Hermann Bellinghausen
www.jornada.unam.mx/290713
El oro, como la guerra, es enfermedad e insensatez recurrente en las
civilizaciones humanas. Igualmente inexplicables, oro y guerra
siempre son instrumento y patrimonio de los dominadores, con frecuencia
ladrones, asesinos y falsarios. En muchos aspectos la humanidad ha progresado,
pero en estos dos no ha hecho sino empeorar, degenerarse e irradiar tal
degeneración a las culturas y al planeta, hasta grados de riesgo que hoy
desafían la imaginación.
Escribe el poeta
francés René Char: Ha comenzado la agonía de una Tierra que era bella, ante la
mirada de sus volatineras hermanas y en presencia de sus hijos insensatos. Es
aquí donde Wirikuta importa. En su espejo podemos aprender cómo parar esa
agonía, para no verla despeñarse en la destrucción irreversible (¿una más?) de
un lugar no sólo sagrado y simbólico, sino también un prodigio único de la
naturaleza; y todo por el maldito oro, que sale de las entrañas de la Tierra
para irse a guardar, vergonzante y codicioso, en bóvedas bancarias de Londres o
Zurich. Si al oro le gusta estar bajo tierra, ¿para qué sacarlo? Ah sí, para
hacer dinero, ganar. Eso, y nada más. Una muy mínima cantidad se usa de adorno.
Así de insensato.
Pocos kilómetros al
norte del Trópico de Cáncer, en el altiplano potosino se localiza un muy
particular enclave del vasto desierto chihuahuense conocido como Desierto de Coronado. No se deje usted
engañar por el nombre: no tiene nada de desierto, es más bien una plana, frondosa
y palpitante selva de baja estatura, donde se concentra la mayor biodiversidad
de cactáceas del planeta, según el documento Wirikuta, defensa del
territorio ancestral de un pueblo originario. Mesa técnica-ambiental (2013).
Es mucho más que un desierto: es un
jardín.
En pleno siglo XXI,
cuando la naturaleza reside in vitro,
arrinconada o en reservaciones, aún hay sitios donde la vida es capaz de
recomenzar por sí sola continuamente. Pueblo afortunado (aunque lo postulen
para la Cruzada contra el Hambre), el
wixárika (o huichol) lo ha caminado y reverenciado durante al menos dos mil
años, si bien su trazo civilizatorio data de hace nueve mil años en las sierras
occidentales, y de cinco mil el consumo humano de jíkuri (conocido como peyote
por lo que fue el neologismo azteca para ese fantástico fruto que las culturas
seminómadas del norte pusieron al centro de su existencia espiritual y
cultural, materializada en el maíz de todos los días: coras, tepehuanes,
mexicaneros, rarámuri, y con lealtad ininterrumpida, los wixaritari radicados
en los actuales Jalisco, Nayarit y Durango).
Sirva acaso para
tentar el corazón nacionalista de quienes lo conserven todavía, el dato de que
Wirikuta es casa del águila real, la del escudo mexicano, la que habría
indicado el islote que sería Tenochtitlán. Los futuros aztecas venían de allá,
del norte, tenían un idioma primo de los wixaritari.
Paradójicamente estos
(wirras los apodan sus amigos, que los tienen en todo México y muchas partes
más; igual que el desierto: un lugar con amigos, sí), al menos en tiempos
históricos, nunca han habitado ni poseído el desierto, ni han reclamado
propiedad. Es de nadie, y de todos, el derecho a caminarlo y sostener
encuentros con el cacto de la lucidez y el entendimiento.
Quienes sí han
poblado la región, también por siglos, son los herederos de pueblos
guachichiles y chichimecas, hoy amestizados y con escasa identidad indígena,
sólo campesina. Viven –en ranchitos y parajes cerca de los tanques de agua– la
vida lacónica y seca del desierto donde la milpa sale pero cuesta y las cabras
merodean antes de terminar como cabrito asado en Monterrey. Donde el agua es
escasa y se atesora más que si fuera oro. Ellos han convivido con el jardín de
Wirikuta en armonía. Y curiosamente no consumen el jíkuri que crece en sus
propios terrenos, aunque conocen la inusual riqueza farmacológica de las
gobernadoras, biznagas y raíces de esta tierra extravagante y misteriosa.
Se trata pues de un
sitio natural conservado en interacción ancestral con los seres humanos, algo
que no cuadra con los criterios conservacionistas que sustentan las políticas
del Estado. Desmiente la necesidad de vaciar de humanos, con fines de
conservación, lugares como Montes Azules en la selva Lacandona (donde yacen
importantes ruinas prehispánicas y al menos una ciudad maya: Tzendales).
El peligro brutal
que amenaza y ya muerde el jardín es la explotación minera. El gobierno ha
entregado cerca de un centenar de concesiones en la Sierra de Catorce y en su
Bajío a empresas en su mayoría extranjeras, dice el documento citado. Y aunque
la extracción de oro y plata es aún incipiente, los proyectos en curso
arruinarán el agua escasa, la flora extraordinaria, la fauna única, la
irradiación mítica que determina la espiritualidad y la historia de un pueblo
respetable, admirable y vivo.
Quizás no debamos
tomar a la ligera la idea de que aquí, en Wirikuta, los dioses comenzaron el
mundo.