Michael Greenberg
El valle de San
Joaquín, en California, se extiende desde Stockton, en el norte, hasta Arvin,
en el sur. Mide 377 kilómetros de longitud y 209 de anchura. Si uno se dirige a
él en coche desde el área de la bahía de San Francisco,
en menos de una hora la temperatura pasa de 14 a 36 grados, y todavía subirá
más. Las emisoras de radio son predominantemente de lengua española. Emiten
rancheras, boleros, corridos, baladas de amor desdeñado y el característico
sonido norteño, percutiente y vigoroso.
El valle es llano
y está cubierto permanentemente por una nube de polvo, niebla tóxica, humo y
pesticidas. La neblina, producto del tráfico del área metropolitana de la bahía
de San Francisco, llega arrastrada por el viento; los pesticidas proceden de
los miles de toneladas de sustancias químicas que se vierten cada año en la
tierra, y el humo lo desprenden los incendios que arden en el norte y quedan
atrapados en el valle, aplastado por el calor. La nube no se mueve de su sitio
debido a la presencia de Sierra Nevada, al este; las cadenas costeras, al
oeste, y la sierra de Tehachapi, al sur, a la que el escritor de Fresno, Mark
Arax, llama “nuestra Línea Mason-Dixon”, porque marca la separación física y
psicológica entre el valle y la cultura cosmopolita del sur de California y Los
Ángeles. La ciudad de Bakersfield y la zona circundante, situadas en el límite
meridional del valle, tienen el aire de peor calidad de Estados Unidos.
Medido en cosecha
anual, San Joaquín es una de las franjas de tierra agrícola más valiosas del
país, dominada por grandes productores al mando de una
mano de obra formada por trabajadores emigrantes. Las condiciones no han
cambiado demasiado desde que Carey McWilliams describiera el ambiente en su
libro de 1939 Factories in the Field (Fábricas en el campo).
Arax lo equipara
con un país centroamericano. “Es la zona más pobre de California”, me explica.
“Casi no hay clase media. Para encontrar su equivalente en Estados Unidos tendría
que ir a la región de los Apalaches o a las tierras fronterizas de Texas”.
Pasas, uvas de
mesa, pistachos, tomates, frutas con hueso, fresas, ajo y col son algunos de
los cultivos del valle. En conjunto, los ingresos proporcionados por las
cosechas del valle y del resto de California aportan unos ingresos que
ascienden a 47.000 millones de dólares anuales, más del doble que los de Iowa,
el segundo mayor Estado agrícola de Estados Unidos. La mayoría de estas rentas
benefician a unos pocos centenares de familias, algunas de las cuales son
propietarias de nada menos que 50.000 y hasta 100.000 hectáreas de tierra.
En la vertiente
oeste del valle, las plantaciones son tan grandes que los capataces vigilan a
los trabajadores sobrevolando en avión los campos. Los ordenadores controlan el
flujo del agua, que se conduce hasta las plantas a través de un intrincado
sistema de tuberías y válvulas. “Son prisiones y plantaciones, nada más”,
denuncia Paul Chávez, hijo de César Chávez, uno de los cofundadores del
sindicato Trabajadores Agrícolas Unidos (UFW por sus siglas en inglés). “En
ellas no es posible ni siquiera recibir educación. Según un sondeo oficial del
Estado de California, en los poblados en los que viven los peones los maestros
titulados no llegan al 30%”.
Hoy en día, al
menos el 80% son mexicanos sin papeles, en su mayoría indígenas de los Estados
de Oaxaca, Sinaloa y Guerrero —las regiones más pobres del país— que hablan muy
poco o nada de español, y mucho menos inglés. La mayor parte lleva como mínimo
una década trabajando las fincas, han formado familias en el valle y viven
aterrorizados por la migra, como se conoce al Servicio
de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE por sus siglas en
inglés), y la deportación inmediata o el encarcelamiento, que los apartaría de
sus hijos.
