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/ 03/08/2019
Los españoles tenemos mayor proporción de mercurio
en nuestro cuerpo que nuestros vecinos europeos, debido principalmente al
consumo más elevado de pescado (PDF),
como lo ha confirmado un reciente macroestudio a nivel europeo sobre la
presencia de tóxicos en nuestro organismo.
¿Debemos preocuparnos? ¿Cómo llega este
metal pesado a nuestra cadena alimentaria? Hasta hace una década, la milenaria
mina de Almadén era una de las mayores explotaciones mundiales de este metal y
la investigación científica y técnica ha contribuido a conocer los efectos
tóxicos del mercurio en el medio ambiente y en la salud humana. Tras el
abandono de su uso comercial quedan las graves consecuencias de su utilización
durante miles de años.
El mercurio fue muy útil para el ser
humano, con usos muy variados. Termómetros, barómetros, desinfección de heridas
–la conocida mercromina-, incluso los primeros tratamientos de la sífilis. Pero
el uso industrial disparó su presencia en la atmósfera, dada la facilidad del
mercurio de pasar de su estado líquido a gaseoso.
Los mineros de las minas de
Almadén sufrían hidrargirismo, envenenamiento por mercurio, que les
dañaba riñones, pulmones y cerebro por su prolongada exposición a los vapores
tóxicos. Hasta los protésicos dentales, cuando las amalgamas que se usaban para
empastes eran aleaciones de oro y mercurio, y los fabricantes de sombreros del
siglo XIX, que utilizaban mercurio en el tratamiento de las pieles, tenían
riesgo de enfermar. El personaje del Sombrerero loco en Alicia en el País
de las Maravillas padecía los mismos síntomas que los mineros de
Almadén.
El
problema viene en el pescado
Pero el verdadero problema de salud no
está en los colectivos profesionales, sujetos en la actualidad a estrictas
medidas de protección laboral.
Catión de metilmercurio en un modelo molecular
en 3D. Foto: Wikimedia
El problema es que parte del mercurio que
llega al medio ambiente puede transformarse en su compuesto más tóxico, el
metilmercurio. Este complejo del elemento es soluble, y de nuevo, si no fuera
por una cuestión adicional, representaría un riesgo muy limitado, puesto que nunca
alcanza, de forma natural, concentraciones suficientemente altas como para
representar un riesgo real. Salvo en un caso: su entrada en nuestra
cadena alimentaria a través los peces.
En los peces, el tóxico queda retenido en
su organismo acumulándose con el paso del tiempo. El pez grande que come peces
pequeños con contenidos relativamente bajos se va contaminando con cantidades
cada vez más altas del elemento, con lo cual al final los peces más voraces,
como el atún, con mayor ingesta de pescados menores, llegan a alcanzar
concentraciones muy altas de este tóxico, susceptibles de afectar a la salud de
los consumidores de pescado.
El diagrama muestra la penetración del mercurio en la
cadena alimenticia marina con los niveles que acumulan los distintos tipos de
peces y las recomendaciones de la Agencia de Protección Medioambiental de
Estados Unidos (USEPA) sobre sus cantidades de consumo aconsejables. Imagen:
Moby69 / Osado (Wikimedia)
El ejemplo más extremo y trágico ocurrió
en Japón en la década de los 50. Una industria
vertió metilmercurio directamente a la bahía de Minamata,
contaminando el pescado que servía casi de única fuente de alimentos a la
población, que sufrió gravísimos efectos sobre su salud. No ha vuelto a haber
un vertido directo, pero el metilmercurio sigue presente en grandes
depredadores que además son especies migratorias, presentes en todo el mundo.
Moderar,
no evitar
El consumo de pescado, como norma general,
debe ser restringido. Nuestro país está entre los mayores consumidores de
pescado a nivel mundial. Pero debe quedar claro que una cosa es restringirlo y
otra evitarlo: el pescado nos aporta nutrientes esenciales, entre ellos ácidos
Omega 3, muy beneficiosos para la salud, en particular de los niños.
La Asociación
Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN)
plantea recomendaciones de consumo en relación a la presencia de mercurio en el
pescado potencialmente más contaminado, como el atún y el pez espada.
Recomienda a mujeres en edad fértil, y en
particular a las embarazadas, mujeres en periodo de lactancia y a niños de
corta edad, de menos de 30 meses, consumir una amplia variedad de pescados, por
sus grandes beneficios nutritivos, pero evitando consumir las especies más
susceptibles de estar contaminadas con mercurio.
El principal efecto negativo se daría en
las mujeres embarazadas, dado que el mercurio es capaz de pasar la barrera
placentaria, afectando a la salud del feto. Puede producir retrasos
cognoscitivos que no son recuperables, en concreto pérdida del coeficiente
intelectual potencial del bebé, afectando a sus funciones cognitivas, la atención,
el habla, la memoria y las actividades relacionadas con la visión espacial y
funciones motoras finas. Es algo muy difícil de medir y cuantificar -hasta qué
punto estos efectos pueden estar en relación con la exposición al mercurio de
la madre- pero es, sin duda, un riesgo real. El miedo a
sus efectos está justificado.
La presencia de mercurio por las
actividades humanas durante miles de años no puede evitarse. Pero conviene
acentuar las medidas de control y prevención. Y saber dónde se esconde.