Xabier Pikaza
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Hans Küng, el último de los teólogos vivos del Concilio Vaticano II, que cumple ahora 88 años, ha pedido al Papa Francisco que revise el tema de la infalibilidad papal, no que lo niegue, sin más, sino que lo revise, estudiando a fondo su sentido y sus implicaciones, no sólo para el mejor conocimiento de la Iglesia Católica, sino para que pueda retomarse el diálogo ecuménico, entre las iglesias cristianas y las diversas religiones, que elevan también grandes pretensiones de verdad.
Hans Küng publicó el año 1970 un libro titulado 'Infalible?, una pregunta' y el papa Juan Pablo II le retiró después (año 1979) la licencia eclesiástica para enseñar como teólogo católico, una licencia que no le ha sido concedida de nuevo hasta el momento actual, aunque son muchos los teólogos y pensadores cristianos que se lo han pedido al Papa Francisco.
En este momento, la prensa de diversos países ha publicado una carta del mismo Hans Küng, en la que le pide al Papa que revise el caso de la infalibilidad, para bien de la Iglesia, en línea de evangelio y de renovación cristiana:
Seguramente comprenderá que, llegado al final de mis días y movido por una profunda simpatía hacia usted, quiera, ahora que todavía estoy a tiempo, hacerle llegar mi ruego de que se proceda a una discusión libre y seria sobre la infalibilidad.
Somos muchos los que venimos pensando desde hace algún tiempo sobre el tema, y en esa línea quiero y pudo ofrecer yo también mi reflexión.
Como verá quien siga leyendo, no niego la infalibilidad, pero la interpreto en una línea evangélica y eclesial, algo distinta de la que propone H. Küng, aunque no contraria a ella.
Pienso que la infalibilidad del Papa (es decir, de la Iglesia o, mejor dicho, del Evangelio) es importante y debe entenderse y revisarse en línea cristiana, desde el don de Dios, desde la salvación de los más pobres, en línea de gratuidad y diálogo, no de poder del Papa como persona y ni de la Iglesia como institución.
Así lo hago, ofreciendo aquí un pequeño homenaje a H. Küng, a quien conocí hace tiempo y a quien sigo estimando siempre, por su fecundo pensamiento y su honda libertad cristiana. Juzgará el lector la posible pertinencia de mi respuesta.
La forma y manera en que el Papa (la Iglesia de Jesús) es infalible.
La infalibilidad, que para muchos constituye la piedra de tropiezo del papado, está implícita en la declaración anterior. Parece un dogma extraño, a contrapelo de la modernidad, que había levantado un monumento a la «razón», convirtiéndola en fuente infalible de verdad, como supone el programa de las ideas claras y distintas de Descartes.
Pues bien, en ese contexto, como oponiéndose a un tipo de Ilustración, que puede volverse impositiva, después de haber afirmado que la razón «natural» está abierta a Dios, el Concilio ha añadido que sólo el Papa (=la Iglesia), escuchando a Cristo y amando gratuitamente a los pobres, puede ser y es infalible:
El Romano Pontífice, cuando habla ex cátedra -esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal-, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia (Denz-H., 3074).
[Cf. L. M. BERMEJO, Infallibility on trial: Church, conciliarity, and communion, Westminster, Maryland 1992A. B. HASLER, Cómo llegó el Papa a ser infalible, Planeta, Barcelona 1980; H. KUNG, ¿Infalible?: una pregunta, Herder, Buenos Aires 1972; Respuestas a propósito del debate sobre "infalible: una pregunta", Paulinas, Madrid, 1971; Ch. OHLY, Sensus Fidei Fidelium: zur Einordnung des Glaubenssinnes aller Gläubigen in die Communio-Struktur der Kirche im geschichtlichen Spiegel dogmatisch-kanonistischer Erkenntnisse und der Aussagen des II. Vaticanum, EOS, St. Ottilien 1999; K. RAHNER (ed.), La infalibilidad de la Iglesia: Respuesta a Hans Küng, Ed. Católica, Madrid 1978; B. SESBOÜÉ, El magisterio a examen: autoridad, verdad y libertad en la Iglesia, Mensajero, Bilbao 2004; G. THIELS, L'infaillibilité pontificale: source, conditions, limites, Duculot, Gembloux, 1969; AAVV, «Verdad y Certeza, en Torno al Tema de la Infalibilidad»: Concilium 81, 82, 83, Cristiandad, Madrid 1973].
