Carta abierta al Papa y a los obispos chilenos
Esta carta nace de la desolación por la
crisis actual que atraviesa nuestra Iglesia y especialmente porque Cristo y
su evangelio no están llegando y convocando a las nuevas generaciones.
Concordamos con el Papa Francisco en no quedarnos rumiando en la desolación,
sino ir más allá de la queja y hacer algunas sugerencias constructivas de por
dónde ir. Esta carta es también una respuesta a su invitación a tener el coraje
de decirle: "este camino es el que hay que hacer, este no". Esperamos
que ella contribuya a la necesaria reorientación del rumbo de la Iglesia.
Preámbulo: una confesión de fe
Tal como nos enorgullecemos de Francisco de
Asís, Tomás Moro, Madre Teresa y del Padre Hurtado, sentimos vergüenza
propia por Maciel, Karadima y tantos otros sacerdotes y religiosos pedófilos;
y ¿qué decir de los obispos encubridores? Nos abruma que, a consecuencia de
estos condenables comportamientos, millones de personas se están distanciando
de la fe. Desgraciadamente, la historia muestra que la Iglesia tiene, como cada
uno de nosotros, un lado oscuro. Junto a lo santo y sagrado, conviven el abuso
de poder, la arrogancia, la hipocresía, el dogmatismo - tanto más grave cuando
van revestidos de virtud.
Con todo, amamos
a la Iglesia y reconocemos lo mucho que hemos recibido de ella:
Conocer a Cristo
y su mensaje;
Infundirnos elevados ideales, centrados en el amor;
Despertar una inquietud por lo sagrado y lo trascendente;
Inculcarnos que somos parte de una comunidad, los unos para los otros;
Alentarnos a construir el Reino, lo que da sentido a nuestra vida.
Infundirnos elevados ideales, centrados en el amor;
Despertar una inquietud por lo sagrado y lo trascendente;
Inculcarnos que somos parte de una comunidad, los unos para los otros;
Alentarnos a construir el Reino, lo que da sentido a nuestra vida.
Por eso - pese a las caídas e insuficiencias de
Pedro y sus sucesores - Cristo fundó la Iglesia con el mandato de evangelizar
al mundo. En efecto, sin la Iglesia institucional, con todos sus claroscuros,
no se habría podido transmitir esa fe de generación en generación.
Sin embargo, por importante que sea la
Iglesia, Jesucristo es el fin. La Iglesia sólo es eficaz en la medida que
nos orienta hacia Él, su testimonio y su palabra. Por eso esta crisis es
doblemente grave, sobre todo para quienes inadvertidamente pusieron su fe en la
Iglesia y sus autoridades, en vez de en la persona de Cristo.
No obstante, confiamos en que esta necesaria
renovación purificará nuestra fe. Y hay que reconocer que junto con lo
negativo también hay muchos signos de esperanza, como la existencia de
comunidades de base en torno a las parroquias donde las personas muestran su
deseo de profundizar su fe más allá de la misa dominical. Otro es el aporte de
numerosos movimientos (Carismáticos, Catecúmenos, Comunión y Liberación, CVX,
Familia Espiritual Charles de Foucauld, Focolares, Opus Dei, Schoenstatt,
Apostólico Manquehue...) por medio de los cuales los laicos pueden vivir más
intensamente su fe, cada uno según su carisma.
Con todo, el signo más importante está en la
evolución del pensamiento de la Iglesia sobre lo temporal y lo sobrenatural.
Durante siglos prevaleció en ella la idea de que la vida religiosa era el
estado más perfecto, puesto que se centraba en lo importante y trascendente, la
unión con Dios; mientras que los laicos se dedicaban a lo secundario y
transitorio: las cosas de este mundo.
Sin embargo, la reflexión de la Iglesia sobre el
mensaje de Jesucristo ha ido madurando, llegando a concluir que el Reino de Dios
no es del más allá, si no que comienza con Jesús en el más acá. A la
construcción del Reino estamos llamados sus seguidores, todos, no sólo unos
cuantos. Seremos juzgados según hayamos contribuido a la construcción de
una civilización basada en la fraternidad y el amor, tarea principal de los
laicos.
Los hermanos protestantes fueron quienes primero
desarrollaron esta idea -500 años atrás. En esa misma época se encuentran otros
exponentes de esta vocación de servicio de los laicos, como lo predicaba San
Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales. En el siglo XX, esta vocación
pasa a ser carisma central de numerosos movimientos laicos. Y el Concilio
Vaticano II lo explicita en su plenitud para la Iglesia universal.
