centro de Atención Infantil] a dar mi aporte. Aquí estoy yo caminando con mis
hijos. Mi costumbre es levantarme temprano, bañarme y bañar a mis hijos. Me
dijeron que la comunidad está abandonada, que la mayoría estamos acá, muchas
casas han sido hurtadas, me da tristeza al ver que los warao siguen siendo
objeto como de juguete, usados en tiempo de elecciones, y cuando pasa esto, más
nunca los van a visitar. Yo estoy aquí [Brasil] y a veces pienso que estoy allá
[Venezuela]. Es un vivir diario… Tengo ganas de volver. Pero analizo: ¿qué va
ser de mis hijos? Y si volvemos todos allá, la cosa no ha mejorado. ¿Qué voy
hacer yo allá? No por mí, sino por ellos. Niña pequeña, dos semanas enferma, yo
tuve que dejar mi cargo. Una amiga tuvo que pagarme los exámenes y comprarme la
jeringa porque en el materno no había. Nosotros perdimos a una niña pequeña por
falta de tratamiento por problemas del corazón. Yo no podía permitir que otra
hija se me muriera”.
Lo primero es la memoria.
“Cuando yo
camino por aquí por este pueblo veo la palma de moriche y la palma de manaca y
me acuerdo de mi comunidad. Cerca de Pacaraima hay un pequeño riachuelo con
piedras y agua clara y fría, donde a veces los warao se bañan para recordar”,
dice Israel, un hombre de edad madura, y se le llenan los ojos del agua de sus
caños: “Aquí yo escribí: extraño a mi familia”.
Lo primero es la memoria. Traducirla. Desmenuzarla.
Compartirla. Hacerla de todos, sobre todo si esa memoria
contiene dolor. Que el dolor sea una experiencia que se viva colectivamente.
Que el lamento interpele la existencia en su totalidad. Porque no hay
posibilidad de un “yo” sin un “nosotros”, y a través del sufrimiento se
descubren los lazos constituyentes con los otros.
Jean Paul
Ricoeur, filósofo y antropólogo francés, habla de la “espiritualización del
lamento”, es decir, el camino de sabiduría para lidiar con las complejidades
emocionales que emergen luego de la pérdida de un ser querido. Esta
“espiritualidad” integra el pensar, el sentir y el hacer. El pensar es un
proceso especulativo que busca comprender el porqué de la situación, las causas
que lo generaron y el sentido de los hechos. El sentir permite elaborar el
sufrimiento por la muerte. Finalmente, el hacer se vincula con las acciones que
puede llevar adelante la persona (o las personas) en contra de la violencia, la
pérdida y el dolor.
Por eso, este
espacio de puesta en común es una forma de tramitar el dolor, desde el
encuentro cotidiano y colectivo, muy en sintonía con la comunitariedad que
constituye la espiritualidad indígena.
***
Mucho antes de
la emergencia humanitaria compleja que atraviesa Venezuela, los warao, el
segundo pueblo indígena más numeroso de este país, también abandonaba el delta
del Orinoco, principalmente por la presión existente en su territorio:
proyectos extractivistas, pérdidas de sus tierras, salinización y contaminación
del río Orinoco, que afecta sus cultivos y enferma; epidemias e inseguridad.
Con el tiempo
comenzaron a trasladarse a las ciudades en Venezuela para pedir dinero. La
medida de los gobiernos siempre fue darles una bolsa de comida y regresarlos en
un autobús. Esto incentivó aún más los desplazamientos.
Desde 2014
viajaron más lejos. Primero llegaban a Santa Elena de Uairén, en el estado
Bolívar. Pedían en las calles, comían de la basura, dormían en el terminal de
autobuses. Hubo varios choques culturales con los pemón, pueblo indígena que
vive en el estado Bolívar, porque éstos no entendían cómo un indígena
podía vivir de la mendicidad.