La declaración conciliar quiere hacer posible la verdad, encontrando un punto de apoyo que nos permita descubrir aquello en que podemos confiar y alejarnos de aquello que nos puede destruir.
Esa pasión por la verdad estaba presente en Descartes (que apeló a las ideas claras y distintas) y en Kant (que buscó el imperativo de la voluntad universal). Ambos tenían sus argumentos, pero los obispos del Vaticano I buscaban otra base para la verdad definitiva, más allá de los límites y riesgos de la pura Ilustración (que, siendo muy positiva, puede convertirse en principio impositivo, como han mostrado las barbaries del siglo XX: nazismo, estalinismo, capitalismo), y así apelaron a la infalibilidad de Jesús, es decir, del evangelio, no para oponerse a la razón (que ellos defendían), sino para fundar la verdad racional sobre la gracia.
Por eso, definieron al mismo tiempo dos «dogmas» o principios, que se encuentran implicados:
1. Conocimiento racional.
Situándose en la línea de Descartes y Kant, los obispos del Vaticano I afirmaron que el hombre está abierto por su misma realidad hacia la Vida originaria, que le fundamenta y sobrepasa: «Si alguno dijere que el Dios vivo y verdadero, creador y señor nuestro, no puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, por medio de las cosas que han sido hechas, sea anatema» (Denz.-H. 3026). Eso significa que el hombre puede dirigirse a la verdad y acogerla por «la luz natural de la razón» (Ibid. 3004).
Los obispos defienden así la Ilustración, como camino de búsqueda humana, y suponen que el evangelio no es irracional, ni puede imponerse de manera fundamentalista sobre creyentes antiguos o modernos. Ninguno de los ilustrados había logrado decir más que el Vaticano I: hombres y mujeres son capaces de conocer la realidad, conociendo incluso lo divino. Eso significa que el cristiano puede y debe dialogar con la cultura y que la iglesia acepta el proceso de racionalidad, a pesar de los riesgos que ha implicado en occidente, con la búsqueda filosófica y científica de la modernidad. En otras palabras, el hombre es capaz de Dios, capaz de trascenderse (capaz de buscar racionalmente la verdad).
2. Infalibilidad cristiana.
El Vaticano I añade que la búsqueda anterior (racional) de la verdad se encuentra fundada (y abierta) por una experiencia de fe, es decir, por el don de Dios que se revela porque él quiere, libremente. En este plano, desde una perspectiva cristiana, el Concilio afirma que, al acoger y expresar el don de Dios (la gracia de su revelación), el Papa es infalible, en materia de fe y costumbres (de fe y vida), cuando habla «ex cathedra», es decir, en nombre de la iglesia y de la humanidad, en línea de gracia, esto es, de evangelio.
Este dogma puede resultar y resulta escandaloso si se entiende de un modo literal o se relaciona con pequeñas declaraciones que el mismo papado ha venido ofreciendo en los últimos tres siglos, sobre temas de política o cultura, de ciencia o vida social. Pero, tomado en sentido profundo, este es un dogma esencial, porque permite que los cristianos sean conscientes de la firmeza que tiene conocimiento por fe, es decir, su experiencia religiosa compartida, en forma de comunión de gratuidad, desde el evangelio.
Ambos «dogmas» (conocimiento racional e infalibilidad creyente) son inseparables y, lo mismo que la potestad cristiana, ellos se aplican a todos los hombres, quienes aparecen así como capaces de buscar por razón la verdad y de escuchar o acoger por fe la vida «infalible» de la revelación de Dios. En esa línea, el segundo dogma dice que sólo es infalible Cristo o, mejor dicho, una vida como la de Cristo, en amor abierto al conjunto de la iglesia (de la humanidad), partiendo de los pobres.
