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El lunes 9 de julio una comitiva de
obispos y sacerdotes católicos visitó Diriamba –cuna del Güegüense, a 42
kilómetros de Managua– para consolar a los familiares de las víctimas y
contener la posible continuación de la masacre que el día anterior había cobrado
entre 14 y 20 muertos y varias decenas de heridos en esa ciudad y la vecina
Jinotepe. A la basílica de San Sebastián llegaron el arzobispo de Managua
Leopoldo Brenes, su obispo auxiliar Silvio Báez, el recién estrenado Nuncio
apostólico Waldemar Stanislaw Sommertag y el ya legendario sacerdote de Masaya,
Edwin Román, acompañados de otros sacerdotes.
No los esperaba una multitud amiga, sino
unas turbas enfurecidas que arremetieron contra ellos apenas bajaron del
microbús. Un grupo de robustas señoras, tan enfebrecidas que parecían actuar
bajo los efectos de un trance, les gritaban mentirosos y asesinos. Identificado
como el más definido opositor al gobierno, Monseñor Báez se llevó la peor
parte. Fue rudamente golpeado. También se ensañaron con Román. El Nuncio
recibió su bautismo de fuego: días antes entregó sus credenciales al
Presidente, ahí le entregó el pellejo a sus turbas. No se libraron los de menos
poder: las doñas mondongudas les arrojaban libros despernancados y añicos de
papeles a los sacerdotes, y encapuchados con armas tomaron por el cuello y
arrastraron a catequistas y monaguillos.
¿Qué significa este repentino brote de
anticlericalismo entre las bases de un Estado-Partido que ha explotado la
iconografía y retórica católica y que ha cultivado la cercanía con los jerarcas
de la iglesia? Esta acción puede ser un parteaguas en la relación con el
catolicismo de un gobierno que había hecho de la manipulación religiosa uno de
sus puntales ideológicos.
Toda revolución que se precie de tal ha
combatido el poder eclesiástico. Con furor desenfrenado lo hizo la revolución
francesa. Así lo reseñó Alexis de Tocqueville: “Uno de los primeros actos de la
revolución francesa consistió en combatir a la Iglesia, y entre las pasiones
que han nacido de esta revolución, la primera en aparecer y la última en
extinguirse fue la pasión antirreligiosa. La rebelión contra la autoridad
religiosa proseguía aún después de haberse desvanecido ya el entusiasmo por la
libertad.” Esa pasión también estuvo presente en las revoluciones soviética y
china, y produjo monumentales estragos durante la guerra de los cristeros en la
revolución mexicana. La revolución cubana tomó distancia de la religión cuando
se convirtió en satélite de la soviética y adoptó la vulgata del marxismo-leninismo
como ideología.
La revolución nicaragüense se desmarcó de
esa constante. La América Latina de los años 70, con la teología de la
liberación nutriendo las ideas del cambio, era un terreno muy distinto del
México de Porfirio Díaz y no digamos de la Francia del siglo XVIII. Numerosos
militantes del FSLN, incluyendo su fundador Carlos Fonseca Amador, encontraron
en la formación religiosa las primeras incitaciones a luchar por un cambio
social. Su relación con el catolicismo institucional fue siempre muy estrecha. Al
tomar al poder del Estado, el FSLN incorporó a tres sacerdotes en puestos
prominentes dentro de su gabinete: los ministros de Dios fueron ministros de
cultura, educación y del exterior.
Tras una breve y tibia luna de miel con
los comandantes, varios obispos de la jerarquía católica se enfrentaron al
régimen. En esas lides destacaron Miguel Obando y Bravo, Bosco Vivas, Abelardo
Mata y Pablo Antonio Vega. La expulsión de Vega en julio de 1986 marcó un punto
de inflexión en la tirante relación del FSLN con la jerarquía católica. Otro
momento candente fue la prohibición de decir misa impuesta en 1981 por Juan
Pablo II a los tres sacerdotes-ministros. Candente en otro sentido fue la
exhibición de monseñor Bismarck Carballo en agosto de 1982, corriendo desnudo
por las calles de Las Colinas. Había sido seducido por una falsa feligresa y
luego agredido por un supuesto marido furibundo que a punta de pistola lo sacó
a la calle. Creyendo recalar en un lecho de lujuria, cayó en una trampa tendida
por la Seguridad del Estado e ideada por Lenin Cerna.
