Alocución
del Papa Francisco
Roma,
280618
«Estaban
subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de ellos» (Mc 10:32).[1]
El comienzo de este paradigmático pasaje en Marcos siempre nos ayuda a ver cómo el Señor cuida de su pueblo con una pedagogía sin igual. De camino a Jerusalén, Jesús no deja de “primerear” a los suyos.
Jerusalén
es la hora de las grandes determinaciones y decisiones. Todos sabemos que los
momentos importantes y cruciales en la vida dejan hablar al corazón y muestran
las intenciones y las tensiones que nos habitan. Tales encrucijadas de la
existencia nos interpelan y logran sacar a la luz búsquedas y deseos no siempre
transparentes del corazón humano. Así lo revela, con toda simplicidad y
realismo, el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar. Frente al tercer y
más cruel anuncio de la pasión, el evangelista no teme desvelar ciertos
secretos del corazón de los discípulos: búsqueda de los primeros puestos,
celos, envidias, intrigas, arreglos y acomodos; una lógica que no solo carcome
y corroe desde dentro las relaciones entre ellos, sino que además los encierra
y enreda en discusiones inútiles y poco relevantes.
Pero
Jesús no se detiene en ello, sino que se adelanta, los “primerea” y
enfáticamente les dice: «No será así entre ustedes: el que quiera ser grande
entre ustedes, que sea su servidor» (Mc 10:43). Con esa actitud, el Señor busca
recentrar la mirada y el corazón de sus discípulos, no permitiendo que las
discusiones estériles y autorreferenciales ganen espacio en el seno de la
comunidad. ¿De qué sirve ganar el mundo entero si se está corroído por dentro? ¿De
qué sirve ganar el mundo entero si se vive atrapado en intrigas asfixiantes que
secan y vuelven estéril el corazón y la misión? En esta situación -como alguien
hacía notar- se podrían vislumbrar ya las intrigas palaciegas, también en las
curias eclesiásticas.
«No
será así entre ustedes», respuesta del Señor que, en primer lugar, es una
invitación y una apuesta a recuperar lo mejor que hay en los discípulos y así
no dejarse derrotar y encerrar por lógicas mundanas que desvían la mirada de lo
importante. «No será así entre ustedes» es la voz del Señor que salva a la
comunidad de mirarse demasiado a sí misma en lugar de poner la mirada, los
recursos, las expectativas y el corazón en lo importante: la misión.
Y así Jesús nos enseña que la conversión, la transformación del corazón y la reforma de la Iglesia siempre es y será en clave misionera, pues supone dejar de ver y velar por los propios intereses para mirar y velar por los intereses del Padre. La conversión de nuestros pecados, de nuestros egoísmos no es ni será nunca un fin en sí misma, sino que apunta principalmente a crecer en fidelidad y disponibilidad para abrazar la misión. Y esto de modo que, a la hora de la verdad, especialmente en los momentos difíciles de nuestros hermanos, estemos bien dispuestos y disponibles para acompañar y recibir a todos y a cada uno, y no nos vayamos convirtiendo en exquisitos expulsivos o por cuestiones de estrechez de miradas [2] o, lo que sería peor, por estar discutiendo y pensando entre nosotros quién será el más importante.
Cuando
nos olvidamos de la misión, cuando perdemos de vista el rostro concreto de
nuestros hermanos, nuestra vida se clausura en la búsqueda de los propios
intereses y seguridades. Así comienza a crecer el resentimiento, la tristeza y
la desazón. Poco a poco queda menos espacio para los demás, para la comunidad
eclesial, para los pobres, para escuchar la voz del Señor. Así se pierde la
alegría, y se termina secando el corazón (cf. Exhort. Ap. Evangelii Gaudium,
2).
«No
será así entre ustedes -nos dice el Señor-, [...] el que quiera ser primero,
sea esclavo de todos» (Mc 10:43-44). Es la bienaventuranza y el magníficat que
cada día estamos invitados a entonar. Es la invitación que el Señor nos hace
para no olvidarnos que la autoridad en la Iglesia crece en esa capacidad de
dignificar, de ungir al otro, para sanar sus heridas y su esperanza tantas
veces dañada. Es recordar que estamos aquí porque hemos sido enviados a
«evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los
ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de
gracia del Señor» (Lc 4:18-19).
Queridos hermanos Cardenales y neo-Cardenales: Mientras vamos de camino a Jerusalén, el Señor se nos adelanta para recordarnos una y otra vez que la única autoridad creíble es la que nace de ponerse a los pies de los otros para servir a Cristo. Es la que surge de no olvidarse que Jesús, antes de inclinar su cabeza en la cruz, no tuvo miedo ni reparo de inclinarse ante sus discípulos y lavarles los pies. Esa es la mayor condecoración que podemos obtener, la mayor promoción que se nos puede otorgar: servir a Cristo en el pueblo fiel de Dios, en el hambriento, en el olvidado, en el encarcelado, en el enfermo, en el tóxico-dependiente, en el abandonado, en personas concretas con sus historias y esperanzas, con sus ilusiones y desilusiones, sus dolores y heridas. Solo así, la autoridad del pastor tendrá sabor a Evangelio, y no será como «un metal que resuena o un címbalo que aturde» (1 Co 13:1).
Ninguno
de nosotros debe sentirse "superior" a nadie. Ningunos de nosotros
debe mirar a los demás por sobre el hombro, desde arriba. Únicamente nos es
lícito mirar a una persona desde arriba hacia abajo, cuando la ayudamos a
levantarse.
Quisiera recordar con ustedes parte del testamento espiritual de san Juan XXIII que adelantándose en el camino pudo decir: «Nacido pobre, pero de honrada y humilde familia, estoy particularmente contento de morir pobre, habiendo distribuido según las diversas exigencias de mi vida sencilla y modesta, al servicio de los pobres y de la santa Iglesia que me ha alimentado, cuanto he tenido entre las manos -poca cosa por otra parte- durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Aparentes opulencias ocultaron con frecuencia espinas escondidas de dolorosa pobreza y me impidieron dar siempre con largueza lo que hubiera deseado. Doy gracias a Dios por esta gracia de la pobreza de la que hice voto en mi juventud, como sacerdote del Sagrado Corazón, pobreza de espíritu y pobreza real; que me ayudó a no pedir nunca nada, ni puestos, ni dinero, ni favores, nunca, ni para mí ni para mis parientes o amigos» (29 junio 1954).
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[1] El verbo proago es el mismo con el que Cristo resucitado anuncia a sus discípulos que los "precederá" en Galilea (cf. Mc 16,7).
[2] Cf. Jorge Mario Bergoglio, Ejercicios Espirituales a los obispos españoles, 2006.