Propuestas constructivas.
Queremos una iglesia:
Centrada en Jesús y su proyecto de vida;
que vive y simboliza lo que predica;
evangélica y misionera;
cuyo magisterio esté centrado en lo esencial;
que distinga entre los ideales y las normas morales básicas, y
cuya institucionalidad esté acorde a Su mensaje.
Por cierto, la Iglesia nunca alcanzará la perfección, pues está compuesta de personas como nosotros, débiles y pecadoras.
que vive y simboliza lo que predica;
evangélica y misionera;
cuyo magisterio esté centrado en lo esencial;
que distinga entre los ideales y las normas morales básicas, y
cuya institucionalidad esté acorde a Su mensaje.
Por cierto, la Iglesia nunca alcanzará la perfección, pues está compuesta de personas como nosotros, débiles y pecadoras.
Una iglesia centrada en Jesús y su proyecto de
vida
En tiempos pretéritos la fe era impuesta por la autoridad
de la época. Si el monarca era cristiano, se generaba una cultura e
instituciones favorables a la difusión del cristianismo. Esta cultura masificó
la fe, pero a expensas de su profundización
Hoy ya no hay una cultura dominante. Coexisten
múltiples sub-culturas y creencias. De ahí que la fe es cada vez más una opción
de convicción, fruto de un encuentro personal con Jesús, e incentivada por el
testimonio de cercanos.
Para inducir tal encuentro, nuestra
evangelización debe aterrizar el mensaje de Jesús a las necesidades del hombre
y de la mujer de hoy. No obstante, el progreso alcanzado por la sociedad,
siguen vigentes las preguntas de siempre. ¿En qué consiste una vida plena? El
sentido de mi existencia ¿se reduce a maximizar el placer del momento? ¿En qué
ideales y valores voy a construir mi vida?
El mensaje de Jesús para la humanidad viene a
responder tales inquietudes. Por cierto, el cristianismo no es la única
cosmovisión presente, pero dudamos que haya alguna con un mensaje tan poderoso
para mover al ser humano como el Sermón de la Montaña, ni un proyecto que
dé más sentido a las personas que el de amar a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a sí mismo. Además, qué mejor fuente de seguridad y felicidad
puede haber que la de arrimarse a un Padre Bueno y Misericordioso. Y lo que
hace aún más atrayente y creíble el mensaje y propuesta de vida de Jesús, es
que lo que predicó lo vivió hasta la muerte. Esta consecuencia, atrae, sobre
todo en una era, como la nuestra, sospechosa de las instituciones pero sedienta
de testimonios.
Una iglesia que vive y simboliza lo que predica
Toda época rechaza la incoherencia entre lo que
se predica y lo que se practica. Fue el mismo Jesús quien nos aconsejó que
siguiéramos lo que enseñaban los doctores de la ley, pero no lo que
practicaban. Nuestra época es particularmente sensible a esta incoherencia e
hipocresía.
Pensamos que parte importante de la
popularidad que despierta el Papa Francisco se debe a su sensibilidad por los
símbolos. En lugar de residir en los amplios y suntuosos departamentos del
Vaticano, opta por vivir en el pensionado para sacerdotes. En vez de
movilizarse en un vehículo de lujo, usa un auto pequeño. Él se declara Obispo
de Roma y visita periódicamente a sus habitantes. No sólo bendice a las
personas si no que pide sus oraciones. Este actuar suyo, consonante con la
sencillez de Jesús y del Evangelio, le da credibilidad a sus palabras, lo que
atrae tanto a creyentes como no creyentes.
Desafortunadamente el ejemplo del Papa
Francisco es más la excepción que la regla. Demasiados símbolos
tradicionales de la Iglesia alejan en lugar de atraer. Jesucristo predicó que
el que quiere ser primero sea último en honor y primero en servicio. ¿Es
congruente este mensaje con los títulos que emplea la jerarquía: reverendísimo,
excelentísimo? ¿No son anacrónicos tales títulos? Tal vez en la era monárquica
pudo haber tenido algún sentido llamarse "Príncipe de la Iglesia",
como se titulan los cardenales, pero ¿puede serlo hoy? ¡El único príncipe que
se menciona en el evangelio es Satanás! Y ¿cómo es posible que las oficinas del
arzobispo de Santiago se sigan llamando el "palacio" arzobispal?
Sabemos que ahí se trabaja y se sirve al Pueblo de Dios, pero su nombre evoca
el poder y no el servicio, que es el valor esencial en la Iglesia de
Jesucristo.