El lugar donde se expresa y cultiva esa infalibilidad es la comunión de los seguidores del evangelio, representados de un modo especial, no exclusivo, por el Papa, cuando asume, según Cristo, la vida del conjunto de la Iglesia, al servicio de los pobres. Así se vinculan ambas líneas: la búsqueda de la verdad (la apertura divina del hombre) y la afirmación de que sólo es infalible (en sentido cristiano) la comunidad de los fieles, precisamente allí donde ellos renuncian a todo poder y a toda verdad impositiva, buscando el bien de los demás.
Esas dos declaraciones resultan esenciales para que sigamos manteniendo el camino de Jesús y seamos cristianos. No son exclusivistas, no se aplican sólo al Papa (¡él sería infalible, mientras todos los demás son falibles!), ni a la iglesia católica tomada de un modo cerrado (¡sólo ella sería verdadera, las demás son falsas!), sino que expresan un convencimiento humano, de tipo racional (podemos conocer la verdad), y una experiencia de fe gratuita, según la cual sólo conocemos la Verdad de Dios en la medida en que, renunciando a imponerla de un modo dictatorial (por encima de los otros), afirmamos que ella se expresa como amor gratuito, allí donde acogemos el don de la vida, con Cristo, amando a los más pobres.
Según eso, la Iglesia católica es infalible en la medida en que renuncia a serlo de un modo impositivo, dejando de situarse por encima de otras confesiones cristianas o de otras religiones y, sobre todo, por encima de los pobres. Ella es infalible en la medida en que recibe el don de amor de Dios y lo comparte en actitud dialogal (Hech 15, 28), en gesto de servicio a los pobres, sin condenar a nadie, pero rechazando toda imposición violenta, toda superioridad racionalista, legalista o política. Sólo es infalible si mantiene la experiencia y mensaje de Jesús: si evangeliza a los pobres y ofrece esperanza a los excluidos del sistema, en gratuidad, no por fuerza.
Quien quisiera ser infalible en clave de poder se equivocaría siempre.
Quien pretendiera «yo soy infalible, tú no lo eres» sería un soberbio y no cristiano. Quien dijera «mi iglesia es infalible, las demás falibles» sería un dictador o un enfermo.
En contra de eso, la infalibilidad del Papa (de cada uno de los cristianos y los hombres que se mantienen en gesto de escucha y comunicación amorosa) sólo puede entenderse en perspectiva de pobreza agradecida, allí donde los hombres y mujeres se descubren amados por Dios y descubren que pueden responder amando (amándose entre sí, al servicio de la vida), en un diálogo en que pueden ponerse de acuerdo porque el mismo Dios Padre lo anima y fundamenta (cf. Mt 18, 19).
Este es el poder de la impotencia y la razón de una gracia que está por encima de toda las razones: la verdad de la luz amorosa, que el evangelio ha expresado de forma lapidaria: «Gracias te doy Padre... porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños...» (Mt 11, 25-27). Esta es la infalibilidad de la pobreza y de la pequeñez del hombre, abierto al don del Padre, la infalibilidad del Dios de Jesús que ha creado a los hombres para la vida y que no puede permitir que se destruyan para siempre.
Siguiendo en esa línea podemos añadir que sólo quien renuncia a tener razón y a dominar sobre los otros a través de sus razones «superiores» puede en verdad ayudarles. De esta forma descubrimos que hay algo más poderoso que el poder: el amor creador. Hay algo más verdadero que la razón demostradora: la verdad de la gracia, que puede expresarse en una iglesia concreta donde los cristianos (y de un modo concreto su Papa) renuncian a mantener su razón particular e impositiva, para buscar con los demás el reino de Dios.
