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Vivimos en el Antropoceno y ya ha comenzado el fin


Maristella Svampa
www.envio.org.ni / abril 2019

En medio de la crisis ambiental y de los estragos que ya produce el calentamiento global, la ciencia está empleando cada vez con más frecuencia el concepto ANTROPOCENO. Llama así a la época geológica que ha seguido a la precedente, el Holoceno. Y le llama así por los impactos destructivos que los seres humanos están causando hoy en los ecosistemas terrestres. Ante el “fin del mundo” que hemos conocido, ya en marcha, hay hoy tres respuestas: la de quienes insisten en el colapso del sistema, la de quienes insisten en salvar el sistema con peligrosas medidas de geoingeniería y la de quienes hacen resistencia al sistema.

Al designar un nuevo tiempo en el cual el ser humano se ha convertido en una fuerza de transformación global con alcance geológico, la categoría “Antropoceno” se ha revelado central para hacer referencia a la actual crisis socioecológica.

ANTROPOCENO: LA IDEA DE UMBRAL

En términos de diagnóstico, el Antropoceno instala la idea de “umbral” frente a problemáticas ya evidentes como el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad. El concepto, acuñado por el químico Paul Crutzen en 2000, fue expandiéndose pronto no solo en el campo de las ciencias de la tierra, también en las ciencias sociales y humanas, incluso en el campo artístico, razón por la cual devino una suerte de “categoría síntesis”, un punto de convergencia de geólogos, ecólogos, climatólogos, historiadores, filósofos, artistas y críticos de arte. Para las visiones más críticas, la evidencia de que estamos asistiendo a grandes cambios de origen humano (antrópico o antropogénico) a escala planetaria, que ponen en peligro la vida en el planeta, se halla directamente ligada a la dinámica de acumulación del capital y a los modelos de desarrollo dominantes, cuyo carácter insustentable ya no puede ser ocultado.

Para no pocos especialistas y científicos, entre ellos Crutzen, habríamos ingresado en el Antropoceno hacia 1780, en la era industrial, con la invención de la máquina de vapor y el comienzo de la era de los combustibles fósiles. Para otros, como el Anthropocene Working Group del Servicio Geológico Británico, integrado por un grupo de científicos de la Universidad de Leicester bajo la dirección de Jan Zalaslewicz, el planeta habría atravesado el umbral de una nueva era geológica hacia 1950: las marcas estratigráficas que determinan ese cambio son los residuos radiactivos del plutonio, tras los numerosos ensayos con bombas atómicas realizados a mediados del siglo 20. Para el historiador ecomarxista Jason Moore, habría que indagar en los orígenes del capitalismo y la expansión de las fronteras de la mercancía, en la larga Edad Media, para dar cuenta de la fase actual, que él denomina “Capitaloceno”.

El concepto mismo de Antropoceno se instala en un campo de disputa, no tanto ligado al alcance de la crisis socioecológica –cuya gravedad es subrayada de manera amplia–, como a la cuestión de dilucidar cuáles son las vías de la transición o los mecanismos de intervención propuestos para superar esa crisis.

Quisiera explorar algunas de las narrativas contemporáneas en torno de la crisis socioecológica: la “colapsista”, la tecnocrática y la de las resistencias antisistémicas, con el objetivo de explorar sus alcances, a la vez políticos y civilizatorios.

LA NARRATIVA DEL COLAPSO: ¿POR QUÉ DESAPARECEN ALGUNAS SOCIEDADES?

Existe una profusa bibliografía acerca del “colapso civilizatorio”. No son pocos los especialistas que postulan que el ecocidio es la mayor amenaza que pesa sobre la sociedad mundial, incluso mayor que una guerra nuclear o una pandemia.

Las narrativas del colapso constituyen un relato del fin del mundo. A diferencia del pasado, no se nutren de creencias religiosas sino de datos duros y argumentaciones que proveen las diferentes ciencias de la tierra (geofísica, paleontología, climatología, hidrografía, oceanografía, meteorología, geomorfología, biología...), a las que hay que sumar las ciencias ambientales (ecología política, economía ecológica, historia ambiental...) Son nuestras nuevas y modernas teorías sobre el fin del mundo, ahora con sustrato científico.

