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Según
la ONU, de los cuarenta y ocho países más pobres del mundo, treinta y seis son africanos.
Nigeria, República Democrática del Congo, Mali, Burundi, República
Centroafricana, Somalia, Sudán del Sur y Libia son los países con guerras y
conflictos abiertos, y, además, se viven situaciones muy críticas en Sudán,
Eritrea y Mozambique. África: un continente de mil doscientos millones de
habitantes, la mayoría menores de treinta años (en cuarenta países, el cuarenta
por ciento de la población tiene menos de veinte años), con casi la mitad en
situación de pobreza, con varias guerras en curso y una sangría de jóvenes que,
jugándose la vida, atraviesan el Sahel y el desierto intentando alcanzar
Europa.
Y,
sin embargo, África se mueve: el 21 de marzo de 2018, 44 de los 55 países que
integran la Unión Africana se reunieron en Kigali, Ruanda, para firmar el
Tratado de Libre Comercio Africano (AfCFTA, en inglés). Nigeria, la mayor
economía africana, quiere examinar cuidadosamente las consecuencias del acuerdo
antes de adherirse, así como Sudáfrica y Uganda. Ese Tratado es una de las
iniciativas de la Agenda 2063 de la Unión Africana.
Estados Unidos, que contempla el despegue asiático y el fortalecimiento chino, no quiere perder pie en África ante Pekín. En agosto de 2014, Obama impulsó una cumbre USA-África en Washington, a la que asistieron presidentes de cuarenta y siete países africanos: era un claro mensaje de que Estados Unidos no iba a resignarse a los cambios que llegan de oriente e iba a disputar a China su presencia en el continente negro.
Obama
lanzó también el plan Power Africa para llevar electricidad a algunas zonas del
Sahel, y visitó Kenia y Etiopía, para hacer frente a la creciente actividad
china: desde 2010, China se ha convertido en el principal socio comercial de
África, superando a Estados Unidos, hasta el punto de que algunos estudios
consideran que el intercambio comercial de China con África ya duplica al
estadounidense-africano.
La
preocupación norteamericana llevó al Comité de Inteligencia de la Cámara de
Representantes a aprobar, en marzo de 2018, una investigación sobre los planes
de China para “reforzar su poder militar y económico en África”. En 2018, el
gobierno de Xi Jinping tiene previsto realizar en Pekín el Foro de cooperación
China-África, el mayor encuentro sobre colaboración económica, que reunirá a
todos los países del continente. El anterior Foro se celebró en Johannesburgo,
Sudáfrica, en 2015, y supuso un nuevo impulso a la colaboración entre China y
África.
Todo ello, cuando la Unión Africana, que reúne a todos los países africanos, ha definido la Agenda 2063, un ambicioso programa de desarrollo a cincuenta años vista, basado en proyectos previos como el Plan de Acción de Lagos, el Programa de Integración Mínima, el Programa de Desarrollo de Infraestructura en África (PIDA), el Tratado de Abuja o el Programa de Desarrollo Agrícola Integral de África (CAADP). Los desafíos son ingentes.
África
enfrenta el problema del desarrollo y la corrupción, además de las guerras y
hambrunas: la trigésima cumbre de la Unión Africana en Addis Abeba, celebrada
en enero de 2018, puso el acento en la lucha contra la corrupción y en el
impulso al desarrollo, y la asociación con China es la apuesta de futuro de
muchos países, basada en el concepto de “beneficio mutuo” con que Pekín fomenta
su colaboración estratégica. China está construyendo infraestructuras por todo
el continente, y es capaz de ofrecer tecnología, equipos sofisticados, una
eficaz logística, financiación, y expertos en todas las actividades económicas,
sin que, a diferencia de Estados Unidos o Francia, exija contrapartidas
políticas, diplomáticas y militares.
A
corto plazo, las prioridades para África son la seguridad alimentaria, la
eliminación del hambre y el control de enfermedades, así como la pacificación
del continente y la intensificación del desarrollo económico. Para todos esos
objetivos, África ha puesto sus ojos en China. Nigeria, Etiopía y Egipto, son
los tres gigantes demográficos africanos; por su economía son los mismos, con
Etiopía cediendo su lugar a Sudáfrica. Históricamente, el continente africano
ha sido una fuente de recursos naturales para los países capitalistas, que no
han dudado en instigar guerras y enfrentamientos para conseguir sus propósitos.