A finales de junio
visité una plantación de tomates en el condado de Fresno, cerca de la pequeña
ciudad de Mendota. La hacienda es propiedad de Gargiulo, uno de los mayores
productores de tomates del país. Aparcados junto a los márgenes de las parcelas
listas para la recolección había docenas de coches destartalados. Los grupos de
indígenas mixtecos dependían del único peón que hablaba español con fluidez
para comunicarse con el jefe de la cuadrilla y el representante sindical de UFW
que me había introducido clandestinamente en la finca. En temporada alta, estos
campos emplean a 400 recolectores. El día de mi visita había unos 250
trabajando. Casi la mitad eran mujeres, algunas de ellas visiblemente
embarazadas.
A causa del calor,
la jornada laboral va desde las cinco de la madrugada hasta las diez de la
mañana, cuando las temperaturas alcanzan los 45 grados. El sol caía a plomo,
pero todos iban cubiertos de pies a cabeza con varias capas de ropa: gorras de
béisbol medio rotas sujetas en su sitio con capuchas y bufandas caseras,
jerséis encima de jerséis, dos pares de pantalones, calcetines gruesos y botas.
Solo los ojos, las mejillas y los dedos quedaban al descubierto. El objetivo
era protegerse de los pesticidas. Entre los trabajadores del valle se registran
altas tasas de cáncer. Los productos químicos han endurecido tanto la tierra
que cuando la coges con la mano forma terrones como piedras, secos y
descoloridos. Con el calor, los plaguicidas suben con fuerza desde el suelo. Al
cabo de una hora notas cómo te queman en la boca.
El tomate se
recoge encorvado. No hay trabajo más penoso y agotador. A pesar de ello, los
oaxaqueños se entregan a él a una velocidad vertiginosa. Cobran a razón de 73
centavos por cada cubo de 19 litros que consigan llenar. Los peones lo
prefieren a la alternativa de los menos de 10 euros por hora del salario mínimo
en California. Los más jóvenes llenan dos recipientes a un tiempo. Arrancan de
la planta los enormes tomates verdes, les quitan el tallo de un tirón y los
dejan caer en el cubo. Luego salen corriendo hasta el remolque de carga
enganchado a un tractor a unos 45 o 55 metros de distancia al fondo de la
parcela. A continuación, vuelven rápidamente a la fila, llamándose y gritándose
unos a otros como soldados para mantener el ánimo y el ritmo. En cinco horas,
un recolector habilidoso puede ganar entre 66 y 75 euros.
La época del tomate dura
cuatro meses, desde junio hasta octubre, transcurridos los cuales los braceros
se trasladan a la vertiente este del valle para cosechar cítricos o podar vides
y frutales. Con suerte, un peón diligente puede encontrar trabajo ocho o nueve
meses al año y ganar entre 18.000 y 20.000 euros antes de impuestos. En 2010,
los obreros indocumentados pagaron alrededor de 10.600 millones de euros en
cuotas a la Seguridad Social, un dinero que fue a engrosar las pensiones de
jubilación de los estadounidenses, una prestación que estos trabajadores nunca
cobrarán.
En respuesta al
argumento de que los inmigrantes dejan sin trabajo a los estadounidenses al
hacer que bajen los salarios, UFW creó una página web que ofrecía a los
nacionales y a los residentes legales trabajo en el campo en cualquier lugar
del país a través de los servicios de ocupación estatales. Era 2010, durante la Gran Recesión. La página
recibió alrededor de cuatro millones de visitas. Unas 12.000 personas
rellenaron las solicitudes de empleo. De ellas, en total se presentaron
efectivamente a trabajar 12 nacionales o residentes legales. Ni uno solo aguantó más de un día.
Según un reportaje
publicado en Los Angeles Times, Silverado, un contratista de mano de
obra agrícola de Napa, “nunca ha visto a un blanco nativo estadounidense
aceptar un empleo del nivel más bajo, ni siquiera después de que la empresa
aumentase el salario por hora cuatro dólares por encima del mínimo”. Un
vinicultor de Stockton no logró atraer a los parados ofreciendo cerca de 18
euros a la hora.
La cosecha de
frutas y verduras es trabajo de una sola generación. Los peones con los que he
hablado ni querían ni permitirían que sus hijos los sucediesen en el campo. El
calor y el coste para la salud, unidos al poder feudal de los productores,
hacen que prefieran trabajar en un hotel con aire acondicionado o en una planta
de envasado, donde pueden estar derechos y a salvo de los pesticidas por un
salario igualmente bajo.