Para ilustrar esta visión quisiera tomar tres textos diferentes. El primero es el conocido libro de Jared Diamond, geógrafo y ambientalista de renombre internacional, quien en 2004 publicó “Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen” ¿Qué es lo que hace que una determinada cultura, otrora una sociedad pujante, llegue a desaparecer? ¿Cuáles son los factores que hacen especialmente vulnerable a una sociedad?, se pregunta Diamond.

Por colapso, este autor no entiende la desaparición de un día para el otro de una cultura o una determinada civilización, a la manera de las películas apocalípticas del cine hollywoodense. El colapso presupone un “drástico descenso del tamaño de la población humana y/o de la complejidad política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante un periodo de tiempo prolongado”.

Entre los factores que llevaron al colapso a sociedades del pasado están la deforestación, la erosión del suelo, la mala gestión del agua, la sobrepesca, la caza excesiva, la introducción de especies alógenas, el aumento de la población y el impacto humano sobre su entorno.

Todos estos factores de riesgo están ya presentes en nuestra actual civilización. Y a ellos se suman otros agravantes, como el cambio climático y la continua quema de combustibles fósiles. A esto hay que añadir la mayor amplitud de los impactos: la gran escala, el nivel planetario que¬ tendría un desastre en nuestros días.

NO HAY PLAN B ENERGÉTICO PARA LA CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL

El segundo texto sobre el colapso es del notable ecologista español, ingeniero de profesión, Ramón Fernández Durán, fallecido hace unos años, quien dejó una obra inconclusa en dos tomos en la que analiza el declive y hundimiento del capitalismo global.

En un texto más breve, publicado en 2011, Fernández Durán sostiene que el colapso no sería repentino, sino “un lento proceso con altibajos, pero con importantes rupturas”, un largo declive de la civilización industrial que podría durar 200 o 300 años. (Envío publicó en cinco entregas (agosto, octubre y diciembre de 2010 y marzo y mayo de 2011) el texto de Fernández Durán). ¿Las causas del colapso? Los límites ecológicos del planeta y el agotamiento de recursos, muy especialmente debido a la (in)capacidad de aprovisionamiento de combustibles fósiles. El gran problema del capitalismo global, afirma, es que no cuenta con un plan B energético para sustentar la actual civilización industrial.

Ninguna fuente energética podrá sustituir el “tremendo vacío que dejarían las energías fósiles en su declive, debido a su intensidad energética”. Nadie quedaría al margen de este declive, ni siquiera las élites, lo cual no quita que habría inevitablemente, ganadores y perdedores. Durán tampoco descartaba que la ambición por conservar a cualquier costo la glamorosa sociedad hipertecnologizada actual pudiera llevarnos a un colapso más brusco, a una crisis sistémica sin transición posible.

El tercer texto nos sumerge en una ciencia ficción de carácter post-apocalíptico, cargada de datos duros. Escrito por dos historiadores de la Ciencia, Naomi Oreskes y Erik Conway, se trata de un libro publicado en 2015 bajo el título The Collapse of Western Civilization.

La ficción nos sitúa en un tiempo lejano, en 2393, en la Segunda República Popular China, época en la cual un historiador de esa nacionalidad se pregunta acerca de las razones del hundimiento de la civilización occidental, conocida como la “Edad de la Penumbra”, un hecho ocurrido a mediados del siglo 21.

LOS PUNTOS EN COMÚN EN LOS RELATOS DEL COLAPSO

Los tres relatos evocados están recorridos por consensos básicos. El primero: el derrumbe es leído como una reducción importante de la complejidad en diferentes planos (económico, social, político, cultural). Cuanto más compleja es una sociedad se expone a ser más vulnerable. Es más dependiente de esa complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento.

Segundo consenso: pese a que Diamond habla de “la sociedad mundial” y Durán del “capitalismo global”, ambos coinciden en que el derrumbe civilizatorio implicaría también la desaparición de valores políticos democráticos que creíamos fundamentales. Se habla así de “nuevos capitalismos regionales”, fuertemente autoritarios y conflictivos entre sí, que llevarían una “refeudalización de las relaciones sociales”.

Naomi Oreskes y ErikConway llegan a una conclusión similar, agregando que la posibilidad de sobrevivir a un gran desastre aumentaría si contáramos con un régimen centralizado y un fuerte aparato estatal (al estilo de China), aunque esto implicara una pérdida inevitable de valores democráticos.