La
competencia entre China y Estados Unidos va acompañada de acusaciones y
propaganda: Washington (como si su trayectoria en el último siglo, en todo el
mundo, hubiera estado presidida por la solidaridad y la colaboración y no por
el más descarnado imperialismo) acusa hoy a China de llevar a cabo una política
“extractiva” en África, al tiempo que la prensa conservadora y los
intelectuales a su servicio acusan a China de “imperialista”.
Es
el reflejo del miedo: la alarma ante los cambios en el continente africano
llevó a Thomas Waldhauser (general de marines y feroz veterano de Afganistán e
Iraq, nombrado jefe del USAFRICOM de Stuttgart en 2016) a advertir a Ismail
Omar Guelleh, presidente de Djibuti, sobre las “cosas que China no debería
hacer en su país”. No fue la primera acusación norteamericana, ni mucho menos:
desde hace años, su diplomacia siembra sospechas y propaga falsas acusaciones
para dañar la actividad china, y el propio Tillerson, en su reciente gira por
América Latina, señalaba a Pekín como autor de “injustas prácticas
comerciales”, y advertía a los países latinoamericanos del peligro de la
“excesiva dependencia” de sus relaciones con China.
Como
si América Latina no hubiese padecido el viejo imperialismo de Washington y sus
sanguinarias imposiciones, el secretario de Estado, apuntando a China, afirmó:
“En América, se extiende la amenazante sombra de China y Rusia”, y “América
Latina no necesita nuevos poderes imperiales que sólo miran su interés. Estados
Unidos es distinto: no buscamos acuerdos a corto plazo con beneficios
desiguales, buscamos socios".
En
África, Estados Unidos mantiene las mismas acusaciones: por boca de su
secretario de Estado, se convertía así en un sorprendente, preocupado y
solidario país que vela por la equidad y la justicia en el mundo. Lástima que
para el relato de Tillerson la trayectoria norteamericana no le ayudase
precisamente a hacer creíble su preocupación: la manifiesta injerencia
estadounidense, con invasiones, guerras, golpes de Estado, presiones e
imposiciones a numerosos países (de Afganistán a Venezuela, de Iraq a Honduras,
de Siria a Brasil, de Corea a Libia), no ya en América Latina y en África, sino
en todo el mundo, ponía en tela de juicio sus generosas palabras y su
preocupación por los países latinoamericanos y africanos. Tal vez sin
percatarse, esas acusaciones norteamericanas a China eran el acta notarial del
retroceso occidental en África y del aumento del prestigio chino.
La diplomacia norteamericana y sus instrumentos de propaganda han jugado, además, con el equívoco, sugiriendo que el centro logístico chino que se construye en Djibuti como punto de apoyo para los buques que combaten a la piratería en el cuerno de África es una base militar, extremo completamente falso; sin olvidar que Estados Unidos y algunos de sus aliados, como Francia y Japón, disponen de bases militares en Djibuti. El enclave tiene una enorme importancia estratégica. Por el estrecho de Bab el-Mandeb pasa la ruta que comunica con Europa por el norte, y, hacia el este, por el golfo de Adén, la ruta marítima más importante que comunica África con Asia: Pekín quiere mantener seguras sus vías de transporte y, además, garantizar la salida del petróleo que Sudán y Sudán del Sur exportan a China, que sale por el Mar Rojo y el estrecho de Bab el-Mandeb. Por Djibuti pasa también una de las rutas de contrabandistas, y de inmigrantes, sobre todo etíopes y somalíes, que quieren dirigirse a Arabia a través del Yemen, pese a la guerra.