Esto significa que
se necesita una provisión continua de emigrantes mexicanos sin recursos
dispuestos a hacer el trabajo. Pero los emigrantes no llegan. Desde 2005, el
número de mexicanos que se marchan de Estados Unidos supera al de los que
llegan. La explicación no reside solo en la política de mano dura en la
frontera. En 2000, cuando esta era mucho más permeable que ahora, 1,6 millones
de mexicanos fueron detenidos intentando entrar en Estados Unidos. En 2016
fueron 192.696. El economista Ed Taylor, de la Universidad de California en
Davis, calcula que el número de posibles emigrantes procedentes del México
rural se reduce cada año en 150.000. Este hecho se explica en parte por la
mejora de la situación económica en el norte y el centro de México, que ha
atenuado el atractivo del trabajo a cambio del salario mínimo en Estados Unidos,
y en parte por el coste y el peligro de aventurarse a cruzar la frontera. Si se
consigue entrar en territorio estadounidense, lo que tiene que pagar al
traficante puede endeudar de por vida a un obrero que reciba la retribución más
baja.
Miguel Martínez, trabajador del campo
californiano emigrado desde el Estado mexicano de Oaxaca, en los humildes
apartamentos que habitan. Brian Frank
Hemos visto
familias separadas en la frontera. Son imágenes de una atrocidad primitiva. Sin
embargo, las crueldades cometidas con los emigrantes ilegales de las filas
inferiores del ejército de trabajadores que ya viven en Estados Unidos, han
recibido mucha menos atención. Incluso en California, miles de obreros viven
rodeados por un cordón de terror a pesar de la legislación del Estado que
protege a los sin papeles. Hay californianos que sostienen que las “leyes
santuario” no han hecho sino empeorar las cosas al convertir el Servicio de
Inmigración y Control de Aduanas de EE UU en una fuerza paramilitar itinerante reforzada
por un presupuesto cada vez mayor y alentada por el presidente.
En todas mis
visitas al valle de San Joaquín se respiraba el miedo a la migra. Algunos trabajadores no se atrevían a salir de
casa para ir al campo o incluso a comprar comida debido a la omnipresencia del
ICE tanto en vehículos identificados como sin identificación. En Radio
Campesina, una red de emisoras del valle en español, propiedad de la Fundación César
Chávez, se recibían llamadas de personas que avisaban a
los oyentes de dónde se había detectado la presencia de agentes del servicio,
como un supermercado, un colegio o un puesto de control surgido de improviso en
una carretera. “Contamos a nuestros oyentes lo que pasa por ahí, qué esperar y
qué evitar”, me contaba el director de la emisora de Radio Campesina en
Bakersfield. “Hacemos advertencias sutiles, informamos a la gente, pero tenemos
que asegurarnos de que son llamadas espontáneas. De lo contrario, podrían acusarnos
de obstrucción”.
La policía federal
parece dispuesta a deportar a tantos emigrantes indocumentados como pueda y a
hacer la vida imposible a los demás hasta que abandonen el país por propia
iniciativa. Los agentes del ICE rastrean el valle en busca de mexicanos que han
entrado en el sistema legal debido a la comisión de pequeñas infracciones
acompañadas de multas o citaciones o, en el peor de los casos, por conducir
bajo los efectos del alcohol sin haber causado víctimas. Al marido de una mujer
con la que hablé lo deportaron después de 22 años viviendo en California por no
pagar una multa por exceso de velocidad.
En la sede central
de UFW, en el centro de Fresno, me reúno con un grupo de 12 personas que dan
asesoramiento legal gratuito a los emigrantes. Vienen de las principales
ciudades de los valles de San Joaquín y Salinas. Todas me dicen que están
desbordadas por la afluencia prácticamente inacabable de trabajadores
aterrorizados que temen por su futuro. “Nuestra principal tarea consiste en
informar a la gente sobre cómo tratar con el ICE”, explica Fátima Hernández,
una asesora de las oficinas de UFW en Bakersfield. “Cómo evitar que los
detengan y los deporten”. Las instrucciones son simples y estrictas: no
responder a ninguna pregunta, no firmar nada, no mostrar ningún documento, no
dejar que ningún agente entre en su casa si no desliza bajo la puerta una orden
judicial con el nombre de la persona afectada. Instan a los emigrantes a que
hagan fotos y graben vídeos, y a que apunten el número de la placa policial y
el modelo del coche. “Estén preparados para probar exactamente lo que sucedió”.