Asimismo, muchas de las ceremonias litúrgicas
son pomposas, llenas de incienso y vestimenta arcaica, que tuvieron sentido en
una época, pero que resultan ajenos a la cultura actual. ¿Se sentiría cómodo
Jesús con tales ritos? Sin duda vería la buena intención, pero ciertamente
es un estilo antagónico con su forma de vida. ¿No sería más atrayente hoy optar
por símbolos eclesiales más acorde con la sencillez y pureza interior predicada
por Jesús y sus discípulos, pescadores de Galilea?
Una iglesia evangélica y misionera
Reconocemos que servir al Pueblo de Dios es
un desafío grande, pero dicha tarea no es suficiente. Esta todo el mundo de
los no creyentes. Por eso el Papa Francisco nos invita a "salir de la
capilla" y de nuestra zona de confort y predicar en la plaza pública. Una
iglesia que no evangeliza no es iglesia. Si no estamos profundamente
convencidos que los no creyentes se están perdiendo la riqueza de conocer y
seguir a Jesús, entonces debemos dudar de nuestra propia fe.
Ahora que la fe no llega por la cultura ¿cómo
interesar a las personas de buena voluntad, en búsqueda de la trascendencia y
sedientos de descubrir el camino hacia una vida plena? Un lugar privilegiado,
es a través del sistema educacional y las clases de religión. En efecto, es en
la adolescencia cuando la mayoría de las personas decide qué quiere hacer con
su vida y qué valores van a sustentarle en su camino. Desgraciadamente, con
contadas excepciones, la clase de religión es pobre, más apta para niños que para
jóvenes. Su contenido a veces deslinda con la superstición, induciendo a dejar
de lado la razón en lugar de usarla. No en balde muchos jóvenes abandonan la
fe por considerarla puro mito, tal como dejan de creer en el viejito
pascuero.
Por eso, consideramos imperativo que se convoque
a nuestros mejores teólogos y pedagogos a diseñar programas modernos de
religión para la juventud, a la altura de sus inquietudes, aspiraciones e
intelectos; que los entusiasmen con los ideales de Jesús, su propuesta de vida
y su ejemplo. Ello requerirá mejorar drásticamente la preparación de profesores
de religión, incluyendo el entrenamiento de laicos voluntarios de otras
profesiones.
Evidentemente, ofrecer tales programas no
garantiza que todos los jóvenes tomarán la opción creyente - no hay nada que lo
garantice. Pero al menos habrán estado expuestos e instruidos en una fe adulta
y atrayente, para que la semilla plantada germine más adelante.
Una iglesia cuyo magisterio está centrado en lo
esencial
Mateo 25 nos indica que en el Juicio Final
entrarán al Reino los que "dieron de comer al hambriento y de beber al
sediento, los que recibieron al forastero, vistieron a los sin ropa, visitaron
a los enfermos y a los encarcelados". Esto muestra que para Jesús lo
esencial para la salvación es la ortopraxis, no la ortodoxia. Ello implica
revertir los actuales énfasis desde la pureza doctrinaria a la pureza (nunca
plenamente alcanzable) de la praxis.
La doctrina es importante sólo en la medida que
nos lleva a la ortopraxis. Cuáles son esas doctrinas que llevan a la ortopraxis
es materia de reflexión y discusión. Pero nos parece ser un conjunto de dogmas
mucho más reducido de los que pueblan el catecismo actual. El Credo puede
ser un buen punto de partida (y tal vez de llegada).
Además es necesario distinguir entre las
doctrinas de fundamental importancia, y doctrinas de segundo o tercer nivel de
relevancia. Las doctrinas de "primera importancia" serán aquellas que
se han mostrado históricamente como las que más acercan a Jesús y a su mensaje,
por lo que pueden considerarse condicionantes para profesar la fe católica. Las
doctrinas de "segunda" o "tercera", deberían ser las que
complementan las de "primera" o ayudan a algunos a acercarse a Jesús.
¿Serán doctrinas de la misma importancia para la
fe: el pecado original, la teoría de la expiación, el purgatorio, las
indulgencias, los pecados capitales, la marianología, los mandamientos de la
Iglesia; como lo son la Divinidad de Jesús y la Santísima Trinidad, el amor
a Dios y al prójimo, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el perdón de
los pecados y la vida eterna? En suma, deberían ser considerados de primera
importancia todos aquellos conceptos contenidos en los evangelios y la iglesia
primitiva. De no hacerse esta distinción, se corre el riesgo de confundir lo
que es fundamental para una vida cristiana, de lo que no lo es y, por ende, de
crear problemas y dudas innecesarias en asuntos no esenciales para lograrla.