La influencia occidental en África sigue siendo indudable: Francia mantiene una considerable presencia en los países que formaron las viejas África occidental francesa y África Ecuatorial francesa, y la Unión Europea ha incrementado la ayuda militar a los países del Sahel (Chad, Níger, Mali, Níger, Burkina Fasso y Mauritania), con más cien millones de euros, y ha conseguido que Arabia contribuya con otros cien millones. Desde 2014, con la “migración ilegal” y la “seguridad” en el centro de sus preocupaciones, la Unión Europea aportará, en seis años, cuatro mil millones de euros. Francia, vieja metrópolis, tiene unidades militares destacadas en Chad, Burkina Fasso, Níger y Costa de Marfil, entre otros países de la zona, como en los años de la Françafrique, y Hollande intervino militarmente en Mali en 2013, con la excusa de hacer frente al terrorismo y para “defender a ciudadanos franceses”, aunque detrás estaban los intereses de la multinacional francesa de energía nuclear Areva, denominada ahora Orano. En 2018, París tiene cuatro mil militares destinados en Mali.
Por su parte, Estados Unidos cuenta con sólidas bazas en todo el continente, tanto por su despliegue militar e influencia diplomática como por la actuación de sus multinacionales, y sus servicios de inteligencia son muy activos, aunque ello no les evite fracasos clamorosos como en Mali. Washington tiene como prioridades en África mantener abiertas y bajo control las vías de navegación en el Mar Rojo y en el estrecho de Suez, y en el cuerno de África (donde coincide con China en su lucha contra la piratería), la alianza con Marruecos y Egipto y el control del Magreb, además de la explotación de los recursos del continente, al tiempo que intenta dificultar la colaboración económica de China con los países africanos; en segundo plano, pretende controlar la evolución del sur de África (Mozambique, Sudáfrica, Zimbabwe), combate a grupos yihadistas y busca la estabilización política del Sahel y del corazón de África para facilitar la actuación y los intereses de los grupos económicos norteamericanos.
Por su parte, China, que estableció relaciones con África en los años sesenta, hasta finales del siglo XX no dispuso de la fortaleza necesaria para estar presente en todo el continente. Desde entonces, aplicando su cautelosa política de fortalecer su economía mientras establece acuerdos estratégicos de colaboración y desarrolla una política exterior de fomento de la paz, ofrece proyectos de infraestructuras ferroviarias, construcción de carreteras, puertos, aeropuertos y ciudades, mientras refuerza lazos diplomáticos y compra materias primas para su industria.
Aunque
China impulsa sobre todo la colaboración económica, no descuida la relación
política: en noviembre de 2017, sesenta dirigentes de partidos políticos
africanos, de más de veinte países, se reunieron en Pekín con dirigentes del
Partido Comunista Chino, para abordar criterios de gobierno, mecanismos de
aplicación de un desarrollo económico sostenible, e iniciativas para la defensa
de la paz en el mundo. China quiere paz y estabilidad: sabe que son
imprescindibles para su propio desarrollo.
A su vez, Rusia, que perdió la influencia de los años soviéticos, ha iniciado una discreta colaboración económica con empresas mineras en Nigeria, Angola, Namibia y Sudáfrica, además de proyectos agrícolas en Namibia. También el nuevo presidente de Zimbabwe (Emmerson Mnangagwa, que sustituyó a finales de 2017 a Robert Mugabe, forzado a dimitir por el ejército), se ha mostrado cercano a Moscú, con quien quiere mantener la colaboración en seguridad y defensa. En Egipto, Rusia ha firmado además la construcción de una central nuclear en Al Dabaa, en el mayor contrato de la reciente historia rusa, que será la más moderna y con mayor capacidad de África. Además, en 2017, consiguió iniciar la cooperación con Sudán en la energía atómica de uso civil, y Jartum y Moscú firmaron un acuerdo, a finales de año, para construir una central nuclear; pero el papel desempeñado por Rusia es secundario en África.