Entonces los
warao continuaron su viaje hasta Pacaraima, se ubicaron en el terminal y bajo
los techos de algunos negocios. En Brasil, todo era más difícil. No tenían
alimento, acceso a agua potable, ni un lugar donde dormir.
En tres años
(2014, 2015 y 2016) se registraron 532 deportaciones[2].
Hasta que el 20 de diciembre de 2016 apareció una declaración pública de la
Procuraduría Federal de Derechos junto a organizaciones de derechos humanos,
criticando el intento de deportación por parte de la Policía Federal de
Roraima, Brasil, de 450 indígenas warao entre quienes se encontraban 180 niños
y niñas, adolescentes y mujeres. El juez 4° de la Corte Federal concedió un
hábeas corpus interpuesto por el Defensor del Pueblo de la Unión y suspendió la
expulsión de los indígenas, antes de ser entregados a las autoridades de
migración en Santa Elena de Uairén[3].
Luis Ventura,
integrante del Consejo Indigenista Misionero, dice que hay entre 3,500 y 4,000
indígenas warao en Brasil. Si tomamos en cuenta que, de acuerdo al censo 2011,
en Venezuela hay 48,771 warao, estaríamos hablando que 8% de los warao ha
migrado hacia Brasil.
Los indígenas
se encuentran principalmente en Pacaraima, Boa Vista, Manaos, Santarém y Belém.
Los primeros tres conectados por carretera y los últimos (desde Manaos)
conectados por el río Amazonas. Muchos de ellos viven en albergues indígenas
como Pintolandia (567 warao), en Boavista, y Janokoida (523 warao), en
Pacaraima. En casas alquiladas que funcionan como albergues (Manaos y Belem).
En situación de calle. En estos lugares también hay presencia de indígenas
eñepa y más recientemente de kariña, otros pueblos indígenas de Venezuela.
Al principio
los albergues indígenas eran gestionados por el gobierno y La Fraternidade -Federación
Humanitaria Internacional. Posteriormente el gobierno decide confiar estos
espacios al Ministerio de Defensa, y ahora son administrados por el ejército y
la organización antes mencionada.
Entre enero y
abril de 2019 se creó Ka-Ubanoko, que significa lugar donde nos quedamos. Este
es un espacio público que estaba abandonado y que tomaron los indígenas warao
que se encontraban en situación de calle en Boavista. Hoy comienza a
gestarse como una experiencia de autogestión y uno de los objetivos es
gestionar los espacios y la convivencia desde una perspectiva propia
(organización por familias), lo cual no quiere decir que el gobierno y las
organizaciones no gubernamentales no puedan apoyar. En Ka-Ubanoko viven
aproximadamente 300 personas entre indígenas warao, eñepa, kariña y no
indígenas.
“El ejército y
el gobierno no los considera como abrigo [a Ka-Ubanoko], por tanto, no entran
en la operación de acogida a migrantes, pero sí reconocen que existen y se
quieren organizar. En las últimas semanas el ejército ha entrado para hacer
tareas logísticas (desmalezamiento, instalación de baños y bebederos). Los
warao han colocado su plan de trabajo. Organizaciones sociales y de la Iglesia
han mediado con Acnur para que pueden tener los beneficios de la operación de
acogida, y Acnur ha mediado con el ejército. Todavía no llega alimentación”,
acota Luis Ventura.
***
Si
lo primero es la memoria, lo segundo es el presente: recoger las ruinas en otra
geografía e intentar hacer con ellas un nuevo janoko.
Desde 2017
muchos de estos maestros y maestras viven en el Abrigo Janokoida, ubicado en
Pacaraima. Dentro del albergue los warao están organizados por aidamos (jefes
de familia), así coordinan la limpieza del lugar. Les dan bolsas de comida por
grupo familiar y en dos congeladores grandes meten el pollo y el pescado,
identificados con sus nombres. Tienen baños donde cambiarse y hay una
organización que les lleva productos de aseo. Hay doctores que los atienden
todo el día. Los warao cuentan que los ha visitado distintas
organizaciones de derechos humanos.