Leídas así, las dos definiciones (la capacidad racional de conocer a Dios y la infalibilidad) nos sitúan ante la gran paradoja cristiana:
1. En sentido estrecho, el papado ha sido poco racional y muy falible.
Vaticano I decía confiar en la razón, pero hay pocas instituciones importantes que se hayan opuesto a la razón más que el papado, en su magisterio normal, en línea de política y cultura, en los últimos siglos (del 1600 al 2000). Casi hasta mediados del siglo XX, los Papas han rechazado la libertad religiosa, se han opuesto a la democracia, han condenado el liberalismo y el progreso, han negado los derechos humanos, han criticado la autonomía de la prensa, etc. etc.
Además, el Papado promovió en otro tiempo las guerras de religión, instituyó inquisiciones, quiso convertir a los «infieles» con la ayuda de la espada de los «reinos católicos» (España y Portugal), persiguió a los herejes... En esa línea, siempre que ha tomado la verdad como objeto de posesión y de poder sagrado, ha sido muy falible en temas concretos de fe y costumbres.
Bastará con recordar otra vez a J. L. González Faus, La autoridad de la verdad: momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Herder, Barcelona, 1996.
2. Como representante del evangelio de la gratuidad, el Papa ha sido racional e infalible.
Ha sido racional pues ha valorado y promocionado la tarea de la razón, es decir, de la humanidad en cuanto abierta a la Razón de Dios. Ha sido y puede ser también infalible porque, a través de caminos tanteantes y equivocaciones (tal como hemos visto), la iglesia papal ha venido expresando y concretando a lo largo de la historia el proyecto de Jesús, es decir, la llamada del Reino. Entendida así, la infalibilidad del Papa se identifica con la infalibilidad de la Iglesia (católica, protestante, ortodoxa...) y de toda la humanidad y en ese sentido ratifica un elemento esencial del evangelio, pues mantiene su esperanza y ofrece la garantía del sentido de la vida humana.
Sólo podemos ser cristianos si creemos, de un modo concreto, que la verdad de Dios se va expresando, a pesar de que la historia parece tortuosa y desalmada, suscitando caminos de esperanza y diálogo, abierto a todos los hombres, a través de la comunión concreta de unos seguidores de Jesús, que se descubren vinculados a los crucificados y expulsados de la historia (a los que no pueden imponer su verdad) .
La declaración del Vaticano I sostiene que el Papa tiene la misma infalibilidad de la iglesia, es decir, la de todos los cristianos (y en el fondo la de todos los hombres).
En esa línea añadimos que la Iglesia infalible e indefectible (que en el fondo es lo mismo) no es la del poder, simbolizada en grandes edificios o proyectos elitistas, ni la que se expresa en una curia bien centralizada en Roma, con organismos administrativos y jurídicos eficientes, sino aquella que renuncia a todo poder y a toda verdad propia, para vivir y anunciar el don y fraternidad de Jesús, sin necesidad de instituciones impositivas, cajas fuertes, organizaciones decisorias (casi siempre dictatoriales), ni grandes documentos.
Esta iglesia no es infalible por encima (o en contra) de otras iglesias o religiones, sino con ellas, en gesto radical de pobreza (renuncia a todo poder), de gratuidad (renuncia a toda imposición), en diálogo de amor, desde los más pobres, que son en el fondo los únicos infalibles, porque les ama Dios en Cristo y porque les sostiene el Dios que es infalible en su elección y en su llamada, en el despliegue de su gracia creadora.
La infalibilidad de la iglesia es el amor gratuito, es decir, el poder del no-poder y la verdad del no-juicio. Eso significa que el Papa tiene la suprema potestad allí donde supera o abandona toda potestad. De esa forma puede definir la verdad infalible en la medida en que renuncia a cualquier infalibilidad propia que vendría a situarle, de forma impositiva, por encima de los otros.
El Papa no puede equivocarse, según el evangelio, porque los pobres que acogen el amor de Dios y responden con amor no se equivocan (porque el Dios infalible les ama). De esa forma puede expresar la comunión de esperanza y palabra compartida que se encuentra vinculada a la experiencia pascual de Jesús, tal como aparece en las bienaventuranzas y en la entrega a favor de los demás. Tiene la infalibilidad de la iglesia, es decir, de los pobres e impotentes, que de esa forma quedan en manos del poder y la verdad de Dios.