África padece hoy una sucesión de peligrosos conflictos en algunos países, que conviven con esperanzadores cambios en otros. En diciembre de 2012, empezó la guerra en República Centroafricana, y, al año siguiente, en diciembre de 2013, la guerra en Sudán del Sur, que continúa. El embargo de armas decretado por Estados Unidos ha hecho que Yuba llamara a consultas a su embajador en Washington, y a presentar una protesta formal por la intervención de Nikki Halley en el Consejo de Seguridad de la ONU criticando al gobierno de Salva Kiir. Estados Unidos presiona a Sudán; interviene en la guerra civil de Sudán del Sur, quiere controlar a Kenia, que padece fuertes ofensivas terroristas del yihadismo musulmán; observa a una Eritrea aislada; a Yibuti, donde China ha abierto su base logística; y a Somalia, convertida en un Estado fallido, donde los drones y aviones norteamericanos bombardean con frecuencia.
Al
otro lado del cuerno de África, prosigue la guerra en Yemen, con Washington
utilizando el brazo ejecutor de Arabia para hacer frente a Irán. De hecho, en
esa gran región, africana y asiática, a caballo del mar Rojo, coinciden tres de
las cuatro crisis humanas más graves que, según la ONU, afronta el planeta:
Yemen, Sudán del Sur, Somalia y Nigeria.
El
norte de África vive años convulsos. El derrocamiento de Gadafi en 2011,
después de una sangrienta intervención de la OTAN, con Estados Unidos, Gran
Bretaña y Francia como protagonistas, dio paso a un caos en el país que no ha
terminado, siete años después. Obama saludó alborozado la noticia del asesinato
de Gadafi, pero Estados Unidos comprobó que su intervencionismo tiene costes:
en septiembre de 2012, su representación en Bengasi fue atacada y cuatro
diplomáticos murieron: Hillary Clinton tuvo serios problemas con el Congreso
por ese asunto. En agosto de 2013, Estados Unidos evacuó diecinueve embajadas y
oficinas de representación en el norte de África y en Oriente Medio: el
Pentágono temía una oleada de atentados terroristas, hasta el punto de que, en
mayo de 2014, Washington envió barcos de guerra a las costas libias.
El caos posterior a la caída de Gadafi llevó inestabilidad a buena parte del Sahel: en Mali, Mauritania y Níger, grupos de combatientes armados que lucharon en Libia se han reconvertido y actúan en la zona; además, los tuaregs, que prescinden de fronteras y países, han conseguido más armas y son una fuerza que no puede obviarse y que opera sobre todo en Mauritania, en el norte de Mali, en el sur de Argelia y en Níger. De hecho, el caos provocó la caída del presidente de Mali, Amadou Toumani Touré, en el golpe de Estado de marzo de 2012, que fue dirigido por Amadou Haya Sanogo, un militar formado y entrenado en Estados Unidos, cuyos servicios secretos, sin embargo, no supieron prever la acción de Sanogo y despilfarraron el dinero del programa norteamericano, según publicó el New York Times en enero de 2013: Estados Unidos estuvo entrenando a soldados que, después, se pasaron a sus enemigos. Esa situación llevó a los tuaregs, que habían mantenido buenas relaciones con Gadafi, a proclamar el Estado islámico de Azawad en una zona de casi un millón de kilómetros cuadrados.
El
Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA) de los tuaregs es la
organización que impulsó esa proclamación. Estados Unidos se vio obligado a
dejar paso a Francia, pese a la rivalidad entre ambos países por hacer
prevalecer su influencia en la región del Sahel: Hollande envió tropas a Mali
en enero de 2013. La crisis culminó en septiembre de 2013 con la elección de
Ibrahim Boubacar Keïta, un veterano político que ha llevado a su partido a
participar como observador en la Internacional socialista. La acción de grupos
yihadistas en todo el Sahel, conectados con Daesh o actuando con autonomía, ha
añadido complejidad y peligro al continente africano. En la región, operan
organizaciones que se dedican al transporte de drogas, al contrabando de armas
y a la trata de personas, y que han llegado al extremo de crear los mercados de
esclavos en Libia: según la Agencia Nacional para la Prohibición de la Trata de
Personas de Nigeria, más de veinticinco mil nigerianos han sido retenidos en
campamentos de esclavos en Libia.