Más enconoso aún había sido el episodio de
las multitudes de las madres de caídos en la guerra ahogando la prédica de Juan
Pablo II en marzo de 1983. La concesión del capelo cardenalicio a Miguel Obando
y Bravo, el arzobispo más infradotado de toda una región que tenía arzobispos
tan destacados como Próspero Penados en Guatemala, Arturo Rivera y Damas en El
Salvador y Marcos G. MacGrath en Panamá, fue la desafortunada reacción del
pontífice polaco. Cerró con broche de oro con la suspensión a divinis de
Ernesto Cardenal y Miguel D’Escoto, y la expulsión de Fernando Cardenal de la
Compañía de Jesús. Cardenalato y suspensiones: todo vino junto en el paquete de
1985.
Fuera de las frecuentes burlas en los
medios de comunicación del Estado y pro-sandinistas, hubo relativamente pocos
episodios de enfrentamientos agresivos y nunca llegaron a niveles alarmantes.
La irreverencia no fue la tónica predominante. Con el tiempo, las asperezas
aparentemente fueron limadas e incluso sustituidas por inusitadas alianzas. Por
arte de birlibirloque y misteriosa conversión perversa, el cardenal Miguel
Obando y Bravo se pasó a las filas de Ortega en su época más pútrida –de ambos-
y fue ungido el 2 de abril de 2016 como “Prócer de la paz y la reconciliación”
por la Asamblea Nacional con 65 votos a favor y uno solo en contra.
Sus ovejas siguieron al pastor: Roberto
Rivas y Cía. alcanzaron la cima de su poder y prosperidad. Bismark Carballo y
Lenin Cerna se dieron un afectuoso abrazo con inmensas sonrisas que desbordaron
el marco de la foto y cualquier marco lógico que quisiera interpretar ese
gesto. Apenas un mes antes de que iniciara la rebelión de abril, Esther
Margarita Carballo, hermana del presbítero nudista, presentó sus credenciales
ante Francisco I como representante de Nicaragua ante el Vaticano, un
nombramiento que Monseñor Leopoldo Brenes en su momento calificó como positivo.
Por más de una década el FSLN tuvo dos
cardenales a su disposición. Uno en cada bolsillo. Los dos igualmente
incondicionales e incapaces de proferir una palabra condenando la ley del canal
y las sangrientas represiones a quienes se manifestaron para oponérsele, las
inminentes expropiaciones, el latrocinio de Albanisa, los destrozos de la
minería, la masacre en la finca El Encanto (La Cruz de Río Grande) en mayo de
2008, las detenciones ilegales y torturas a los supuestos implicados en la
masacre del 19 de julio de 2015, la masacre de las Jagüitas también en 2015,
las torturas en el Chipote que datan de años atrás y las ejecuciones de
personas bajo custodia policial, entre otros abusos y violaciones a los
derechos humanos que antecedieron –y alimentaron el malestar de– las protestas
de abril. Súbitamente el FSLN perdió a sus dos cardenales. En medio de la
crisis uno se le murió y otro se le volteó.
Los lazos con un sector de la jerarquía
católica sólo formaban parte de un amplio espectro estratégico-ideológico que
expresaba el carácter teocrático del Estado-partido sandinista cuyo lema
“Nicaragua cristiana, socialista y solidaria” tuvo la función de gancho
confesional para conquistar, cobijar y embobar a diversos sectores. Fue una
atarraya lanzada con obsesiva compulsión para capturar incautos y fanáticos. La
machacona mención de Dios en discursos y declaraciones oficiales, las alusiones
como letanías a su infinito amor y eterna misericordia, el financiamiento a las
festividades religiosas católicas más importantes y las celebraciones de los 19
de julio mimetizando los pasos de un ritual religioso, donde el cardenal Obando
y Bravo era un convidado de piedra, pero no por eso menos imprescindible, han
sido algunas de las expresiones más notorias del cruce de
Estado-partido-catolicismo.
