Gioconda
Belli
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/ 250418
No
lo esperábamos tan contundente pero el Día de la Ira llegó para nuestros
gobernantes el 19 de abril.
De
un golpe cayeron con sonido de vidrios rotos las encuestas, las afirmaciones,
las creencias de que gobernaban con el apoyo y aprobación de la mayoría. De una
vez se vinieron al suelo las pretensiones de que podían salirse con la suya
violando las leyes, destruyendo la Constitución, inventando un sistema de país
a su imagen y semejanza.
La
arrogancia con que han venido ignorando las críticas de tantos, la impunidad
con que actuaron para aterrorizar a pacíficos manifestantes y evitar que el
pueblo se manifestara en las calles, la violencia que creían poder desatar sin
pagar ningún precio, les pasó la cuenta.
Podrán
seguir repitiendo el discurso del amor, alegando que quieren el diálogo,
atribuyéndose la defensa de la familia, atreviéndose a llamarse revolucionarios,
acusando a quienes los adversan de “derechistas” o de ser instrumentos de la
CIA, pero después del 19 de abril, su discurso ha quedado vacío. Las mentiras
de ese discurso que por once años han intentado hacernos creer, han quedado en
evidencia ante todo el pueblo. No se puede tapar el sol, ni el 23 de abril, con
un dedo.
Esa
ficción de “pueblo presidente” que nos decían éramos mientras nos ignoraban, ha
salido de su estado de callada condena para convertirse en una realidad y demandarlos
a voces por su mal gobierno, sus arbitrariedades, su falta de ética, los
fraudes electorales, el apañamiento de delincuentes, la malversación de las
leyes, la entrega de nuestras tierras, la venta de nuestra soberanía, el
descuido de nuestros recursos, la arrogancia de su opacidad informativa, de su
negativa a ser transparentes en los asuntos del estado, la desconfianza hacia
sus propios ministros que han tratado como peleles, el abuso de los empleados
estatales para obligarlos a rotondear bajo amenaza de despedir a quienes no
sean sumisos y aduladores, el crimen de haber hecho retroceder un avance tan
esencial como la apoliticidad del Ejército y la Policía, insistiendo en
doblegar a sus jefes, en malearlos, en obligarlos a deponer sus propios códigos
militares y en someterse, no al pueblo presidente, sino a una pareja
autoritaria y ciega a la realidad.
La
sangre de los que lucharon por un país libre: los que cayeron en la lucha
contra Somoza y los que han caído en estos once años y sobre todo en esta
semana valiente, ha vuelto a revivir en esta nueva generación de nicaragüenses
dispuestos a recuperar el sueño de una Patria Libre. No en vano
existieron hombres y mujeres generosos y ejemplares que quisieron iluminar la
oscuridad. Sus fantasmas están con nosotros, su legado está con nosotros.
Sandino vive.
El
Dies Irae es el día del juicio, es la hora del juicio. Daniel Ortega y Rosario
Murillo han sido juzgados como gobernantes: no son lo que queremos para nuestro país. Se les dio la
oportunidad, pero no fueron dignos: los acabó la ambición, los cegó el
mesianismo, la arrogancia de sus propias interpretaciones.
Los
nicaragüenses ahora estamos ante un problema: se habla de diálogo. Se dice que
es lo más civilizado; pero ¿cómo dialogar a estas alturas? La desconfianza
hacia Daniel y Rosario es insuperable. Ya mostraron ampliamente su vocación
totalitaria. ¿Cómo creer que tendrán la tolerancia y el espíritu democrático,
la ética y la transparencia que debe tener un buen gobierno? ¿Qué diálogo puede
haber con ellos cuando no creemos en su disposición de acatar verdaderamente la
voluntad del pueblo? ¿Quién será el garante de que se cumplirá lo que se
acuerde cuando hemos visto a Daniel Ortega ignorar los acuerdos y compromisos
que firmó para llegar al poder?
La
solución de este problema es una: el Presidente y su esposa deben tener a
valentía para darse cuenta de que se les terminó su tiempo.
El
pueblo presidente les pide que renuncien. Deben renunciar. Sin que muera nadie
más, sin obligar a los nicaragüenses a volver a las calles, deben renunciar.
Fracasaron, se sobrepasaron. Humildemente, acéptenlo y renuncien.
Es
la única salida decente y digna que les queda.