Estados Unidos cuenta con una base militar en Ougadogou, Burkina Fasso, cuyos aviones sobrevuelan gran parte del Sáhara, Mali y Mauritania. Mantiene además grupos de operaciones especiales en la República del Congo, Chad, República Centroafricana y Kenia (Camp Simba). También, una base de drones en Niamey, la capital de Níger, y otra base en Entebbe, Uganda, con varios centenares de militares estacionados. En Djibuti, Washington tiene Camp Lemonnier, la gran base del USAFRICOM, con más de cuatro mil militares y aviones de guerra desde donde controlan al menos seis bases más de drones de vigilancia en África. Y tiene destacamentos en Mali, Nigeria, República Democrática del Congo, Sudán del Sur, Etiopía y Somalia.
Nigeria (que había sido el principal productor de petróleo en África, se ha visto superada por Angola) sigue siendo uno de los países más pobres del mundo, y vive en una situación de constante crisis, con la población sumida en la miseria. Nigeria ha buscado la colaboración de Estados Unidos y Rusia en su lucha contra Boko Haram, pero la presión terrorista del yihadismo africano continúa. Las ofensivas frases de Trump sobre algunos países americanos y africanos, calificándolos como “agujeros de mierda”, llevaron a Abuya a protestar formalmente. Al sur de Nigeria, China mantiene excelentes relaciones con Gabón y con Angola, países que respaldan a Pekín en su postura sobre el Mar de China meridional; Angola tiene en China a su mayor socio comercial, el destino principal de su petróleo y el más importante financiador de su economía, además de ser un aliado estratégico.
El corazón africano se desangra en la interminable crisis de la República Democrática del Congo, donde, en 1996, Estados Unidos impulsó la invasión del país con fuerzas de Ruanda y Uganda, que ahora se debate en las protestas contra Kabila por el retraso de las elecciones, en enfrentamientos con grupos armados y desplazamiento forzoso de millones de personas, además de la violencia en Tanganyika. En el vecino Sudán, la guerra civil se arrastra desde los años ochenta, en medio de un mar de pobreza y corrupción, conflicto que ha causado más de dos millones de muertos, y donde, en 1996, Estados Unidos forzó a Eritrea y Etiopía (que se habían separado tres años atrás) a que intervinieran en la guerra sudanesa, apoyados por aviones de combate norteamericanos.
Estados Unidos ha apoyado a gobiernos islamistas en Jartum, y también a los rebeldes del sur, ha presionado a las partes para pacificar el territorio con objeto de que Chevron pueda explotar los nuevos yacimientos descubiertos, y, tras los acuerdos de paz de 2005, y la independencia del sur sudanés en 2011, Estados Unidos ha puesto huevos en todas las cestas, facilitando armamento tanto a Jartum como a Yuba. Dos años después de la independencia de Sudán del Sur, el presidente Salva Kiir Mayardit destituyó al vicepresidente, Riek Machar, acusándolo de organizar un golpe de estado, enfrentamiento que ha dado lugar a una nueva guerra, donde se ventilan enfrentamientos étnicos y, sobre todo, la lucha por el poder y por los recursos petrolíferos del país, cuestión que interesa a Washington: no en vano, Sudán fue uno de los principales exportadores de petróleo hacia China, y Estados Unidos pretende ahora limitar el acceso chino a esa fuente de abastecimiento. Etiopía media en la guerra civil entre los bandos dirigidos por Kiir y Bachar: uno de los problemas añadidos es el reclutamiento de miles de niños para los grupos armados, además de las constantes violaciones de mujeres y niñas.
El intervencionismo norteamericano viene de lejos, asociado con frecuencia a un grave desconocimiento del Pentágono (que contrasta con la rigurosa investigación desarrollada por sus universidades) y unido a una arrogancia militar que ha causado graves daños en la región, envenenando conflictos y creando otros en su afán por el dominio global. Estados Unidos ha intentado llenar el vacío dejado por Moscú en Etiopía y en Sudán, que mantuvieron buenas relaciones con la Unión Soviética; mantiene rivalidad con Francia, y su mayor preocupación ha pasado a ser China.
