José M. Castillo S.
www,religiondigital.com / 06.07.18
El último de los diez mandamientos, que
Dios le impuso a su pueblo en el monte Sinaí, prohíbe el deseo de apropiarse lo
ajeno: "No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni sus propiedades, ni su
casa, ni su asno...". El que desea lo que es de otro, si no controla ese
deseo, vive en el constante peligro de hacer suyo lo que no le pertenece. El
respeto a los demás empieza en el control de las apetencias que nos empujan a
quedarnos con lo que es propiedad de otro o de otros.
Esto es lo que explica por qué hay gente
honrada. Y por qué hay tantos sinvergüenzas. El que pone sus deseos en sí mismo
(vivir bien, pasarlo lo mejor posible, disfrutar de todo, etc.), ése será
inevitablemente un peligro, quizá muy grave, para quien esté cerca de él. Por
el contrario, el que orienta y centra sus deseos en el bien y la felicidad de
los demás, en defender los derechos de quienes están a su alcance, ése es y
será siempre una buena persona, un manantial inagotable de paz, de alegría y de
esperanza.
Todo esto es tan obvio, tan evidente y
hasta tan elemental, que no necesita -en principio- más explicaciones. Sin
embargo, con lo dicho no hemos tocado nada más que la superficie del problema.
Porque hablar del "deseo" es hablar de la raíz de todas las
conductas, desde las más ejemplares hasta las más indeseables. Por eso, al
tratarse de una realidad tan enorme y tan diversa, me voy a fijar aquí en una
cuestión, en la que casi nunca pensamos, y que sin embargo es fundamental.
Me refiero a los deseos que normalmente se
satisfacen. Y a los que, por el contrario, difícilmente se logran saciar. En
seguida se entenderá por qué hablo de este asunto. Y la importancia que
entraña.
Los deseos, que brotan de necesidades
biológicas, en condiciones normales, pueden encontrar plena satisfacción. Valgan
como ejemplo la alimentación o el sexo. Encontrar en la vida personas que, en
estos dos ámbitos tan elementales de la vida, se sienten y viven satisfechos,
son ámbitos de la vida en los que no es extraño encontrar personas que tienen
sus deseos básicamente saciados.
Otra cosa es si hablamos de los deseos que
brotan de problemas que nos crea, no ya la naturaleza, sino la sociedad. Estoy
pensando, por poner dos ejemplos, en la riqueza o en el honor. Nadie duda que,
con la llamada "civilización" (tres mil quinientos años a. C.), nació
el poder vertical, la desigualdad económica, las honores que distinguen a unos
seres humanos de otros, las jerarquías (religiosas y civiles), que distinguen a
unos con detrimento de otros. Y así sucesivamente.
Ahora bien, así las cosas, nos llama la
atención un hecho que estamos viendo todos los días. Las religiones se suelen
organizar y gestionar de manera que tienen comportamientos represivos en deseos
que brotan de la naturaleza. Por ejemplo, el sexo. Al tiempo que sintonizan y
asumen comportamientos permisivos en el turbio mundo del deseo que fomenta el
poder, las jerarquías y los honores. Lo que asocia a las religiones y sus
dirigentes con los sectores mejor situados en cuanto se refiere a la riqueza y
la gestión de privilegios, dignidades y distinciones.
¿No estará todo esto en la base del
rechazo que hoy siente tanta gente ante las religiones y sus jerarquías? En
cualquier caso, me parece que todo esto explica el conflicto mortal que, según
los evangelios, llevó a Jesús a la muerte humillante que cerró su vida en este
mundo. Como también se me antoja que estas motivaciones inexplicables son las
que ahora llevan a tantos "hombres de Iglesia" a rechazar y hasta
odiar al Papa Francisco. Sea lo que sea, con quien no estoy de acuerdo es con
el obispo de Alcalá, Mons. Reig.