Por encima de la diferencia ideológica de los autores, hay otros puntos en común. Por un lado, a diferencia de las antiguas culturas que colapsaron y terminaron desapareciendo, no hay dudas de que el nuestro no es un problema de carencia de información. Más bien, nuestra civilización sabe, conoce, está al tanto de los efectos devastadores de sus acciones. La consecuencia de sus actos no solo es previsible, sino que ha sido prevista.

Por otro lado, como nos dice el paciente historiador chino imaginado por Oreskes y Conway, existen otros obstáculos que explicarían el colapso de la sociedad del siglo 21. Entre ellos, la “convención occidental arcaica” que imponía la división y el estudio separado del mundo físico y del mundo social, la persistencia de una ontología dualista respecto de la relación entre sociedad y Naturaleza, expresada también en el ámbito del conocimiento.

LA NARRATIVA CAPITALISTA-TECNOCRÁTICA: EL PLAN B ES LA GEOINGENIERÍA

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que los resultados de las últimas cumbres climáticas son muy desalentadores. Parecen formar parte de la crónica de una muerte anunciada.

Pese a que en 2017 el Acuerdo de París fue ratificado por 171 de los 195 países participantes, implicó un retroceso, dado que se decidió que el cumplimiento de lo pactado y la forma de implementación –reducción de emisiones de CO2 a fin de no sobrepasar el aumento de la temperatura media de 2ºC– son voluntarios y dependen de cada país. A esto hay que sumar la salida de Estados Unidos, concretada por Donald Trump, reconocido por su negacionismo climático y por su apoyo a las industrias de combustibles fósiles, lo que también tuvo un impacto negativo en la Unión Europea.

En este escenario, de cara a la cada vez más escasa credibilidad que despiertan los acuerdos globales para controlar las emisiones de CO2 el capitalismo prepara su plan B para reciclar el proyecto de modernidad capitalista sin tener que salir del capitalismo. Ese plan B se llama “geoingeniería” y está basado en el principio de que es posible superar los riesgos del calentamiento global mediante una intervención deliberada sobre el clima a escala planetaria.

La geoingeniería provoca expectativa entre quienes buscan mantener los actuales patrones de desarrollo –el sistema de producción, circulación y consumo de mercancías– y evitar tener que reducir las emisiones de CO2. Es un camino que avala la visión dominante del progreso y el conocimiento científico apoyada, entre otros, por sectores ligados a la industria de los combustibles fósiles. Así la hipótesis de la geoingeniería comenzó a dejar el ámbito de la ciencia ficción para formar parte de una agenda pro-establishment, un proyecto de continuidad del capitalismo y sus estándares de vida para las élites de poder mundial.

LOS GRANDES RIESGOS Y PELIGROS DE LA GEOINGENIERÍA

Los métodos de la geoingeniería pueden clasificarse en dos grupos generales: manejo de la radiación solar y secuestro de CO2. Como nos dice Jordi Brotons, biólogo ambiental y miembro de la Plataforma por la Soberanía Alimentaria de Alicante, la geoingeniería incluye tecnologías descabelladas, como la cobertura de grandes extensiones de desiertos con plásticos reflectantes. Como megaplantaciones de cultivos transgénicos con hojas reflectantes. Como almacenamiento de CO2 comprimido en minas abandonadas y pozos petroleros. Como inyección de aerosoles de sulfatos (u otros materiales, como el óxido de aluminio) en la estratosfera para bloquear la luz del sol y blanquear las nubes para reflejarla. Como el desvío de corrientes oceánicas o la fertilización de los océanos con nanopartículas de hierro para incrementar el fitoplancton y así, capturar CO2. Como el enterramiento de enormes cantidades de carbón vegetal para eliminar CO2....

Desde 1996, las discusiones sobre estas alternativas atraviesan las diferentes cumbres climáticas y vienen suscitando críticas y resistencias sociales. No se trata solo de un cuestionamiento a la tecnocracia o a la “razón arrogante”. La geoingeniería supone una manipulación que entraña grandes riesgos y no pocos efectos colaterales, que han sido expuestos en diversos informes científicos que concluyen que las nuevas tecnologías de la geoingeniería son falsas soluciones.