Estados
Unidos organizó bases de entrenamiento militar en Etiopía para los grupos
armados que operan en Somalia, ha conseguido el acuerdo del gobierno etíope
para abrir bases operativas para sus aviones de guerra que atacan en Yemen y
Somalia, además de crear una base de drones en Arba Minch, junto al lago Chamo
y el lago Abaya, en el sur del país. Los servicios secretos norteamericanos
operan también desde Etiopía, uno de los gigantes de África, donde la dimisión
del presidente Hailemariam Desalegn (del Frente Democrático Revolucionario del
Pueblo Etíope, FDRPE, que llegó al poder en 2012 iniciando la larga etapa de
dos décadas de Meles Zenawi, tras derribar a Mengistu) ilustra las dificultades
y disputas en el seno de la coalición gobernante, en un marco de crecimiento
económico (el “milagro etíope”), pero también de disturbios, donde el FDRPE, de
orígenes marxistas, aunque domina por completo el parlamento, ha tenido que
hacer frente a protestas que, en 2016, causaron numerosos muertos.
En
el plano internacional, Hailemariam mantiene una alianza con Estados Unidos en
las guerras de Somalia y Sudán del Sur, y en el dispositivo militar
norteamericano contra el terrorismo, y, en la práctica, la diplomacia
norteamericana protege al gobierno etíope como instrumento para el control del
cuerno de África, aunque la presencia china se hace notar: China es ya el
principal destino de las exportaciones etíopes. Su ejército es uno de los más
poderosos de África, y, desde 2006, hay tropas etíopes en Somalia, enviadas
allí por la presión norteamericana.
Estados
Unidos ha intervenido en Somalia desde los años noventa, y tanto Bush como
Clinton enviaron decenas de miles de soldados, y, después, financiaron a grupos
armados somalíes para hacer frente a la coalición islamista (que recibía apoyo
de Arabia) que se apoderó de Mogadiscio en 2006. El país se encuentra en una
situación catastrófica: la ONU ha contabilizado miles de muertos civiles en los
dos últimos años, centenares de secuestros y miles de detenidos arbitrariamente
por las fuerzas del gobierno y por los grupos armados, mientras Estados Unidos
interviene regularmente bombardeando a destacamentos del grupo yihadista Al
Shabab (relacionado con al Qaeda), apoya al actual gobierno somalí y mantiene
grupos de operaciones especiales en el país para entrenar a las tropas del
gobierno e intervenir en misiones secretas tanto en Somalia como en todo el
cuerno de África.
La gran cuenca del Nilo es, además, escenario de peligrosas tensiones por la prevista construcción de una presa en el gran río (en Etiopía, cerca de la frontera sudanesa, que sería la mayor de África), que El Cairo teme afecte al caudal que recibe en su territorio. Esa presa del renacimiento etíope se construye con financiación china y del BAFD, Banco Africano de Desarrollo, del que forman parte cincuenta y tres países africanos. El dimitido presidente etíope, Hailemariam Dessalegn, durante su visita a El Cairo en enero de 2018, afirmó que la presa y la central hidroeléctrica que su país construye en el Nilo, no tendrían repercusiones negativas para Egipto, pero impera la desconfianza. Las obras alcanzan ya el sesenta por ciento de su construcción, y finalizarán en 2019: pese a las tranquilizadoras palabras de Dessalegn, las diferencias entre Etiopía, Sudán y Egipto no han terminado y podrían desatar un conflicto militar por el reparto del caudal del Nilo. Países como Kenia, Tanzania, Ruanda, Burundi, Uganda, Sudán del Sur y Djibuti, que esperan recibir una electricidad más barata, apoyan a Etiopía frente a Egipto. Con esa presa, Etiopía será el otro gigante africano de producción de energía eléctrica, además de Sudáfrica.
A esa situación, se añade la tensión entre Sudán y Egipto: El Cairo destacó unidades militares a Eritrea, en la frontera con Sudán. La política exterior sudanesa ha sido con frecuencia errática, cambiando de aliados: Turquía mantiene buenas relaciones con Sudán, y la visita de Erdogan a Jartum, en enero de 2018, fue vista con gran desconfianza por El Cairo. Jartum retiró a su embajador en Egipto, y, por si faltaran incertidumbres en la región, desde 2016, las disputas en el Golfo han configurado dos bandos entre los países musulmanes de la zona: uno, compuesto por Arabia, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, que acusaron a Qatar, y otro formado por Irán y Turquía, que se alinearon con Doha.
