www.kaosenlared.net / 100218
La resolución de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos, sobre el matrimonio igualitario, para parejas del mismo
sexo, ha abierto un interesante debate sobre ética, moral, valores, religión,
familia y derecho.
La resolución de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos, sobre el matrimonio igualitario, para parejas del mismo
sexo, ha abierto un interesante debate sobre ética, moral, valores, religión,
familia y derecho.
Los
valores emanan de la realidad social y cambian con el tiempo
La primera afirmación que corresponde
hacer es que la ética, la moral, los valores y el derecho, como en general el
mundo de las ideas y la cultura, no caen del cielo, sino que son producto de la
sociedad. El grado de desarrollo tecnológico y la existencia o no, y de qué
tipo clases sociales, que posea una sociedad determinada, produce el orden
moral que calza con sus necesidades. Como dijera Carlos Marx,
“el ser social determina la conciencia”.
Lo que quiere decir que, en términos
generales, en una sociedad dividida en clases sociales los valores
prevalecientes serán los que impongan los grupos dominantes y sus intereses.
Aquí la moral es un mecanismo de control social tan efectivo como el aparato
represivo del Estado. Por supuesto, los grupos dominados también pueden forjar
valores alternos que salen a flote eventualmente por algunos “resquicios”, pero
la moral prevaleciente siempre será la que convenga a la clase dominante, la
que cuenta con el derecho y el Estado para imponerla.
Claro que la frase de Marx no debe ser
interpretada en sentido mecanicista, pues puede haber individuos de la clase dominante
que desarrollen criterios éticos confrontados con el interés de su clase, así
como de hecho hay elementos de las clases dominadas que asimilan los valores
que sirven a sus explotadores.
La segunda afirmación general que debemos
hacer es que los valores, el derecho y los tipos de familia, cambian conforme
cambian las sociedades, no son eternos. Y se nos dirá que esto es una “locura”
pues hay valores fundamentales que son inherentes al ser humano. A lo cual
responderemos que esos valores son interpretados acorde con la situación del
momento y nunca han sido tomados por la sociedad de manera absoluta.
Por ejemplo, “no matarás”. Pareciera que
estamos ante el valor más absoluto, pues lo dicta la preservación de la especie
y, sin embargo, las sociedades siempre lo han relativizado. La autopreservación
y el dominio de algunos pueblos o grupos sociales sobre otros siempre las ha
permitido “justificar” la muerte de los contrarios. Es la ley de todas las
guerras. La propia Iglesia católica y evangélica, defensora de los “diez
mandamientos”, muchas veces justificó la muerte de los “infieles” en nombre de
la Fe. Quien lo dude que repase la historia de la Conquista de América, de las
Cruzadas o la lucha entre la Reforma y la Contrarreforma.
La
religión no es eterna, también cambia
La religión misma, generadora y
transmisora de valores, cambia con el tiempo. No siendo igual las religiones
animistas de los pueblos primitivos, basadas en la absoluta incomprensión y el
estado de impotencia frente a las fuerzas de la naturaleza; que las religiones
de las primeras civilizaciones, mucho más volcadas al control de las
sociedades, en que gobernantes y sacerdotes, reyes y dioses, se confundían en
las mismas personas; que las religiones modernas, mucho más sofisticadas.
Incluso dentro del propio cristianismo hay
múltiples variantes, surgidas históricamente por claras razones sociales:
ortodoxos y católicos romanos, dos vertientes surgidas de la división del
imperio romano; el cisma protestante nacido al calor de los nuevos valores
capitalistas confrontados con el catolicismo medieval, etc.
Así mismo podríamos decir que, aun dentro
del catolicismo, no es lo mismo el Opus Dei que la Teología de la Liberación;
como tampoco se puede reducir a todos los musulmanes a sinónimos de talibanes.
Cada versión depende del contexto social que le ha dado origen.
No
hay un “diseño natural de familia”
Las formas de familia también han variado
con el tiempo: en muchas comunidades primitivas, como las estudiadas por el
antropólogo L. H. Morgan (citado por F. Engels en su libro “El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado”), en las que prevalecía ciertos
tipos de promiscuidad sexual; a la familia patriarcal heredada de la antigüedad
romana, en la que “famulus” era sinónimo de esclavitud o propiedad del “pater”;
a la sociedad moderna capitalista, en la que las mujeres, luchando, han pasado
de subordinadas legales a sus padres, hermanos y maridos, a lograr espacios de
igualdad legal.
Ni hablemos de sociedades como la Grecia
clásica, tan querida de los defensores de la cultura occidental, de cuyas ideas
se nutrió el cristianismo, en la que prevalecía tal grado de obcecación
patriarcal que, los matrimonios heterosexuales, sólo servían para la
reproducción, puesto que la mujer era considerada inferior.
Por ende, el verdadero amor (“platónico”)
solo era posible entre iguales, es decir, entre hombres. Donde era común que
los hombres de las élites tuvieran amantes jóvenes varones (efebos). De manera
que siempre han existido parejas del mismo sexo, lo único que ha cambiado es la
moralidad pública, que a veces acepta y otras rechaza, las relaciones
homosexuales, las cuales siempre han existido de hecho.