JUGANDO CON GAIA, MANIPULANDO A LA MADRE TIERRA

Ya en 2007, el Grupo ETC (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) divulgó un informe titulado “Jugando con Gaia”, en el que denunciaba el lobby del gobierno estadounidense en el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático para imponer una salida técnica, reestructurando el planeta Tierra a través de la geoingeniería. El ETC sostiene que cualquier experimentación que alterase la estructura de los océanos o la estratosfera no podía realizarse sin un debate público profundo e informado sobre sus posibles consecuencias y sin autorización de Naciones Unidas.

Entre 1993 y 2009, once gobiernos realizaron una docena de experimentos de geoingeniería en aguas internacionales, vertiendo partículas de hierro sobre el océano para ver si podían capturar y precipitar CO2 en el suelo marino. Se vertió hierro en más de 50 kilómetros cuadrados del océano y como no hubo resultados, se aumentó la superficie experimental seis veces. Hacia fines de 2009 el área “fertilizada” con hierro era ya de 300 kilómetros. Pero siguió sin dar resultados.

La oposición de sectores de la sociedad civil terminó por forzar la cancelación de otros proyectos de fertilización oceánica y en 2010 condujo al establecer una moratoria internacional en la Convención sobre la Diversidad Biológica de la ONU y en el Convenio sobre la Prevención de la Contaminación del Mar por Vertimiento de Desechos y otras Materias, también llamado Convenio de Londres. Esa moratoria, que rige hasta la actualidad, no fue firmada por Estados Unidos y ni por otros países.

Sin embargo, dados los endebles acuerdos de París la geoingeniería va ganando cada vez más terreno entre las élites políticas y científicas de los países centrales, presentándola cada vez más como un medio “esencial” para lograr la meta de que la temperatura planetaria no suba por encima de 1.5–2 ºC respecto de los niveles preindustriales.

Un texto firmado por Bjørn Lomborg, promotor del llamado Consenso de Copenhague, proyecto iniciado en 2004, afirma que, gastando tan solo 1 mil millones de dólares en 1,900 barcos de pulverización de agua de mar se podría impedir el calentamiento global que se prevé para este siglo.

En contraste, afirma que las promesas del Acuerdo de París costarían un billón de dólares por año y se obtendría una reducción de emisiones de carbono mucho menor. Desde su perspectiva, los acuerdos de París son tan débiles como costosos, lo cual abre la puerta a “soluciones” como la geoingeniería, vistas como “una póliza de seguro prudente y asequible” (frase atribuida a Bill Gates).

UN REMEDIO PEOR QUE LA ENFERMEDAD

Apelar a la geoingeniería no solo no ataca las causas de fondo, sino que implicaría ceder el control del termostato del planeta a las grandes potencias globales, que son las más contaminantes.

Quienes apuestan por esta estrategia minimizan los impactos directos reales, que pueden incluir, según la tecnología desarrollada, desde sequías intensas y prolongadas en ciertas regiones del planeta (manejo de la radiación solar), hasta la generación de zonas muertas en los océanos (fertilización marítima) o devastación de millones de hectáreas (técnica de captura y almacenamiento de las llamadas “emisiones negativas”).

También pueden producir alteraciones meteorológicas: una de las intervenciones sobre el clima consiste en inyectar sulfato en la estratosfera, lo cual no disminuye las concentraciones de gases de efecto invernadero, sólo las pospone. Esta técnica imita las erupciones volcánicas, que reducen la temperatura mediante la liberación de sulfato, tal como fue demostrado en 1991 tras la erupción del volcán Pinatubo (Filipinas), que disparó unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre y produjo una disminución de la temperatura global de 0,4ºC. Sin embargo, al año siguiente decayeron las lluvias y hubo una baja afluencia de aguas. De modo que el remedio podría resultar peor que la enfermedad.

EL GRAN DILEMA ÉTICO DE LA HUMANIDAD EN LA PRÓXIMA DÉCADA

Hay que agregar que, una vez iniciado el experimento de geoingeniería a gran escala, cualquier cancelación, por los impactos directos que podría causar en ciertas regiones del planeta y la ola de protestas que podría desencadenar provocaría un recalentamiento fuerte y acelerado, debido a la concentración de emisiones nuevas en la atmósfera.