También
Egipto desconfía del alquiler a Turquía de la isla sudanesa de Suakin (en el
litoral, al sur de Puerto Sudán y al norte de la costa de Eritrea) por noventa
y nueve años, que Ankara y Jartum anunciaron para el desarrollo turístico en el
mar Rojo, pero donde El Cairo sospecha que Turquía tiene previsto construir una
base militar, como punto de apoyo para controlar el tránsito en el Mar Rojo.
También la presencia de barcos turcos es vista con desconfianza por Egipto y
por Arabia. Además, Egipto y Sudán se disputan la soberanía del triángulo de
Halayeb, en la costa, rico en petróleo. En mayo de 2017, el presidente sudanés,
Omar Bashir, acusó a Egipto de intervenir en el conflicto de Darfur (que se
arrastra desde hace años, y que ha sido utilizado por Estados Unidos para
presionar a China). El general Sisi, el presidente golpista egipcio, negó que
su país interviniera, aunque su gobierno acusa a Sudán de complicidad con los
Hermanos Musulmanes del derrocado presidente Mursi, a quienes también apoya
Turquía.
En ese complejo escenario, China trabaja las infraestructuras. La construcción del ferrocarril Addis-Abeba-Djibuti, inaugurado en octubre de 2016, y la más reciente construcción de la línea Mombassa-Nairobi, el mayor proyecto de la historia de Kenia, ejecutada por China, alarmó todavía más a Estados Unidos, que teme el aumento de la influencia de Pekín. Además, China está dispuesta a prolongar esa vía, invirtiendo otros 4.000 millones de euros, para llevar el ferrocarril a la región de los grandes lagos y al interior del continente, hasta Sudán del Sur, Uganda, Ruanda y Burundi, países que, de esa forma, podrían tener una salida al mar a través del gran puerto keniata de Mombassa.
En el sur de África, además de la destitución de Mugabe en Zimbabwe, los cambios alcanzan también a Angola, donde João Lourenço sustituyó a José Eduardo dos Santos (que permanecía en el poder desde 1992), y a Sudáfrica, donde Cyril Ramaphosa sucedió al corrupto Jacob Zuma, en una transición llena de peligros para el Congreso Nacional Africano. Los tres países están gobernados por los movimientos de liberación que consiguieron la independencia de sus países o el fin del apartheid, y Pekín mantiene buenas relaciones con todos ellos. China, que estableció relaciones diplomáticas con Sudáfrica hace sólo veinte años, suscribió con Pretoria, en 2010, la Declaración de Pekín, y ambos países firmaron la Asociación Estratégica Integral (AEI), que ha convertido a China en el principal socio comercial de Sudáfrica. En la vecina Bostwana, Pekín ha construido la central eléctrica de Morupule, que produce el noventa por ciento de la electricidad del país.
China prosigue su apuesta estratégica por la colaboración con países de todo el planeta, asegurando el mutuo beneficio, rehuyendo enfrentamientos, trabajando por la distensión, porque necesita un entorno pacífico para afianzar su desarrollo económico, y consolidar el socialismo chino, consciente de que Estados Unidos no quiere renunciar a sus prerrogativas imperiales y sigue negándose a un trato entre iguales: mientras China quiere evitar la extensión del incendio de Oriente Medio por el mundo, Estados Unidos sigue utilizando la guerra como instrumento para imponer su dictado.
Las
viejas potencias coloniales europeas han retrocedido en el continente africano,
y hoy la joven África, envuelta en un mar de pobreza pero también de proyectos
de futuro, quiere dejar de ser el vecino desdichado, condenado por los poderes
capitalistas del planeta a contemplar, extenuado, el expolio de sus riquezas;
ve cómo Francia se resiste a abandonar su papel de patrón en el territorio, y
cómo Estados Unidos extiende los tentáculos del Pentágono y de sus compañías
multinacionales, creando nuevas bases militares, llevando el miedo y la guerra,
al tiempo que China se convierte en una esperanza pasa el desarrollo. África se mira en un espejo chino.