Su principal protección es la Quinta Enmienda, que reconoce el derecho de
permanecer en silencio incluso a quienes no sean ciudadanos estadounidenses.
Da la impresión de
que el clima de miedo que recorre el valle “como una descarga eléctrica” afecta
a Hernández y a sus compañeros. Los emigrantes detenidos en la zona van a parar
a Mesa Verde, una cárcel privada situada en Bakersfield en la que les es
prácticamente imposible contratar a un representante legal debido a que son
pobres y no cuentan con ningún apoyo. Allí es donde los asesores voluntarios
entran en escena. Según Hernández, son “una gota en el océano”. Desde la
prisión, los detenidos “asisten” a la audiencia a través de un vídeo
transmitido a una sala situada en Sacramento, a 460 kilómetros de distancia. El
fallo se dicta en cuestión de minutos. La acumulación de trabajo es ingente. El
tribunal tiene una lista interminable de casos y se abre paso a través de ella
sin inmutarse.
Hernández asesora
a padres para que preparen a sus hijos para lo peor. Uno de los temas de
conversación es qué pasa si hoy tus padres no vuelven a casa. Antes los
inmigrantes se sentían inseguros, pero tenían cierta sensación de que se
necesitaba su trabajo, de que eran valorados, aunque solo fuese por su
disposición a realizar las tareas que nadie más quería. Sus hijos podrían
estudiar y vivir la mayor parte del tiempo sin el temor de que sus padres
desapareciesen, incluso con la agresiva política de deportación de Obama.
Actualmente, ni
siquiera los residentes en situación de legalidad temporal solicitan los
cupones para alimentos, ni la prestación de desempleo, ni los servicios de
desarrollo para la infancia, ni se presentan al programa integral de ayuda a
los niños de rentas bajas y a sus familias. Recientemente, el gobierno de Trump anunció un cambio
en la normativa que impide a los emigrantes y a los residentes permanentes
optar a la nacionalidad si han recibido o solicitado asistencia social. Las
personas que se quedan sin trabajo, como ocurre inevitablemente con los
trabajadores del campo durante parte del año, prefieren pasar hambre antes que
arriesgarse a que el gobierno los ponga en la lista negra.
La paranoia ha
impregnado todos los aspectos de la vida. La actividad social, como por ejemplo
la asistencia a reuniones ciudadanas y otros actos públicos, prácticamente ha
desaparecido. “Las personas dan otro nombre o piden que se les oculte la cara
si es que acceden a dar su testimonio o a compartir su historia en los medios
de comunicación”, cuenta Eriberto Fernández, un organizador cuyos padres siguen
trabajando en la vendimia en el condado de Kern. “Algunos no quieren ni que los
vean en nuestra página de Facebook”. Cuando era pequeño, sus padres lo llevaban
al campo porque no tenían a nadie que lo cuidase mientras estaban trabajando.
“A los siete u ocho años empecé a trabajar con ellos después del colegio. El
nuestro es un caso típico”. Ahora Fernández se dedica a registrar a los latinos
para que voten, con escaso éxito. “Nos dicen que la última vez que votaron las
cosas empeoraron, así que no van a volver a hacerlo”. En el condado de
Monterrey, la participación de los latinos en las primarias del 5 de junio de
2018 fue más baja que nunca. El pesimismo es grande en la primera, segunda y
tercera generación de esta comunidad, cuyos miembros son ciudadanos estadounidenses.
Algunos se sienten
resentidos con los inmigrantes ilegales, o los miran por encima del hombro o,
sencillamente, no quieren saber nada de ellos. Una minoría significativa —entre
el 25% y el 30%, según la mayoría de los cálculos— está a favor de las leyes
republicanas sobre las armas y son contrarios al aborto.
En Delano conocí a
una joven de 18 años llamada Rufina García. Lleva viviendo en Estados Unidos
desde que tenía un año y medio. Sus padres eran mixtecos, y la trajeron con
ellos desde el pueblo de Putla, en Oaxaca. Los dos trabajaban en el campo. Se
trasladaban de un lado a otro según las cosechas, recogiendo cerezas, uvas,
mandarinas y naranjas. A lo largo de sus 16 años y medio en Estados Unidos
tuvieron otros cinco hijos, todos nacidos en el valle de San Joaquín.
