R.
Aída Hernández Castillo
www.jornada.unam.mx / 080318
Regresar
por primera vez en 2017 a la tierra de los abuelos en territorio yoreme en
Sinaloa, en el año más violento de las últimas dos décadas, fue una experiencia
desgarradora. Como antropóloga me especialicé en el área maya y las raíces
familiares yoremes habían quedado olvidadas en el anecdotario familiar, marcado
por el racismo que caracteriza a la sociedad mexicana, que tiende a negar las
genealogías indígenas y a resaltar las castizas.
Sin
embargo, mi participación en el Grupo de Investigación en Antropología Social y
Forense (www.giasf.org)
me ha llevado a regresar varias veces a esas tierras y desandar los caminos que
sacaron a don Anacleto y a doña Rosenda Hernández, de la Sierra de Sinaloa a
principios del siglo pasado. La investigación colaborativa con Las Rastreadoras
de El Fuerte, una organización de madres de los desaparecidos que con picos y
palas buscan a sus hijos, haciendo el trabajo que las instituciones de justicia
no han podido o querido hacer, nos ha acercado a un fenómeno poco documentado
por la academia y silenciado por los organismos indigenistas estatales: la desaparición forzada de población
indígena yoreme y el desplazamiento de comunidades enteras producto de la
violencia.
Si
bien, según datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos
Indígenas (CDI), los 28 mil indígenas que se identifican como mayo-yoremes se
ubican en los municipios de El Fuerte, Choix, Guasave, Sinaloa de Leyva y
Ahome, que son precisamente los municipios en donde Las Rastreadoras han
encontrado el mayor número de fosas clandestinas, no existe hasta ahora un
registro oficial de los efectos de la desaparición forzada y por particulares
en la población indígena, ni programas especiales para víctimas de la
violencia. Tan solo en el pueblo de Capomos, Centro Ceremonial Yoreme, en el
municipio de El Fuerte, con 677 habitantes, siete familias han sufrido la
desaparición de algunos de sus integrantes. A diferencia de las madres
Rastreadoras, que han encontrado en la organización colectiva la fuerza que les
permite seguir adelante en la búsqueda de sus hijos, muchas de las madres
yoremes sufren en silencio el duelo suspendido.
De
los 119 cuerpos recuperados por Las Rastreadoras, 109 han podido ser
identificados y entregados a sus familias. Al sistematizar las historias de
estos tesoros encontrados, como ellas los llaman, poco a poco vamos
descubriendo a jóvenes, hombres y mujeres yoremes, cuyos cuerpos fueron
entregados a sus familias ayudando a aminorar aunque sea un poco, el dolor que
deja la incertidumbre y la impunidad. Las familias yoremes están agradecidas,
pero participan poco, hay miedo de hablar, miedo a la denuncia, miedo a
manifestarse, por los hijos que quedan, por los maridos que salen al campo,
porque sus cuerpos y vidas son desechables y en Sinaloa parece haber permiso para
matar.
En
una entrevista realizada a la delegada de la CDI para el municipio de Ahome,
ella nos dice que la violencia no es un problema para los mayo-yoremes, que
nadie ha mencionado el tema en los diagnósticos realizados. Ni siquiera las 60
familias de la Sierra Norte de Sinaloa que desde 2012 fueron desplazadas por la
violencia del crimen organizado y que viven en pobreza extrema en el municipio
de Choix. Su principal preocupación ahora como delegada, nos dice, es no tener
suficientes proyectos para ejercer los 40 millones de pesos que debe gastar
antes de que termine el sexenio. Le interesa conseguir el sello de Paraíso
Indígena que impulsa desde 2015 la CDI para promover el turismo en zonas
indígenas. El problema nos explica, es que los yoremes son flojos y no hacen
bien sus artesanías, así es difícil promoverlos. Al parecer la funcionaria
indigenista y Las Rastreadoras no viven en la misma realidad.