En ningún lado ha existido algo como “el
diseño natural” de familia, ni siquiera en la Biblia, donde se aprecian todo
tipo de familias, patriarcales, por supuesto. Desde Abraham, que tenía dos mujeres,
a Salomón que tuvo más de doscientas, de acuerdo al texto sagrado. Lo que
tienen en común la Biblia, como El Corán, es la descripción de un tipo de
familia, prevaleciente en la Edad Media, en la que la mujer se supedita a la
voluntad omnímoda del marido. Una época en que la Iglesia, la nobleza y el
Estado se fundían.
Sobre
el “matrimonio civil”
Ese tipo de familia pertenece al pasado.
Desde la Revolución Francesa, la independencia de Estados Unidos y la de
Hispanoamérica, y a lo largo del siglo XIX, los valores de la modernidad
capitalista han ido sacando a la religión y a la Iglesia de las relaciones
entre “civiles” y con el Estado.
El derecho civil moderno, impuesto en
Europa por Napoleón, establece que es el Estado, mediante la Ley, el que regula
las relaciones entre civiles, quitándole ese poder que en la Edad Media tuvo la
Iglesia católica. La educación, los registros de nacimiento y defunción, además
del matrimonio son regidos por el Estado a través de autoridades designadas por
la ley.
De manera que el matrimonio que no se hace
en una iglesia, sino ante un juez o notario debidamente autorizado por la ley,
es un matrimonio civil.
Por ende, que las iglesias católica y
evangélica pretendan que las parejas homosexuales pueden tener una “unión
civil”, pero no un matrimonio, es una falacia lógica, porque toda unión de
parejas regulada por el Estado es un “matrimonio civil”.
Por supuesto, las iglesias tienen el
derecho de negar al “matrimonio religioso” a parejas del mismo sexo si eso
contraviene sus convicciones. Pero las iglesias no pueden pretender imponerle
al Estado sus valores religiosos para regular las relaciones civiles, eso sería
retroceder a la Edad Media, en materia de ética, moral y derechos.
Eso es lo que debiera defender cualquier
estadista o político que se jacte de “liberal”, para no decir “progresista”,
menos de izquierda. Pero en la actual crisis moral de este capitalismo
decadente, en que los principios no valen nada, y lo que impera es la
corrupción y el oportunismo, los supuestos liberales y progres juegan con el
silencio o se inclinan ante las Iglesias a ver si así ganan votos a costa de lo
que sea.
La
“crisis de valores” y la familia
En este sentido, la llamada “crisis de
valores” de la sociedad moderna no es más que el reflejo de la crisis de la
sociedad misma. Crisis compleja, donde elementos arcaicos chocan con la
modernidad “globalizada” del capitalismo, así como con incipientes esfuerzos
por una sociedad nueva, que chocan contra los dos anteriores. Es decir, hay un
conflicto de valores provenientes de varios planos distintos de la realidad.
Por ejemplo, se habla de la crisis de la
familia como el origen de la crisis de los valores, lo que supuestamente es
germen de diversos males sociales como la delincuencia, la drogadicción, la
sexualidad libre, etc.
Frente a los descarnados valores
capitalistas, centrados en el lucro y el dinero por encima de todo, algunos
añoran la familia, y la sociedad tradicional, supuesto modelo de felicidad y
encarnación de valores estables. Si los jóvenes se vuelcan a las pandillas o la
delincuencia, se culpa a sus familias, por descuidar su crianza. Si las jóvenes
se convierten en madres adolescentes, se culpa de su desenfreno a sus padres, y
en especial a sus madres, por no moldearlas en los valores de la castidad y la
continencia.
Pero este enfoque es doblemente equivocado.
Por un lado, porque exonera de responsabilidad al verdadero causante de los
males sociales y de la crisis de la familia, el sistema capitalista, sustentado
en la explotación y la ley de la ganancia. Si padres y madres no pueden criar y
atender a sus hijos, no se debe a que el “mal” se haya entronizado en sus
mentes, sino porque el capitalismo los obliga a trabajar desaforadamente para
arañar algo del sustento diario.
Por otro lado, la familia tradicional
estaba lejos de ser el emporio del amor y comprensión mutua entre sus miembros.
La familia tradicional, apoyada por la religión y el Estado era un centro de la
opresión de los hijos y la mujer, donde padre era el “rey de la casa”.
Las
conquistas democráticas de la modernidad están mediatizadas por el capitalismo
La modernidad y sus valores es un fruto
contradictorio. Por un lado, ha significado la conquista de derechos y nuevos
valores democráticos para sectores sociales anteriormente subordinados, como la
mujer. El divorcio, la anticoncepción, la ciudadanía y el derecho al trabajo
son conquistas de las mujeres que la sociedad, la familia y los valores
tradicionales les negaban. Son conquistas, no depravaciones, ni antivalores.
El aspecto negativo de la modernidad es
que sigue siendo una sociedad escindida en clases, donde la clase dominante
obtiene su riqueza y poder de la ganancia capitalista. Entonces todas las
conquistas democráticas y los nuevos valores positivos están mediatizados por
el lucro. La familia se ha vuelto esclava del trabajo, la sexualidad se ha
convertido en objeto de consumo, la democracia un instrumento de los ricos, y
por encima de todo, reina el dinero venerado como ídolo.
Cambiar esta situación no puede resolverse
en el mero plano de los valores, menos mediante la restitución de dudosos
valores arcaicos, sino transformar la sociedad para que, sobre una base de
equidad social puedan prevalecer nuevos valores centrados en la solidaridad
humana.