Tiene la infalibilidad del amor que siempre permanece y nunca cesa, mientras acabarán las profecías, cesarán las lenguas y terminará el conocimiento de aquellos que se piensan sabios en el mundo (cf. 1 Cor 13, 8).
Sólo esa iglesia, que se identifica con los crucificados de la historia, buscando desde la periferia del poder del mundo el futuro de la humanidad, en amor concreto y entrega a los pobres, puede ser y es infalible. No lo es porque sabe más en plano de ciencia, ni porque puede más en línea de organización o autoridad dominadora, sino porque quiere transmitir el mensaje del reino a los pobres (¡ellos son los infalibles!) y porque quiere mantenerse en diálogo de amor concreto, a través de un gesto de perdón y no-juicio que lleva en sí la garantía de la vida perdurable, por pura gracia, sin imponer a nadie su imperio o su certeza.
Esta declaración de infalibilidad, que el Vaticano I ha centrado en el Papa, como signo de una iglesia que promueve el evangelio de los pobres, ha de entenderse como expresión gozosa de vida y esperanza, que se vincula al mensaje del Reino y a las bienaventuranzas. Ella nos dice que, siguiendo a Jesús, la humanidad no marcha a la deriva, sin conocer de dónde viene ni hacia dónde se dirige, sino que forma parte de un camino abierto por Dios hacia el futuro de Cristo, de manera que ella, la humanidad en la que habita Cristo, en medio de sus múltiples equivocaciones, no puede equivocarse.
Ese es el lugar donde se expresa la profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios, por encima de las mismas infidelidades de la historia (cf. Rom 11, 33), porque la Palabra, es decir, la presencia creadora de Dios permanece para siempre. «Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31):
1. La infalibilidad pertenece a la iglesia de Dios.
De esa manera ella ha de entenderse, antes que nada, como una afirmación sobre el Dios que es infalible amando a los hombres. Un Papa que hablara por sí mismo y no en nombre de los pobres, llamados por Jesús al Reino (como si él tuviera la Palabra y los demás no la tuvieran), un Papa que organizara las cosas desde arriba e impusiera su dictadura espiritual sobre los creyentes, no sería infalible según Cristo sino todo lo contrario, un hombre no sólo falible sino equivocado, opuesto al evangelio, opresor de otros hombres.
Por eso, el Vaticano I afirma que el Papa tiene la misma infalibilidad de la iglesia universal (católica-protestante-ortodoxa), conforme a la verdad del evangelio, al servicio de los pobres y de la palabra compartida, en diálogo de libertad (de mesa común), como ha formulado Hech 15, 28, para garantizar la salvación de los gentiles, antes expulsados de la gracia mesiánica: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros». Entendida así, la infalibilidad no es más que la expresión de la presencia del Espíritu de Dios (de Cristo) en la experiencia de amor y en la esperanza de los pobres.
2. Esta es la infalibilidad de los pobres.
No es la verdad de un individuo separado que enseña desde arriba a los demás (porque tiene más conocimiento), sino la de todos los que aceptan el don de la vida, sean o no seguidores explícitos del Cristo, siempre que sean solidarios con los crucificados y expulsados del sistema. Precisamente ellos, los marginados de la humanidad (de los que habla Mt 25, 31-46), cristianos o paganos, hacen la iglesia infalible. Sólo allí donde regalan la vida y la comparten con los pobres, los hombres y mujeres son de verdad infalibles.
Sólo porque los pobres son portadores de «verdad y futuro» podemos hablar de una infalibilidad de la iglesia, que no se expresa en unas proposiciones declaradas por la fuerza, en unos dogmas ya fijados de manera intemporal, sino en el valor definitivo del mensaje de Jesús, es decir, en el sentido de la obra creadora de Dios. Es la infalibilidad de los crucificados de la historia, no la de unos poderes o instituciones que pudieran elevarse sobre los demás, como si unos pocos sabios (de tipo platónico) o un Papa más dotado conociera cosas que otros ignoramos.