Esta distinción de una fe basada más en lo
esencial y menos en lo accesorio, ¿no nos conduciría además hacia un
acercamiento con nuestros hermanos ortodoxos y protestantes?
Una iglesia que distinga los comportamientos
ideales de las normas morales básicas que deben cumplir sus fieles.
Jesús no fue nunca "manga ancha" con
la ley. Fue exigente,
mucho más allá de esta. Para Él no basta el cumplimiento externo de la ley si
no el deseo e intención de corazón. Por eso, por ejemplo, el destruir la
reputación del otro es una manera de matarlo; así como mirar con lujuria a una mujer
es una forma de adulterio. Sin embargo, no sólo fue exigente, si no compasivo
con el caído. Es lo que nos indica en la parábola del hijo pródigo. Es lo que
hizo al perdonar a la mujer adúltera. Nos llama a ir más allá de los mínimos- a
superar al fariseo que se jacta de su virtud en cumplir la ley; pero es
compasivo con el que se reconoce necesitado del perdón, como el publicano que
se golpeaba el pecho por sus pecados.
La Iglesia no debe dejar de motivarnos hacia el
ideal que nos propone Jesús. Sin embargo, tiene que reconocer que hay una diferencia
entre el ideal a que Jesús nos llama - aspirar a lo máximo - y lo mínimo que se
le debe exigir a un feligrés, simplemente por ser persona. La Iglesia ha
desarrollado este distingo en muchos temas, por ejemplo, en el manejo de
nuestros bienes materiales. Jesús dijo que es más fácil que un camello pase por
el ojo de una aguja a que un rico entre al reino de los cielos. Además, le
propuso al joven rico que si quería ser perfecto vendiera todos sus bienes y se
los regalara a los pobres y luego lo siguiera a Él. La Iglesia ha interpretado
esta pobreza "evangélica" propuesta por Jesús, como un ideal al que
todo cristiano debería aspirar; pero no considera su incumplimiento un pecado
mortal. La persona que le paga un salario justo a sus trabajadores y gana una
remuneración limpiamente por su esfuerzo es honrada; cumple con el mínimo (de
la ley natural), aunque diste del ideal cristiano de compartir todos sus bienes
con los más necesitados.
Asimismo, el ideal de amor al prójimo sería
"poner la otra mejilla" si uno es atacado. Sin embargo, el mínimo
es frenar nuestro instinto de venganza y cumplir con la justicia. En otros
casos hemos elevado lo que es un ideal a lo mínimo exigido por la moral. Un
ejemplo de ello es el ideal del matrimonio: que sea un amor de por vida. Es lo
que cree y desea toda pareja al casarse; es lo que se refleja en la poesía y
los juramentos espontáneos de fidelidad eterna de los enamorados de todos los
tiempos; es lo que nos dice Jesús que fue la intención de Dios, cuando le
preguntan sobre el divorcio permitido por Moisés. Pero ¿es la indisolubilidad
matrimonial el mínimo exigible a toda persona, por lo que sería pecado mortal
divorciarse y volver a casarse? o ¿no será este un ideal al que debemos aspirar
pero no el mínimo exigible? Ese distingo entre el ideal matrimonial y el mínimo
exigible es lo que hace que nuestros hermanos ortodoxos así como protestantes
permitan que personas cuyos matrimonios fracasaron - después de un auténtico
intento de reencuentro - se divorcien y puedan volver a casarse, siguiendo en
comunión con la Iglesia.
Algo similar podría decirse de las relaciones
sexuales. El ideal es que sean signos de amor en una relación estable y
permanente (matrimonio). Y sin duda es necesario seguir insistiendo en el ideal
de relacionar sexo con amor, sobre todo en una sociedad como la actual donde se
llega a banalizar el acto sexual reduciéndolo a un puro placer narcisista. Pero
¿no habríamos de distinguir entre relaciones sexuales promiscuas, sin amor, de
relaciones pre-maritales donde el acto de amor es eso: una expresión de amor
entre los dos, aun no siendo matrimonio?
Como en todos los temas morales la última
palabra la tiene la voz de la conciencia abierta e instruida, predispuesta a dudar
del impulso del deseo y a contrarrestarlo. Con todo consideramos que la moral
católica se beneficiaría de una revisión sistemática de sus posturas
tradicionales bajo la lupa del distingo entre lo que es ideal y lo que es el
mínimo exigible a cada persona.
