Por:
Rev. Pbro. Manning Maxie Suárez +
El
evangelista san Lucas, a quien se le atribuye la autoría del libro de los “Hechos
de los Apóstoles” en el Nuevo Testamento de la Biblia, y escrito alrededor de
los años 80 y 90 d. C., hace énfasis en tres cosas fundamentales: primero: la
historia de cómo se fundó la Iglesia Cristiana primitiva, la de los apóstoles; segundo:
La venida del Espíritu Santo sobre la misma y tercero: el compromiso de los
seguidores de Jesucristo de llevar el evangelio a todas partes del mundo. Es un libro apasionante de leer, pertenece a
aquellos libros que cuando se inicia, no se suelta hasta que se termina su
lectura.
De
estas tres grandes narraciones, está la de uno de los cumplimientos proféticos
que cambiaría no solo la historia de los apóstoles y seguidores de Jesucristo
sino de la historia de la humanidad, y me refiero a la venida del Espíritu
Santo sobre la faz de la tierra. “Después
de estas cosas derramaré mi espíritu sobre toda la humanidad: los hijos e hijas
de ustedes profetizarán, los viejos tendrán sueños y los jóvenes visiones.
También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días;
mostraré en el cielo grandes maravillas, y sangre, fuego y nubes de humo en la
tierra. El sol se volverá oscuridad, y la luna como sangre, antes que llegue el
día del Señor, día grande y terrible.» Profecía esta del Profeta Joel (2,28-32),
escrita probablemente entre el año 835 y el año 800 a. C.
En
el acontecimiento histórico de los hechos de los apóstoles, se señala que los
mismos estando reunidos en un solo sitio, durante la festividad judía de
Shavuot o fiesta de las semanas, “De repente, un gran ruido que venía del
cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde ellos estaban. Y
se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron, y sobre cada uno
de ellos se asentó una. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y
comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu hacía que hablaran”
(2, 1- 4). Fue un evento maravilloso que
cambiaría la vida de estas humildes personas para siempre.
Ese
“advocatus “, ese “Santo Espíritu” se derramó ese día sobre cada uno de ellos y
no ha parado de derramarse sobre toda la humanidad como lo profetizara Joel. Las sagradas escrituras y el catecismo de
la Iglesia nos enseñan que esa realidad se puede confirmar con la aseveración
paulina que dice: “"Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino
por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). El Espíritu y su gracia, están presente en
toda la humanidad y se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu
Santo en la Iglesia de Cristo.
Ese
Espíritu que se ha derramado sobre toda la humanidad es consubstancial al Padre
y al Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria como
reza el Credo Niceno. Él Paráclito
coopera activamente con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de
nuestra salvación y será siempre así hasta su consumación. Entonces, este designio divino, que se
consuma en Cristo, "Primogénito" y Cabeza de la nueva creación, se
realiza en la humanidad, por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la
comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne,
la vida eterna (Catecismo).
Para
seguir con la tarea incansable de los seguidores de Jesucristo, de llevar el
evangelio a todas partes del mundo, el Dios Trino nos ha dado este regalo, este
don, este carisma con sus dones excelsos que nos capacitarán y empoderará para
la tarea de la evangelización del mundo. Un empoderamiento marcado por el amor
de Jesucristo, es el principio de la vida nueva, hecha posible porque hemos
"recibido una fuerza, la del Espíritu Santo" (Hch 1, 8).
San
Pablo estaba muy claro sobre este aspecto cuando en su carta a los Gálatas
señalaba “En cambio, lo que el Espíritu produce es amor, alegría, paz,
paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Contra
tales cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús, ya han crucificado la
naturaleza del hombre pecador junto con sus pasiones y malos deseos. Si ahora
vivimos por el Espíritu, dejemos también que el Espíritu nos guíe”. Los dones del Espíritu son para toda la
humanidad y reflejan los valores y principios del Reino de los Cielos.
Ojalá
que en esta época de la festividad de Pentecostés pongamos en práctica esos
dones de amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad,
humildad y dominio propio que harán que esta nación esté más cerca de la
voluntad de Dios.
Sacerdote.