En términos antropológicos, el plan B está lejos de ser un llamado a la autolimitación. Más bien, a la manera de las corrientes ligadas a la “modernización ecológica”, como lo es hoy la denominada “economía verde”, la geoingeniería privilegia las soluciones tecnológicas que consideran la Naturaleza como un ente completamente manipulable, lo que marca una continuidad agravada del paradigma antropocéntrico moderno. En realidad, su aspiración es a “rehacer” la Naturaleza, adaptándola al patrón de desarrollo vigente, con un horizonte posthumano, sea en el lenguaje de las élites o en el de los minoritarios desvaríos aceleracionistas.

En suma, como sostiene Clive Hamilton, la geoingeniería es uno de los grandes dilemas éticos, geopolíticos y civilizacionales a los cuales la humanidad será confrontada en la década próxima. Queda claro que no hinca el diente al modelo de desarrollo vigente y supone más bien su preservación. Implica intervenciones a gran escala, experimentos altamente riesgosos cuyas consecuencias son impredecibles que, de hacerse, requerirían de un acuerdo global. Sin embargo, en la práctica también pueden ser llevados a cabo unilateralmente, lo cual está lejos de ser una fantasía si tenemos en cuenta que, además de Estados Unidos y la Unión Europea, existen otros países que manejan ya las técnicas de geoingeniería, entre ellos Rusia y China.

LAS NARRATIVAS ANTICAPITALISTAS EN EL NORTE Y EN EL SUR

Narrativas en clave ambientalista existen desde hace mucho tiempo y sus tópicos son variados. Al calor de la crisis socioecológica y el surgimiento de resistencias locales y nuevos movimientos ecoterritoriales, se han ido multiplicando adquiriendo un mayor espesor discursivo y simbólico en nuestras sociedades.

Desde el Sur, las consecuencias de la crisis socioecológica se conectan directamente con la crítica al neoextractivismo y a la visión hegemónica del desarrollo, ya que es en la periferia globalizada donde se expresa a cabalidad la mercantilización de todos los factores de producción: imponiendo a gran escala modelos de desarrollo no sustentables, desde el agronegocio y sus modelos alimentarios, la megaminería y la expansión de las energías extremas hasta las mega-represas, la sobrepesca y el acaparamiento de tierras. Todos estos modelos plantean el desafío de pensar alternativas al desarrollo, como ya planteara Arturo Escobar, al introducir la categoría de “postdesarrollo”.

En coincidencia con los planteamientos de Alberto Acosta y Ulrich Brand, la transición puede ser pensada mediante dos conceptos cada vez más arraigados en el campo contestatario a escala global: posextractivismo y decrecimiento.

Desde mi perspectiva, se trata de dos conceptos-horizonte de carácter multidimensional, que comparten diferentes rasgos: aportan un diagnóstico crítico sobre el capitalismo actual, no solo en términos de crisis económica y cultural, también desde un enfoque más global, si se entiende como una crisis socioecológica de alcance civilizatorio.

Al mismo tiempo, ambos conceptos conectan la crítica al paradigma productivista y al perfil metabólico de nuestras sociedades (basado en la demanda cada vez mayor de materias primas y energías) con la crítica al capitalismo. Ambos ponen el acento en los límites ecológicos del planeta y enfatizan el carácter insustentable de los modelos de consumo y alimentarios, difundidos a escala global, tanto en el norte como en el sur. Por último, se constituyen en el punto de partida para pensar horizontes de cambio y alternativas civilizatorias, basadas en otra racionalidad ambiental, diferente de la puramente economicista, que impulsa el proceso de mercantilización de la vida.

UN ARCHIPIÉLAGO DE EXPERIENCIAS POPULARES Y TERRITORIALES

Para revertir la lógica del crecimiento infinito, es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado.

En América Latina existen numerosos aportes desde la economía social y solidaria, cuyos sujetos sociales de referencia son los sectores más excluidos (mujeres, indígenas, jóvenes, obreros, campesinos), cuyo sentido del trabajo humano es producir valores de uso o medios de vida. Existe, así una pluralidad de experiencias de auto-organización y auto-gestión de los sectores populares ligadas a la agroecología, a la economía social y al autocontrol del proceso de producción, a formas de trabajo no alienado. Otras, ligadas a la reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de comunidad.

Incluso en un país tan “sojizado” como Argentina se han creado redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología, proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, a menores costos y empleando a más trabajadores.