Carismas en la Iglesia
Una Iglesia cuya institucionalidad esté acorde a
Su mensaje
Hay distintos carismas en la Iglesia, todos
necesarios: el de los
laicos, construir el Reino; el del clero, predicar, administrar los sacramentos
y animar a los laicos; el de los obispos, orientar y organizar la
evangelización y mantener la unidad del pueblo de Dios; el del Papa como
"primus inter pares", de mantener la unidad de la Iglesia.
Sin embargo, con los siglos se han privilegiado
algunos de esos carismas y atrofiado otros. De tal modo que la Iglesia se
asemeja hoy mucho más a la estructura de un "ejercito prusiano" que a
una comunidad de fieles, con una cúspide sobre empoderada y una base pasiva y
obediente. El Papa ha llegado a ser "la" autoridad, casi todopoderosa,
en doctrina, en moral y en el gobierno de la Iglesia; apoyado por la Curia, una
"élite" poco transparente, hermética, autocomplaciente y alejada de
la grey. Una cosa es escuchar con apertura y debido respeto las palabras y
enseñanzas del Papa y otra es pretender que todos sus dichos son dogmas. De
hecho, apenas dos de las enseñanzas posteriores a la declaración de
infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I son consideradas dogmas por los
teólogos: la Inmaculada Concepción y la Asunción de la Virgen (y en ambos casos
se dijo que simplemente se estaba ratificando la creencia y práctica del Pueblo
de Dios por siglos).
Los teólogos distinguen entre el magisterio
extraordinario (infalible) y el magisterio ordinario. El magisterio ordinario
es el del día a día, partiendo del catecismo, las prédicas dominicales en la
parroquia, las cartas del Obispo o del Papa, las declaraciones de la
Conferencia Episcopal, e inclusive Concilios universales orientadores (como el
Vaticano II, que no intentó "definir dogmas"). Ahí sin duda se
encuentra la sabiduría acumulada de la Iglesia por siglos, pero ahí también
hay cizaña: teologías equivocadas, prejuicios culturales, enfoques parciales y
aseveraciones francamente erradas. En su conjunto es muy relevante y
beneficioso, pero no hay que sacralizarlo todo. El magisterio infalible es ese
conjunto de doctrinas importantes y relevantes para la salvación (aunque, como
dijimos arriba, ninguna es esencial salvo la ortopraxis de Mateo 25), que
distingue primordialmente a los cristianos de los no cristianos y no creyentes
y, secundariamente, los católicos de los cristianos no católicos. El magisterio
ordinario es amplísimo. El magisterio infalible, referente a declaraciones
excepcionales de Concilios y del Papa, es muy reducido, cuyos límites sigue
siendo aún materia de discusión entre los teólogos.
Sabemos que Jesús prometió estar con su Iglesia
hasta el fin del tiempo "para que las puertas del infierno no
prevalecieran sobre ella". Más nos parece tarea urgente de los teólogos
precisar hasta donde se extiende esta promesa de Jesús de proteger su Iglesia
de errores fundamentales irremediables. Ello requiere delimitar ese
magisterio infalible a lo esencial del mensaje de Jesús. Como un paso en la
dirección de aclarar los límites del magisterio extraordinario, consideramos
prometedor la distinción anterior entre doctrinas de primer orden para ayudar a
la salvación, y otras que son secundarias.
Por otra parte, por mucho respeto que nos
merezca el Papa y su magisterio, no todo lo que él o sus antecesores dicen y
hacen, es necesariamente bueno y correcto. También pueden equivocarse
gravemente en sus nombramientos, sobre todo si no escuchan al episcopado y al
laicado. Hay signos esperanzadores: la corrección fraterna al Papa Francisco
por el obispo de Boston cuando Francisco trató de calumnias las acusaciones al Obispo
Barros; también es admirable la constancia de la comunidad de Osorno que
insistió en no aceptar al Obispo, pese a que este contaba hasta hace poco con
la confianza del Papa. La "corrección fraterna" va en ambas
direcciones, no sólo de arriba hacia abajo (lo típico hoy en día), sino también
desde ésta hacia la autoridad (dónde aún falta mucho).
Si en la práctica, el papado está
sobredimensionado en su papel y autoridad, los obispos están demasiado
reducidos en lo suyo. Esto implica reconocer institucionalmente la colegialidad
de los obispos tanto en el ámbito nacional como universal. Ellos trazan su
autoridad directamente desde los apóstoles. Son tan obispos como el Obispo de Roma.
