Por: Santiago Alba Rico
www.rebelion.org/080115
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El atentado fascista
en París contra la redacción del semanario Charlie Hebdo, que ha
arrebatado la vida a 12 personas, entre ellas a los cuatro dibujantes Charb,
Cabú, Wolinsky y Tignous, deja una doble o triple sensación de horror, pues
está agravada por una especie de eco amargo y sucio y por una sombra de amenaza
inminente y general. Está sin duda el horror de la matanza misma por parte de
unos asesinos que, con independencia de sus móviles ideológicos, se han situado
a sí mismos al margen de toda ética común y por eso mismo fuera de todo marco
religioso, en su sentido más estricto y preciso.
Pero está también el
horror de que sus víctimas se dedicaran a escribir y a dibujar. No es que uno
no pueda hacer daño escribiendo y dibujando -enseguida hablaremos de esto-; es
que escribir y dibujar son tareas que una larga tradición histórica compartida
sitúa en el extremo opuesto de la violencia; si se trata además de la sátira y
el humor, nadie nos parece más protegido que el que nos hace reír.
En términos humanos, siempre es más grave matar a un bufón que a un rey porque el
bufón dice lo que todos queremos oír -aunque sea improcedente o incluso
hiperbólico- mientras que los reyes sólo hablan de sí mismos y de su poder. El que mata a un bufón, al que hemos
encomendado el decir libre y general, mata a la humanidad misma. También
por eso los asesinos de París son fascistas. Sólo los fascistas matan bufones.
Sólo los fascistas creen que hay objetos no hilarantes o no ridiculizables.
Sólo los fascistas matan para imponer seriedad.
Pero hay un tercer
elemento de horror que tiene que ver menos con el acto que con sus
consecuencias. Ahora mismo -lo confieso- es el que más miedo me da. Y es
urgente advertir de lo que nos jugamos. Lo urgente no es impedir un crimen que
ya no podemos impedir; ni tampoco condenar asqueados a los asesinos. Eso es
normal y decente, pero no urgente. Tampoco, claro, espumajear contra el islam.
Al contrario. Lo verdaderamente urgente es alertar contra
la islamofobia, precisamente para evitar lo que los asesinos quieren -y
están ya consiguiendo- provocar: la identificación ontológica entre el islam y
el fascismo criminal. La gran eficacia de la violencia extrema tiene que ver
con el hecho de que borra el pasado, el cual no puede ser evocado sin
justificar de alguna manera el crimen; tiene que ver con el hecho de que la
violencia es actualidad pura, y la actualidad pura está siempre preñada del
peor futuro imaginable. Los asesinos de París sabían muy bien en qué contexto
estaban perpetrando su infamia y qué efectos iban a producir.
El problema del
fascismo y de su violencia actualizadora es que se trata siempre de una
respuesta. El fascismo está siempre respondiendo; todo fascismo se alimenta de
su legitimación reactiva en un marco social e ideológico en el que todo es
respuesta y todo es, por tanto, fascismo. El contexto europeo (pensemos en la
Alemania anti-islámica de estos días) es la de un fascismo rampante.
En Francia
concretamente este fascismo blanco y laico tiene algunos valedores
intelectuales de mucho prestigio que, a la sombra del Frente Nacional de Le
Pen, llevan calentando el ambiente desde púlpitos privilegiados a partir del
presupuesto, enunciado con falso empirismo y autoridad mediática, de que el
islam mismo es un peligro para Francia.
Pensemos, por
ejemplo, en la última novela del gran escritor Houellebecq, Sumisión
(traducción literal del término árabe “islam”), en la que un partido islamista
gana al Frente Nacional las elecciones de 2021 e impone la “sharia” en la
patria de Las Luces. O pensemos en el gran éxito de las obras del ultraderechista
Renaud Camus y del periodista político del diario Le Figaro Eric Zemour.
El primero es autor de Le grand remplacement, donde se sostiene la tesis
de que el pueblo francés está siendo “reemplazado” por otro, en este caso
-obviamente- compuesto de musulmanes extraños a la historia de Francia.
El segundo, por su
parte, ha escrito El suicidio francés, un gran éxito de ventas que
rehabilita al general Petain y describe la decadencia del Estado-Nación,
amenazado por la traición de las élites y por la inmigración.
Hace unos días en Le
Monde el escritor Edwy Plenel se refería a estas obras como depositarias de una
“ideología asesina” que “está preparando Francia y Europa para una guerra”: una
guerra civil- dice- “de Francia y Europa contra ellas mismas, contra una parte
de sus pueblos, contra esos hombres, esas mujeres, esos niños que viven y
trabajan aquí y que, a través de las armas del prejuicio y la ignorancia, han
sido previamente construidos como extranjeros en razón de su nacimiento, su
apariencia o sus creencias”.
Este es el fascismo
que estaba ya presente en Francia y que ahora “reacciona” -puro presente-
frente a la “reacción” -pura actualidad asesina- de los islamistas fascistas de
París. Da mucho miedo pensar que a las 7 de la tarde, mientras escribo estas
líneas, el trending topic mundial en
twitter, tras el tranquilizador y emocionante “yo soy Charlie”, es el
terrorífico “matar a todos los musulmanes”.
