José M. Castillo S.
www.religiondigital.org / 02.07.2019
Las declaraciones, que ha hecho el Nuncio
de la Santa Sede, al despedirse de la Nunciatura de Madrid,
están dando que hablar por un motivo comprensible. El representante oficial del
Papa en España se ha despedido haciendo alusiones o dando su opinión sobre un
problema, el enterramiento del dictador Franco, ante el que muchos españoles no
son indiferentes.
Al hablar de este asunto, mi intención no
es pronunciarme a favor o en contra del Nuncio cesante. Lo que pretendo es
indicar el problema de fondo que se oculta en todo este
asunto. Un problema que mucha gente no se imagina, pero que tiene más
actualidad y envergadura de lo que normalmente se suele pensar o decir en estos
casos.
¿A qué me refiero? El centro y eje del
cristianismo, como bien sabemos, es el Evangelio. Y en el Evangelio, todo se
centra en torno al personaje capital, que es Jesús. Pues bien, si la Iglesia tiene
su origen en el Evangelio y su razón de ser es hacer presente ese mismo
Evangelio, resulta evidente que los representantes oficiales de la
Iglesia no pueden ir por el mundo haciendo y diciendo exactamente lo contrario
de lo que, según los evangelios, Jesús hizo y dijo mientras estuvo en la
tierra.
Esto supuesto, si algo hay claro en los
evangelios es que Jesús fue un hombre profundamente religioso, que hablaba
constantemente de su relación (y de nuestra relación) con el Padre del cielo.
Y se pasaba las noches enteras en oración a Dios. Pero siempre hizo esas cosas
de tal forma, que la vida de Jesús transcurrió, no sólo al margen de la
“religión oficial”, la religión del templo y de los sacerdotes, sino que –sobre
todo y como bien sabemos– Jesús “se enfrentó directamente” al templo y sus
funcionarios, a muchos de sus rituales y ceremonias y al “yugo” (Mt 11, 29) de
normas que los clérigos aquéllos le imponían a la gente.
Jesús
se enfrentó directamente al templo y sus funcionarios
De tal forma que Jesús entendió y practicó
la religión de tal manera, que aquello terminó en un conflicto mortal. Porque,
como es bien sabido, fue el Sanedrín (el Consejo Supremo de la
Religión) el que condenó a muerte a Jesús (Jn 11, 47-53). Y el que forzó a las
autoridades civiles y militares para que ejecutaran la sentencia de la forma
más cruel que había entonces.
Esto es lo que ocurrió. Pero ¿por qué se
produjo aquel crimen? No fue por defender la religión, que estaba bien
defendida. Ni fue por proteger a los sacerdotes y sus ganancias. El
templo y sus hombres eran la gran fuente de riqueza que tenía Jerusalén en
aquel tiempo, como bien han demostrado los mejores estudiosos de esta
historia (cf. J. Jeremias, Jerusalén en
tiempos de Jesús, Madrid, Cristiandad, 1977).
Entonces, ¿por qué persiguieron y mataron
a Jesús? Sencillamente porque Jesús vio, con claridad meridiana, que lo más
urgente y apremiante, en este mundo, no es el sometimiento a los que tienen el
poder, aunque sea el poder sagrado de la religión. Lo más importante, que no
admite espera, es remediar el sufrimiento de los que no pueden seguir,
hundidos como están en sus carencias y miserias. Por eso Jesús curaba a los
enfermos, acogía a pecadores y extranjeros, defendía a las mujeres, se ponía de
parte de niños, mendigos y gente desamparada.
Sin duda alguna, todo esto es lo que
irritaba a los hombres de la religión. Sobre todo, cuando Jesús les dijo en su
cara que habían hecho del templo “una cueva de bandidos”. ¿No se daban cuenta
los “profesionales de lo sagrado” -los de entonces y los de ahora- que la
religión o es “laica” (del pueblo, de todos por igual) o no es religión, es
decir, no nos lleva a Dios, porque a donde nos lleva derechos es a la
tranquilidad de la conciencia y al “señorío del disparate”,
como ha dejado patente el Nuncio que se va?
Y es que, cuando un colectivo de hombres se
cree que es superior a los demás, porque sabe más y puede más que los
demás, ¿no se puede sospechar con fundamento que la experiencia religiosa que
nos predica ese colectivo ya no es de fiar, porque nos remite a una falsa
religión?
Cada día veo más claro que la religión del
futuro es la “religión laica”. Que no es la religión que niega a Dios. Eso es
una burda contradicción. La “religión
laica” es la religión que nos iguala a todos. Y a todos nos concentra en la
firme convicción que se centra en este criterio: una conducta ética tan honesta
y tan transparente que no tenga más explicación que la existencia de un más
allá y la experiencia de un Padre que es la clave que explica lo que
nunca llegaremos a explicar.