Durante varios meses
estuvieron notando que los agentes del ICE merodeaban a su alrededor, siguiendo
la pista de sus movimientos. Se presentaban en el aparcamiento del edificio
donde vivían, o en el colegio de los niños, o los seguían en coche para hacerles
saber que los habían señalado y estaban siendo vigilados. Ni Rufina ni sus
padres se explicaban la razón. La migra solía seguir a
personas con antecedentes policiales. “Mi hermano se hizo experto en
detectarlos mientras mi padre iba conduciendo”, recuerda mi interlocutora. “Los
coches sin identificación se pueden reconocer por el número de matrícula. Mi
padre estaba muy nervioso. Sabía lo que podían hacernos. Podían quitarnos todo.
No hacía más que preguntarme por qué a nosotros”.
A las seis de la
mañana del 13 de marzo, sus padres llevaron a la hermana de Rufina al instituto
Robert F. Kennedy para el entrenamiento de atletismo de primera hora. Mientras
se alejaban en coche, los agentes que los habían seguido desde que salieron de
casa encendieron las luces de emergencia para indicarles que se desviaran hacia
el arcén. Santos, padre de Rufina, obedeció, pero cuando los policías se
acercaron al vehículo, sintió pánico y pisó el acelerador. Los agentes se
lanzaron tras él a toda velocidad. Santos chocó con un poste de la luz. Él y
Marcelina, madre de Rufina, murieron.
Al final, resultó
que los policías habían confundido a Santos con su hermano Celestino, al que
pretendían deportar por una denuncia de conducción bajo los efectos del alcohol
de 2013. La denuncia no iba acompañada de cargos por conducción temeraria, y se
había resuelto satisfactoriamente en los tribunales. Las muertes movilizaron a
los trabajadores agrícolas del valle, que no vieron el suceso como un mero
accidente, sino como el resultado natural de las experiencias que todos ellos
vivían, de una manera u otra, bajo la vigilancia de la migra. Centenares de personas asistieron al funeral.
Las cámaras y los equipos de televisión se lanzaron en picado sobre la
ceremonia. Arturo Rodríguez, el paternal presidente del UFW, hizo acto de
presencia, y el funeral adoptó un aire de tímida manifestación.
Poco después del
funeral, los agentes del ICE hicieron un despliegue de múltiples vehículos para
rodear a Celestino en su casa y llevárselo como si fuese un peligroso criminal.
El mexicano fue deportado de inmediato, dejando atrás a su esposa y a sus
cuatro hijos, dos de los cuales son ciudadanos estadounidenses. Firmó bajo
coerción sus documentos de deportación, lo que supone ser expulsado de Estados
Unidos sin audiencia y sin posibilidad de volver nunca más. Su sobrina piensa
que el Servicio de Inmigración y Aduanas montó el espectáculo de su arresto
porque Celestino había concedido entrevistas a la prensa para hablar del
accidente y el coste que había tenido para la familia. “Nos daba ayuda
emocional”, recuerda. “Para mi padre, él era como un hijo. Mi padre lo crio”.
Ahora Rufina —una
de los denominados dreamers, en situación ilegal y con
el programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA por sus
siglas en inglés) en un limbo judicial— tiene que cuidar de sí misma, de sus
cinco hermanos, el menor de los cuales tiene ocho años, y de William, su hijito
de un mes. Su mirada era opaca e irremediablemente triste. Me dio la sensación
de que vivía en dos mundos: uno en el que conversábamos tranquilamente, y el
otro un mundo de pesadilla del que, aparentemente, era incapaz de escapar o le
resultaba imposible entender.
Quería que viese
el santuario dedicado a sus padres junto a la carretera, cerca del lugar donde
murieron. Por el camino pasamos por Forty Acres, la polvorienta parcela en la
que estaba la gasolinera en la que, en 1968, César Chávez protagonizó una
huelga de hambre durante 45 días para llamar la atención sobre la huelga contra
Giumarra Brothers, el mayor productor de uva de mesa del valle. Robert Kennedy
fue a verlo el día que abandonó el ayuno, lo cual convirtió a Chávez en un
personaje famoso y dio a conocer a todo el país las tribulaciones de los
trabajadores del campo. En 1970, tras la victoria de los huelguistas con la
ayuda de un boicoteo nacional a la uva, había en torno a 70.000 vendimiadores
sindicados.