Pero ahora, en
este lugar, tienen nuevos problemas, la mayoría asociados al hacinamiento
y la convivencia. Dentro del albergue hay parejas warao y jotarao (no
warao), entonces ocurren choques culturales. Los ancianos warao se levantan muy
temprano a contar historias ancestrales, una costumbre de muchos pueblos
indígenas como forma de transmisión de su cultura, pero algunos warao,
especialmente lo que han vivido en la ciudad y no hablan el idioma, dicen que
los ancianos “les interrumpen el sueño”. Cuando cocinan en el albergue el humo
los afecta. A veces les falta agua y se enferman con diarreas. Hay drogas y enfermedades
de transmisión sexual entre los jóvenes.
Cuando hay
conflictos, el ejército interviene. Cuando un niño llora el ejército
interviene. Cuando los niños pelean, los adultos pelean. Por las noches son
alumbrados con las linternas de los que vigilan el albergue.
Como este
modelo de albergue es muy tutelado, las dinámicas socio-culturales están
interferidas. Un factor importante es que cuando los indígenas migran deben
reconfigurar sus formas de organización tradicional en un nuevo territorio. En
el caso de los warao, mucho de los jefes o líderes tradicionales se han quedado
en Venezuela. Ahora en el nuevo territorio es líder quien maneja mejor el
portugués, porque es el que se relaciona con las autoridades brasileras, y esto
no necesariamente representa ese rol dentro sus comunidades tradicionales.
Otro de los
problemas que enfrentan en el nuevo territorio es la xenofobia hacia los
venezolanos. Aunado a que los migrantes indígenas tienen mayor probabilidad de
ser discriminados, porque se hacen más latentes las tensiones entre la cultura
indígena y la cultura occidental.
Para cocinar la
comida que les entregan en el albergue, los indígenas deben buscar leña en un
lugar que queda a dos horas de camino. Los brasileros los amenazan con
machetes, porque se están llevando “su leña”. Cuando llueve es peligroso porque
salen serpientes y ya ha habido dos personas con mordeduras: una muchacha en el
dedo del pie y un muchacho en la pantorrilla. “Los tuvieron que trasladar a Boa
Vista. Esas serpientes son de las que matan en un día”, cuenta Encisa.
Urbano Mueller,
jesuita brasilero que vive entre los wapishana, pueblo indígena de Brasil,
cuenta que en Boavista ya existía xenofobia hacia los indígenas locales y
que ahora esto se extiende a los warao. “[En agosto de 2018] Un hombre con un
altoparlante gritaba cosas en contra de los migrantes venezolanos. Los
albergues donde están los warao están militarizados, necesitas un permiso para
poder entrar y visitarlos”.
Precisamente,
aquel agosto, los warao fueron testigos de cómo los brasileros expulsaron a los
venezolanos en Pacaraima y tienen miedo.
Todo esto
ocurre en medio de un contexto caracterizado por la política anti-indigenista
del presidente brasilero Jair Bolsonaro[4].
***
Lo tercero…
“El Arco Minero
está destruyendo selva y vegetación, río Orinoco va bajando el nivel de agua,
en poco tiempo ya no va a poder viajar para allá. En Tucupita, siendo tierra
del agua, como no hay tratamiento de agua, no se puede beber agua del río. Hay
gente que hace pozo profundo, hace cinco años eran 15 metros, ahora son 40
metros de profundidad. Nosotros seres humanos, somos culpables porque estamos
destruyendo el corazón de la Amazonia. A ellos no les importan porque son
ricos. Ambición de dinero y oro. Ya no se puede viajar a canalete. Los pequeños
ríos se están secando. La cantidad de agua salada está avanzando hacia los
pueblos indígenas y ya no se puede vivir, entonces todos se tienen que ir para
arriba. Esta carta del Papa [Laudato Si] ojalá les dé más fuerzas a ustedes…”,
dice Raúl Zapata.