Grandes decisiones en materia de doctrina, moral o rito deberían ser fruto de
una reflexión colegiada de los obispos en un Concilio universal, convocados por
el Papa, sucesor de Pedro y Obispo de Roma.
El rol de los laicos en la Iglesia está casi
totalmente atrofiado debido al clericalismo reinante de hace siglos, basado en una teología que caducó con el
Vaticano II. Ese Concilio insistió no sólo en que el Reino de Dios comienza en
este mundo si no que su construcción es de todo el Pueblo de Dios. Laicos y
religiosos somos igualmente responsables, cada uno con su propio carisma.
No obstante, el clericalismo perdura en la
práctica - tanto en el clero como entre los laicos. Por ejemplo, en estos
últimos acontecimientos de la Iglesia en Chile la voz de los laicos ha sido un
gran ausente. Los laicos hemos sido espectadores, cada uno preguntándose ¿Por
qué la "Iglesia" permite estos abusos? ¿Por qué los obispos y/o el
Papa no hacen algo? Pero salvo contadas excepciones, los laicos hemos tomado
palco. Por cierto, los laicos no fuimos consultados por la jerarquía cuando
estalló la crisis actual. Pero nada ni nadie nos impidió opinar libremente una
vez que se conoció. ¿Dónde está la opinión de los laicos? Más bien, ¿dónde
están esas opiniones?, pues seguramente habrá una gran diversidad de puntos de
vista. Si los laicos desean ser escuchados, ante todo deben expresarse. Y
deberá incorporarse esa voz de los laicos institucionalmente a la estructura de
la Iglesia. Cada parroquia tiene, en teoría, un consejo laical y nos
imaginamos, el obispo también tendrá el suyo. Pero al parecer funcionan al
arbitrio del párroco u obispo. ¿Ha de tener el consejo laical un rol puramente
asesor o debe tener un rol vinculante en algunos temas? ¿Podrá sugerir la
remoción de un párroco o un obispo? ¿No deberá ser al menos consultado
antes del nombramiento de unos y otros? ¿Qué rol institucional deben de tener
los movimientos laicos?
Además, hay que reconocer que los que más
trabajan pero menos participan en decisiones dentro de la Iglesia son las
mujeres. Tal vez, para algunos sea demasiado pronto la idea del sacerdocio
femenino. Sin embargo, todos concordarán que la mujer debería tener un
liderazgo en la Iglesia semejante al del hombre. Y esto debería reflejarse en
los distintos consejos laicales y en la conducción de la Iglesia,
despojándola del machismo que la ha caracterizado históricamente.
Laicos en la Iglesia
Finalmente, unas palabras sobre el clero.
Nuestros corazones están con esa mayoría de sacerdotes y monjas que trabajan
día a día en el apostolado sin mayor reconocimiento, y que hoy tienen que
cargar con la cruz de ser sospechosos de abusos y corrupción por la acción de
los menos. También sufrimos por ese gran número de curas de pueblo o único
cura de parroquia que viven vidas tan abnegadas y en gran soledad. Mas esta
última cruz no es necesaria. La vida sacerdotal es suficientemente exigente,
casi heroica, para exigir además la soledad afectiva del celibato. Nos parece
que es tiempo de volver a la práctica de antaño en Occidente y vigente hasta el
día de hoy en los ritos orientales de nuestra propia iglesia católica, que los
sacerdotes, al menos los diocesanos, puedan ser casados. El celibato sería
requisito sólo para la vida monacal y las órdenes religiosas cuya labor así lo
requiera.
Cierre
Sin duda nuestras aseveraciones son incompletas;
faltarán matices y habrá más de alguna errada. Y aunque fuera pertinente todo
lo que decimos, lo aquí propuesto no es "el" camino si no, a lo más,
unos pasos en la dirección que estimamos correcta. Sabemos que son muchos, con
otras ideas de cómo y por dónde ir. Bienvenidas sean esas propuestas. Los que
sientan que en lo grueso esta carta representa su sentir los invitamos a
adherir a ella. Pero igual de importante, los que no estén de acuerdo o sientan
que son otros los caminos, los invitamos a expresar públicamente su sentir.
Pero comencemos a andar, pues como Jesús mismo nos dijo, "la
cosecha es abundante pero los trabajadores pocos". La Iglesia no es sólo
asunto de los religiosos. Es hora que los laicos asumamos el rol que nos
corresponde en el Pueblo de Dios.
Santiago de
Chile, Junio 2018