Va surgiendo así un nuevo entramado agroecológico, un archipiélago de experiencias que crece al margen del gran continente sojero que hoy aparece como el modelo dominante, basado en el cultivo transgénico para la exportación.
Desde América Latina la transición tiende a pensarse desde nuevas formas de habitar el territorio, al calor de las luchas y las resistencias sociales al neoextractivismo. Estos procesos de re-territorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental asociada al “buen vivir” y a los derechos de la Naturaleza, los bienes comunes y a la ética del cuidado, cuya clave es tanto la defensa de lo común como la recreación de otro vínculo con la Naturaleza.

SE EXPANDE LA IDEA DEL “DECRECIMIENTO”

En Europa, hacia 2008, reapareció la idea de “decrecimiento”, lanzada hacia los años 70 por André Gorz.

Lejos de la literalidad con la que algunos asocian el concepto (leído simplemente como la negación del crecimiento económico), en las últimas décadas el concepto profundiza el diagnóstico de la crisis sistémica (los límites sociales, económicos y ambientales del crecimiento, ligados al modelo capitalista actual).

Abre también el imaginario a una nueva gramática social y política en la que se destacan diferentes propuestas y alternativas: auditoría de la deuda, desobediencia civil, renta universal ciudadana, ecocomunidades, horticultura urbana, reparto del trabajo, monedas sociales.

En el marco de la transición energética, se vienen impulsando las transition towns, un movimiento pragmático en favor de la agroecología, la permacultura, el consumo de bienes de producción local y/o colectiva, el decrecimiento y la recuperación de las habilidades para la vida y la armonía con la Naturaleza. Nacido en Irlanda en 2006, este movimiento apunta a crear sociedades más austeras, sostenidas en energías limpias y renovables y con énfasis en la eficiencia energética.

Resulta claro que el Antropoceno, como diagnóstico hipercrítico, conlleva el desafío de pensar alternativas a los modelos de desarrollo dominantes, de elaborar estrategias de transición que impliquen una descolonización del imaginario social y marquen el camino hacia una sociedad postcapitalista, en una época en la cual no existen modelos macrosociales ni tampoco socialismos realmente existentes.

YA CRUZAMOS EL UMBRAL

Las tres narrativas reseñadas coexisten en la actualidad. Algunos podrán decir que el “realismo capitalista” hará que la humanidad opte por la “solución” tecnocrática. Es probable que así suceda, aunque habrá que adjudicar tal decisión a las élites de los países del norte, no tanto a los países del sur, y mucho menos a los movimientos sociales antisistémicos, hoy decididamente opuestos a lo que consideran como una “falsa solución”.

Es probable incluso que, ante el agravamiento del calentamiento global y sus consecuencias, negacionistas como Trump terminen por apoyar la geoingeniería. Sin embargo, para los proyectos altercivilizatorios, no se trata de buscar engañosos atajos a través de la solución tecnocrática, como plantean los defensores del capitalismo verde, que conciben al ser humano como un demiurgo capaz de manipular y rehacer la Naturaleza.

Tampoco se trata de caer rendido a los pies de las narrativas “colapsistas”, pues el riesgo más evidente es quedar atrapado en una lógica paralizante que anule la capacidad de acción colectiva, tan necesaria a esta altura de la crisis civilizatoria. Un detalle no menor nos advierte que ya hemos cruzado un umbral de riesgo la transición, cualquiera sea, ya ha comenzado.

NOS HEMOS SEPARADO DE LA PACHAMAMA

El giro antropocénico tiene hondas repercusiones filosóficas, éticas y políticas. Nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y Naturaleza, entre humano y lo no humano. El Antropoceno nos exige pensar las consecuencias de la gran separación entre el orden cosmológico y el orden humano, como dice el antropólogo Philippe Descola. Nos desafía a reelaborar desde otras coordenadas la relación entre sociedad y naturaleza, entre las ciencias de la Tierra y las Ciencias humanas y sociales.

Hace siglos que hemos abandonado la visión organicista de la Naturaleza, Gaia, Gea o de la Pachamama, la que profesaban nuestros ancestros. Somos hijos de la Modernidad o vástagos colonizados por ella. Nos hemos vinculado a la naturaleza a partir de una episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya persistencia y repetición, lejos de conducirnos a dar una respuesta a la crisis, se ha convertido finalmente en una parte importante del problema.