Súbitamente despechado, el régimen decide
romper: sustituir la parafernalia teocrática por incitaciones al
anticlericalismo. En su discurso del sábado siete de julio, Ortega azuzó a sus
huestes contra aquellos que “nos maldicen en nombre de instituciones
religiosas”. La respuesta, perfectamente orquestada y nada espontánea, vino dos
días después. La golpiza a los obispos es, como todo acto humano, un fenómeno
muy polisémico. Entre otros cometidos, transmite la alarmante mala nueva de que
cualquier nicaragüense –con independencia de su rango secular o sacro– está
expuesto a los ataques de los paramilitares y las turbas, y al mismo tiempo
busca escenificar una supuesta pérdida de legitimidad de la jerarquía, como si
Ortega dijera: “Dicen que a mí me repudian, a ustedes los odian más: miren lo
que el pueblo le hace a sus iglesias y a sus pastores.” Rosario Murillo cuando
en su alocución diaria se refirió al hecho de manera no explícita, mencionó el
derecho que “todos tenemos que pronunciarnos y dar testimonio cristiano de
nuestro sufrimiento”.
Pero ese acto de agresión también tiene
efectos no buscados o anticipados por sus planificadores. Ortega y Murillo
democratizaron y secularizaron la represión. Ese giro significa una ruptura con
una estrategia ideológica cultivada con minuciosidad, mimos y dólares. Sabemos
que esa estrategia era netamente instrumental, como lo ha sido para otros
líderes políticos a lo largo de la historia. Cuando estaba acantonado en
Marruecos, Franco era para sus subordinados el hombre sin las tres “m”: sin
mujer, sin miedo, sin misa. Tras la victoria, bien instalado en El Pardo, se
vio en la necesidad de buscar ideologías que le dieran un poco de vistosidad y
pegamento al régimen. Echó mano del fascismo y de la religión católica. La
muerte del líder de la falange José Antonio Primo de Rivera –su rival dentro
del frente antirrepublicano– le allanó el camino hacia la primera meta. Su
esposa doña Carmen Polo –católica por los cuatro costados– le facilitó el
camino hacia la segunda. Tan pronto como las potencias del Eje perdieron la
Segunda Guerra Mundial y el de España iba a quedar aislado como el único
régimen fascista en Europa, Franco se deshizo de los elementos filo-nazis de su
gabinete. Las ideologías han sido para los tiranos unos artefactos muy
descartables. Valen tanto cuanto sirven en una coyuntura determinada.
El ataque a los obispos, tanto como los
otros ataques, construyen al enemigo. Sin intento de reforma a la seguridad
social y la subsiguiente represión, no tendríamos Movimiento 19 de abril. Sin
muertos, no habría Movimiento de las Madres de Abril. Sin ataques sostenidos,
no habría tranques. Los actos del orteguismo edifican al enemigo, lo incitan a
organizarse y les infunden coraje.
Es posible que después de los ataques a
los obispos, se solidifique la bina catolicismo-antisandinismo y la ruptura de
facto del orteguismo con una de sus bases ideológicas. Esta tendencia es
perceptible en los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales
donde ahora se habla masivamente de sacrilegio, blasfemia, profanación e
incluso de excomunión. Seguramente Ortega y Murillo no abandonarán el lenguaje
religioso, pero su retórica se mostrará ahora huérfana de asideros institucionales.
¿Qué hará ahora el FSLN aparentar que mantiene vínculos con el catolicismo
institucional? ¿Invitar a Bismarck Carballo a El Repliegue y el podio del 19 de
julio? Allá ellos. Pero que esta vez lo exhiban vestido, por favor.