La islamofobia tiene tanto fundamento empírico -ni más ni menos- que el
islamismo yihadista; los dos, en efecto, son fascismos reactivos que se
activan recíprocamente, incapaces de hacer esas distinciones que caracterizan
la ética, la civilización y el derecho: entre niños y adultos, entre civiles y
militares, entre bufones y reyes, entre individuos y comunidades. “Matad a
todos los infieles” es contestado y precedido por “matad a todos los
musulmanes”.
Pero hay una
diferencia. Mientras que se exige a todos los musulmanes del mundo que condenen
la atrocidad de París y todos los dirigentes políticos y religiosos del mundo
musulmán condenan sin excepción lo ocurrido, el “matad a todos los musulmanes”
es justificado de algún modo por intelectuales y políticos que legitiman con su
autoridad institucional y mediática la criminalización de cinco millones de
franceses musulmanes (y de millones más en toda Europa).
Esa es la diferencia
-lo sabemos históricamente- entre el totalitarismo y el delirio marginal: que
el totalitarismo es delirio naturalizado, institucionalizado, compartido al
mismo tiempo por la sociedad y por el poder. Si recordamos además que la mayor parte de las víctimas del fascismo
yihadista en el mundo son también musulmanas -y no occidentales- deberíamos
quizás medir mejor nuestro sentido de la responsabilidad y de la solidaridad.
Pinzados entre dos fascismos reactivos, los perdedores son los de siempre: los
inmigrantes, los izquierdistas, los bufones, las poblaciones de los países
colonizados. Una de las víctimas de los
islamistas, por cierto, era policía, se llamaba Ahmed Mrabet y era musulmán.
Del yihadismo
fascista no espero sino fanatismo, violencia y muerte. Me repugna, pero me da
menos miedo que la reacción que precede -valga la paradoja einsteiniana- a sus
crímenes. El “matad a todos los musulmanes” está de algún modo justificado por
los intelectuales que “preparan la guerra civil europea” y por los propios
políticos que responden a los crímenes con discursos populistas religiosos
laicos.
Cuando Hollande y
Sarkozy hablan de “un atentado a los valores sagrados de Francia” para
referirse a la libertad de expresión, están razonando del mismo modo que los
asesinos de los redactores del Charlie Hebdo. No acepto que un francés me diga
que defender los valores de Francia implica necesariamente defender la libertad
de expresión. Por muy laica que se pretenda, esa lógica es siempre religiosa.
No hay que defender
Francia; hay que defender la libertad de expresión. Porque defender los valores
de Francia es quizás defender la revolución francesa, pero también Termidor; es
defender la Comuna, pero también los fusilamientos de Thiers; es defender a
Zola, pero también al tribunal que condenó a Dreyfus; es defender a Simone Weil
y René Char, pero también el colaboracionismo de Vichy; es defender a Sartre,
pero también las torturas de la OAS y el genocidio colonial; es defender mayo
del 68, pero también los bombardeos de Argel, Damasco, Indochina y más
recientemente Libia y Mali. Es defender ahora, frente al fascismo islamista, la
igualdad ante la ley, la democracia, la libertad de expresión, la tolerancia y
la ética, pero también defender la destrucción de todo eso en nombre de los
valores de Francia.
Da mucho miedo oír
hablar de “los valores de Francia”, “de la grandeza de Francia”, de “la defensa
de Francia”. O defendemos la libertad de expresión o defendemos los valores de
Francia. Defender la libertad de
expresión -y la igualdad, la fraternidad y la libertad- es defender a la
humanidad entera, viva donde viva y crea en el dios que crea.
La frase de “los valores de Francia” pronunciada por Le Pen, Hollande,
Sarkozy o Renaud Camus no se distingue en nada de la frase “los valores del
islam” pronunciada por Abu Bakr Al-Baghdadi. Son en realidad el mismo discurso
frente a frente, legitimado por su propia reacción asesina, que bombardea inocentes
en un lado y ametralla inocentes en el otro. Pierden los de
siempre, los que pierden cuando dos fascismos no dejan en medio ni el más
pequeño resquicio para el derecho, la ética y la democracia: los de abajo, los
de al lado, los pequeños, los sensatos. De
eso sabemos mucho en Europa, cuyos grandes “valores” produjeron el
colonialismo, el nazismo, el estalinismo, el sionismo y el bombardeo
humanitario.
Mal empieza 2015. En
1953, “refugiado” en Francia, el gran escritor negro Richard Wright escribía
contra el fascismo que “temía que las instituciones democráticas y abiertas no
sean más que un intervalo sentimental que preceda al establecimiento de
regímenes incluso más bárbaros, absolutistas y pospolíticos”.
Protegernos del
fascismo islamista es proteger nuestras instituciones abiertas y democráticas
-o lo que queda de ellas- del fascismo europeo. La islamofobia fascista, en
Europa y en las “colonias”, es la gran fábrica de islamistas fascistas y una y
otro son incompatibles con el derecho y la democracia, los únicos principios
-que no “valores”- que podrían aún salvarnos. Buena parte de nuestras élites
políticas e intelectuales están más bien interesadas en todo lo contrario.
Descansen en paz nuestros alegres y valientes compañeros bufones del
Charlie Hebdo. Y que nadie en su nombre levante la mano contra un musulmán ni
contra el derecho y la ética comunes. Esa sí sería la verdadera victoria de los
fascismos de los dos lados.