Él vivía en
Winikina, en el delta del Orinoco, pero hoy lleva consigo la canción del
destierro, los recuerdos, y la sabiduría acumulada en sus cabellos blancos.
Quizás para las maestras y maestros sea una fortuna tener un anciano, portador
de la cultura warao, en medio de ellos.
Cuando termina
de hablar, todos aplauden. Entonces recuerdo a Hubert Matiúwàa, un poeta del
idioma mè’phàà, que se habla en el estado de Guerrero, México. Él ha aprendido
a nombrar el dolor y las violencias a las que es sometido su territorio a
través de la poesía. En una entrevista, Huber se pregunta: “¿Cómo plantear una
nueva identidad, cuando ya no tienes lugar para planteártela? La memoria no es
nada más una cosa etérea, la memoria también es algo físico. Si regresas a un
lugar y ya no encuentras nada, ¿dónde vuelves a replantearte esa memoria? ¿En
qué espacio vuelves a recuperarla, si ya no existe? Tenemos que estar obligados
a replantearnos nuevas formas de hacer memoria, ir pensando cómo vamos
configurando nuestra identidad”.
Los warao que
decidieron salir de su territorio, que es el principal enlace con la madre
tierra, la memoria colectiva y la reproducción cultural de su pueblo, lo
hicieron porque ya no encontraban allí la vida digna y la violencia estructural
amenazaba con arrasarlos. Impulsados por el espíritu de la vida y la búsqueda
de la tierra sin mal, que forma parte de la espiritualidad indígena, se
montaron en su wajibaka (curiara) para ver si la vida es posible en otra parte.
Entonces la
pregunta de Huber cobra fuerza porque para los que salen, los migrantes
indígenas, el reto es igual o más difícil que el que tienen los que se quedan
en su territorio. Es preciso arraigarse a lo que son para poder vivir en un
mundo cultural distinto sin que este lo absorba, porque lejos de casa se hace
más patente la pregunta: ¿quién soy?
Lo
primero es la memoria, lo segundo es el presente, lo tercero… Es reexistir.
¿Cómo reexisten los migrantes indígenas?
Quizás como
este grupo de maestras y maestros warao que aprenden un nuevo idioma, pero
continúan hablando el suyo. Que recuerdan con raíz profunda su territorio. Que
enseñan a la niñez y la juventud su cultura a través de las historias de
origen. Que encuentran la mano tendida de muchos aliados y aliadas. Quizás como
en Ka-Ubanoko, que es una forma de resistencia, un ejercicio de decir “cómo
queremos organizarnos en el nuevo territorio”. Si, los warao son valientes, a
veces sienten que naufragan, pero agarran su canalete con fuerza en la búsqueda
de la tierra sin mal. Para ellos el mundo está abierto.
***
Suena el
jebumataro (maraca sagrada) para curar el espíritu.
Amanecer en el Delta del
Orinoco, territorio ancestral del pueblo indígena warao. Foto: Minerva Vitti
Notas
[1] La Congregación de las
Hermanas Misioneras de San Carlos Borromeo, Scalabrinianas, fue fundada por el
Beato Juan Bautista Scalabrini en Piacenza el 25 de octubre de 1895, y tiene
como co-fundadores los hermanos P. José Marchetti y Madre Asunta Marchetti. Su
misión es el servicio evangélico y misionero a los migrantes, especialmente a
los más pobres y necesitados.
[4] Consejo Indigenista Misionero cuestiona medidas inconstitucionales de
Bolsonaro contra derechos indígenas. 15 de abril de 2019. Recuperado en: http://signisalc.org/noticias/amazonia/pueblos-indigenas/06-01-2019/consejo-indigenista-misionero-cuestiona-medidas-inconstitucionales-de-bolsonaro-contra-derechos-indigenas