Eduardo Galeano
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y
cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre
agregarle una función o achicarlo un poco.
No hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los
colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los doblábamos y
los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se
encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.
¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A
nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy
desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el pañuelo
de tela del bolsillo.
¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún
momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más
probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no
consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses
o el monitor de la computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los
pollos!
¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón
de los cubiertos!
¡Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la
vida!
¡Es más!
¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, vajillas y hasta
palanganas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos
tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos
cambiado de refrigerador tres veces.
¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se
rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que
tengamos que cambiarlo. Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.
¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de los tenis Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando colchones casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los
talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más y más
basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en
toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer
esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el que recogía la basura!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de… años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos
o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII) No existía el plástico ni
el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no
estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se
quemaban. De ‘por ahí’ vengo yo. Y no es que haya sido mejor.. Es que no es
fácil para un pobre tipo al que lo educaron con el ‘guarde y guarde que alguna
vez puede servir para algo’, pasarse al ‘compre y tire que ya se viene el
modelo nuevo’.
Mi cabeza no resiste tanto.
Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular
una vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección
electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la
misma casa y el mismo nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo) Me
educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque
algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.
Si, ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos
podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer
caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo,
las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera
caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular
a los pocos meses de comprarlo?
¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se
vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?
En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los
manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el
cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos..
¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡¡Guardábamos las tapas de
los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia-calzados para poner delante
de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se
convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el
corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los
instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!
¡¡¡Las cosas que usábamos!!!: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y
agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus
camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer
y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar.
Tubitos de plástico sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones
sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores
que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor.
Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se
tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores
descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en
sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones guardaban las
llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por las dudas que alguna
lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica
pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había
que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a
que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un
jazmín.
Las cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían
para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso
los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡¡¡Las veces que
nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al trozo de
carne!!!
Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para
hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer
cuadros y los goteros de las medicinas por si algún medicamento no traía el
cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la
Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se
convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond
se volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con
tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de
naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una
sota de espada que decía ‘éste es un 4 de bastos’.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de pinzas de ropa y el ganchito de
metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad
para convertirse otra vez en una pinza completa.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros
objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden ‘matarlos’ apenas
aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada:
¡¡¡ni a Walt Disney!!!
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y
nos dijeron: ‘Cómase el helado y después tire la copita’, nosotros dijimos que
sí, pero, ¡¡¡minga que la íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante
de los vasos y de las copas. Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron
macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron
en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de
acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de cerveza
en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y
los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los
electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad
son descartables.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo
para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que
se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los
temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo
hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte
apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por
modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina
o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo
contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar
a la ‘bruja’ como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna
función nueva. Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y
corro el riesgo de que la ‘bruja’ me gane de mano y sea yo el entregado.