El santuario
dedicado a los padres de Rufina se encuentra en una sofocante carretera de dos
carriles, cerca del desvío que lleva a la cárcel de North Kern. A través del
calor podíamos ver la prisión, rodeada por brillantes espirales de concertina.
“Establecimiento penitenciario. No recoger autoestopistas”, dice una señal a
uno de los lados de la carretera. En el lado opuesto hay otra cárcel, esta para
mujeres. Las grabaciones de las cámaras de seguridad de ambas prisiones, en las
que se ve a los agentes del ICE conduciendo a toda velocidad por la calzada
vacía detrás de Santos y Marcelina, indican que mintieron cuando declararon a
la policía de Delano que no los habían perseguido, pero no fueron procesados.
Una mujer que se dirigía a su trabajo en la cárcel se paró y sostuvo la mano de
Marcelina a través de la ventanilla del coche volcado mientras moría. Los
agentes aparcaron a unos 400 metros y no ofrecieron su ayuda. A los 40 minutos
llegó una ambulancia.
El santuario narra
la historia de la vida de los padres de Rufina. Hay flores, una lata de té frío
Arizona, un florero rosa, un crucifijo y una imagen de la Virgen de Guadalupe,
una botella de salsa picante, un viejo faro de coche, una maceta con tierra
negra y una lata de cerveza Tecate. Rufina me llama la atención sobre una vela
que alguien ha puesto desde su última visita. Parecía que le servía de
consuelo. La joven cree en la presencia invisible de los muertos. Me explicó
que las cáscaras de huevo que había por el suelo las habían esparcido personas
que temían que les pasase lo mismo que a los padres de ella. Con voz seria,
como para asegurarse de que no hubiese malentendidos, añadió: “Dijeron que
había sido culpa de mis padres por asustarse y salir huyendo. Pero no lo fue.
Lo único que hacían era ir a trabajar”. Un portavoz del ICE responsabilizó de
las muertes a la legislación californiana que protege a los emigrantes ilegales
y “ha obligado al servicio a salir de las cárceles y a nuestros agentes a
llevar a cabo su misión en las calles, lo cual ha aumentado los riesgos para
las fuerzas de seguridad y para la ciudadanía. Asimismo, aumenta la
probabilidad de que el servicio se tropiece con extranjeros ilegales que hasta
entonces no teníamos en nuestro radar”.
La campaña de mano
dura del ICE es tan solo uno de los aspectos de un plan para deportar a todos
los mexicanos indocumentados que ocupan las categorías inferiores del mercado
laboral y acabar por completo con las nuevas llegadas desde el sur de la
frontera. En el Congreso hay en marcha una iniciativa para sustituir a estos
obreros por un amplio programa de “trabajadores invitados”.
Con la legislación
actual, pensada para hacer frente a situaciones de emergencia debido a la
escasez de mano de obra, los trabajadores invitados salen caros. Los
empresarios tienen que pagarles el viaje de ida y vuelta a su país de origen y
proporcionarles alojamiento mientras dure el contrato, que no puede ser
superior a un año. La normativa está diseñada para disuadir a las empresas de
la idea de hacerse con un sobrante de mano de obra por el procedimiento de
importar un número ilimitado de mexicanos y bajar los salarios de los que ya
viven en Estados Unidos, como hicieron los productores entre 1942 y 1964,
mientras duró el Programa Bracero, en respuesta a la falta de trabajadores
agrícolas durante la Segunda Guerra Mundial.
En las condiciones
actuales, la escasez de mano de obra ha alcanzado unas proporciones
desconocidas al menos en los últimos 90 años. En consecuencia, los productores
han arrancado los cultivos que necesitan más trabajo manual, como las vides de
uva de mesa, y han plantado almendros, para los que no hace falta tanto. Los
precios de la vivienda, sobre todo en la zona costera del valle, hacen aún más
difícil atraer y conservar a los trabajadores. En los últimos años, millones de
dólares en cosechas no recogidas se han enterrado o se han dejado pudrir en el
campo.