3. Esta es la infalibilidad de la vida compartida, es decir, de la iglesia católica.
No es la de unas proposiciones racionalistas que podrían separarse de la vida de los hombres y mujeres concretos de la historia humana. Es la infalibilidad de camino mesiánico, tal como Jesús lo ha expresado, haciendo posible que unos hombres y mujeres (unidos a los pobres y expulsados) puedan vivir con la certeza de que están abiertos al Reino de Dios.
Unas proposiciones que pretendan ser verdaderas para siempre (sin cambio alguno), separadas de una comunidad que las comparte y proclama acaban siendo siempre falsas. Sólo en este contexto recibe su sentido la palabra ex cathedra, que alude al hecho de que el Papa no habla como un simple particular, sino en nombre de la iglesia «católica», desde un espacio de encuentro que se abre a todos los creyentes, en la cátedra o silla del diálogo universal cristiano, al servicio del anuncio del evangelio. Jesús fue infalible en su entrega por el reino.
Así pueden ser y son infalibles los creyentes, en unión con expulsados y enfermos, a quienes proclaman la buena noticia, conforme al mensaje de Jesús: «Bienaventurados vosotros, los pobres (cristianos o no) porque es vuestro el reino de los cielos».
4. Esta es una infalibilidad dentro la falibilidad de la historia.
Una verdad humana que quisiera situarse fuera del camino de la historia no sería nunca verdadera. La infalibilidad de Jesús y de los suyos no puede situarse más allá del tiempo, sino en el mismo proceso de un tiempo hecho de entrega a favor de los demás. Si alguien pretende tener la verdad para siempre, por encima de los otros, separándose así de su historia de sufrimiento y esperanza se convierte en dictador y mentiroso. Sólo puede ofrecer la verdad de Jesús quien asume el riesgo de la vida, la posibilidad de equivocarse, en un camino donde no existe más dogma que la gracia, ni más «costumbre cristiana» que la entrega de la vida a favor de los otros, desde la esperanza del Reino de Dios.
En ese sentido, sólo puede ser infalible una iglesia que acepta su radical falibilidad, siempre que se abra a la esperanza, desde los pobres y expulsados del sistema. No estará de más recordar que una visión inmovilista y doctrinaria de la infalibilidad no podría aplicarse a varias afirmaciones de Jesús (sobre la llegada inminente del Reino) que, en su sentido externo, no se cumplieron. Jesús fue infalible en el don del amor y en la entrega de la vida, pero insertándose dentro de la falibilidad de la historia. En esa misma línea decimos que es infalible la iglesia.
Si la Iglesia católica supone que su Papa es infalible en línea de poder e interpreta esa infalibilidad como un privilegio que le permite situarse sobre las restantes instituciones o movimientos religiosos, no sólo se opone a su historia, volviéndose peligrosamente orgullosa, sino que niega el evangelio, rechaza a los pobres y se alza contra Dios. La iglesia «católica» sólo puede hablar de infalibilidad cristiana allí donde, renunciando a ponerse por encima de las restantes iglesias, religiones o culturas, mantiene su anuncio de Reino a favor de los más pobres, compartiendo su vida con ellos (que son los infalibles).
La infalibilidad de la iglesia significa que la historia humana tiene un sentido, que la marcha del hombre no son sendas que se pierden en un bosque sin fin y sin salida, en algún rincón de un cosmos sin alma ni sentido. Eso significa que la iglesia tiene que decir al mundo, con su propia vida, que el mundo tiene un sentido y tiene que caminar así con las demás instituciones religiosas o sociales, no para imponerse sobre ellas o darles lecciones, sino para compartir gozosamente la vida con ellas, en diálogo y búsqueda común, porque sólo en el diálogo y búsqueda se expresa la verdad infalible del Dios que es vida compartida, en comunión con los más pobres.