Sergio
Ramírez
www.jornada.unam.mx / 020618
Los
muchachos que han salido a las calles a dar la cara por Nicaragua, nacieron a
partir de los años 90, o en este mismo siglo, y por tanto la revolución que
derrocó a Somoza es un hecho ignorado para muchos de ellos, o ha sido
distorsionado por la propaganda oficial, lo que viene a ser lo mismo.
Son
los nietos de una revolución lejana o ausente en su memoria, pero la llevan de
todas maneras en los genes, porque aquella se hizo también por razones morales,
ante el hastío frente a una dictadura familiar que se creía dueña del país, y
cuando se vio amenazada no vaciló en recurrir a la represión más cruel. Y al
exterminio.
La
dictadura de Somoza marcó a los jóvenes como delincuentes, y la juventud se
pagaba con la vida. Cada día aparecían cuerpos torturados y mutilados, o
simplemente con un tiro en la cabeza, en la cuesta del Plomo, al occidente de
Managua, una morgue a cielo abierto donde las madres iban en busca de sus hijos
desaparecidos. Por eso, el lema que se corea hoy en las marchas, ¡No eran
delincuentes, eran estudiantes!, viene a resultar tan familiar, un eco que
conecta al pasado de los abuelos con el presente de los nietos.
Todo
ardor juvenil despierta la imaginación y llena las palabras de sentido, les da
una dimensión que las vuelve verdaderas, y por verdaderas se convierten en
parte de una cultura novedosa y fresca. Hablan entonces las paredes, los
cartelones, y, hoy en día, habla también el humor desde los memes en las redes
sociales. La improvisación ingeniosa se carga de legitimidad. Es un revés
irreverente a la mentira.
Nos quitaron tanto
que nos quitaron hasta el miedo,
se lee en una pancarta de papel de estraza. Y en otra: Nunca había visto tantos valientes sin armas y tantos cobardes armados.
Otro, pregona con mucha sabiduría: Cuando
se lee poco se dispara mucho. Una muchacha ha escrito con plumón en su
barriga de embarazada: Que se rinda tu madre, porque la mía no. Uno que está
entre mis favoritos: Disculpe las
molestias, estamos cambiando el país para usted. Y este que tiene indudable
peso histórico Hay décadas donde nada
ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas.
Y
también la insurrección cívica tiene su banda sonora, viejas canciones de los
años 70, en las que reviven las voces de los Quilapayún entonando con ritmo
nostálgico el pueblo, unido, jamás será vencido, y las que han compuesto los
hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, y muchos otros cantautores jóvenes.
La
lejanía, ese vacío a través de las décadas, hace, no obstante, que los nietos
desprecien, o rechacen, no pocos de los símbolos bajo los que pelearon los
abuelos; y aquellos de esos abuelos que detentan hoy el poder, se han vuelto
indeseables para sus descendientes. Ellos y los símbolos de los que se han
apropiado. La propaganda oficial obra milagros malsanos, como ha sido el abuso
a lo largo de la última década de la bandera rojinegra, que de herencia
histórica pasó a ser incautada por una secta.
Esa
bandera, levantada por el general Sandino en las montañas de las Segovias en su
gesta de seis años por la soberanía nacional, y cuyos colores identificaba en
sus proclamas con los propósitos de su lucha, negro por el luto de la patria
agredida, rojo por la sangre derramada, estuvo en las barricadas en la
insurrección que dio fin al somocismo.
Y
hay que advertir, porque es esencial, que, entre una y otra lucha, la que
culminó hace casi 40 años, en 1979, y la de ahora, hay una diferencia
fundamental: los nietos pelean sin armas de guerra. Son los que han puesto los
muertos, en una resistencia cívica sin precedentes, y de esta manera, aunque
con dolor y sufrimiento, y sacrificio, le abren al país la oportunidad de un
cambio político: el paso de la dictadura a la democracia, sin que medie una
guerra civil.
Esa
bandera a la que vuelvo, fue expropiada y malversada de tal manera, que llegó a
sustituir, a la fuerza, a la bandera nacional, y usada como elemento decorativo
hasta la náusea, se ha multiplicado en tarimas de actos públicos,
comparecencias oficiales, desfiles y concentraciones, igual que se
multiplicaron los árboles de la vida, hasta convertirse en símbolos odiosos del
poder.
No
es extraño entonces que los nietos la adversen, y hasta le prendan fuego, ya
que ignoran que se trata de una herencia de sus abuelos, a su vez recibida de
un tatarabuelo lejano y difuso, y cuya figura también ha sido distorsionada, y
la vean sólo como una impostura que el nuevo poder familiar ha colocado en
lugar de la bandera del país, cuyos colores, azul y blanco, se multiplican en
las marchas de protesta, en las fachadas de las casas, en las ventanillas de
los vehículos, en pañoletas y cintillos de cabeza, en las mejillas de los
jóvenes manifestantes.
La
bandera nacional se ha convertido en un símbolo subversivo que se enarbola de
manera espontánea, y masiva, y representa la unidad del país en la lucha por
conquistar la democracia y las libertades públicas. El partido oficial ha
corrido a rescatarla, pero de manera tardía, y fallida. En sus manos, todo
resulta en imposición, y en falsificación.
No
hay nada de nacionalismo mezquino en el despliegue de la bandera de Nicaragua.
Es el símbolo de los nietos por recuperar a la nación, y detrás de esa oleada
han seguido sus padres y no pocos de los abuelos, que se ponen también detrás
de los pasos que abren el camino hacia el futuro, dichosamente, hasta ahora,
lejos los partidos políticos de esta marea.
Un reclamo así, sin
caudillos ni aprendices de caudillos, encabezado por jóvenes lúcidos y
transparentes, dichosamente inexpertos en artimañas políticas, es lo que nos
dará una nueva Nicaragua. Es la hora de los nietos.
Masatepe,
mayo 2018.