La antropología crítica de las últimas décadas ha hecho avances interesantes al recordar la existencia de otras modalidades de construcción del vínculo con la Naturaleza, entre lo humano y lo no humano. No todas las culturas ni todos los tiempos históricos, incluso en Occidente, desarrollaron un enfoque dualista de la Naturaleza, considerándola un ámbito apartado, exterior, al servicio del ser humano y su afán predatorio.

La crisis civilizatoria nos obliga a abdicar del pensamiento único, para asumir la diversidad en términos no sólo epistemológicos sino también ontológicos. Existen otras matrices de tipo generativo, basadas en una visión más dinámica y relacional, tal como sucede en algunas culturas orientales, donde el concepto de movimiento, de devenir, es el principio que rige el mundo y se plasma en la Naturaleza. O en aquellas visiones inmanentistas de los pueblos indígenas americanos que conciben al ser humano en la Naturaleza, inmerso y no separado o frente a ella.

UN MUNDO POBLADO DE SERES CON CONCIENCIA

Estos enfoques relacionales, que subrayan la interdependencia de lo vivo y dan cuenta de otras formas de relacionamiento entre los seres vivos, entre humanos y no humanos, toma diversos nombres: “animismo”, para el ya citado Descola; “perspectivismo amerindio”, para Eduardo Viveiros de Castro, quien en su ensayo “La mirada del jaguar” conceptualiza el modelo local amazónico de relación con la Naturaleza.

Se trata de la noción, en primer lugar, de que el mundo está poblado por muchas especies de seres (además de los humanos), todos dotados de conciencia y de cultura. Y, en segundo lugar, de que cada una de esas especies se ve a sí misma y a las demás especies de un modo bastante singular: cada una se ve a sí misma como humana, viendo a las demás como no humanas, esto es, como especies de animales o de espíritus.

Cada especie se ve a sí misma como sujeto. Estas formas de relacionamiento y apropiación de la Naturaleza cuestionan los dualismos constitutivos de la Modernidad.

LA ÉTICA DEL CUIDADO Y EL CONFORMISMO

A la hora de repensar nuestro vínculo con la Naturaleza desde una perspectiva relacional, sin duda la ética del cuidado y el ecofeminismo abren otras vías posibles. Ciertamente, la ética del cuidado coloca en el centro la noción de interdependencia, que en clave de crisis civilizatoria es leída como ecodependencia.

La revalorización y universalización de la ética del cuidado, vista como una facultad relacional que el patriarcado ha esencializado (en relación con la mujer) o desconectado (en relación con el hombre), como afirma Carol Gilligan, nos abre a un proceso de liberación mayor, no solamente feminista, sino de toda la humanidad.

En la actualidad, esto aparece reflejado en la acción e involucramiento cada vez mayores de las mujeres en las luchas socioambientales, en sus diferentes modalidades. Los llamados feminismos populares se abren a una dinámica que cuestiona la visión dualista; proyectan una comprensión de la realidad humana a través del reconocimiento con los otros y con la Naturaleza. Van tejiendo una relación diferente entre sociedad y Naturaleza a través de la afirmación de la interdependencia.

La dinámica procesual de las luchas conlleva también un cuestionamiento del patriarcado, basado en una matriz binaria y jerárquica que separa y privilegia lo masculino por sobre lo femenino. No pocas veces, detrás de la desacralización del mito del desarrollo y la construcción de una relación diferente con la Naturaleza.

Al calor de las luchas se van afirmando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza, otras narrativas de la Madre Tierra, que recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de apropiación y diálogo de saberes, a otras formas de organización de la vida social. Estos lenguajes se nutren de diferentes matrices político-ideológicas, de perspectivas anticapitalistas, ecologistas e indianistas, feministas y antipatriarcales, que provienen del heterogéneo mundo de las clases subalternas.

LO QUE NOS EXIGE EL ANTROPOCENO

El Antropoceno como paradigma hipercrítico exige repensar la crisis desde un punto de vista sistémico. Lo ambiental no puede ser reducido a una columna más en los gastos de contabilidad de una empresa en nombre de la responsabilidad social corporativa. Ni tampoco a una política de modernización ecológica o a la economía verde, que apunta a la continuidad del capitalismo a través de la convergencia entre lógica de mercado y defensa de nuevas tecnologías proclamadas como “limpias”.

La actual crisis socioecológica no puede ser vista como “un aspecto” o “una dimensión más” de la agenda pública, como una dimensión más de las luchas sociales. Debe ser pensada desde una perspectiva interdisciplinaria y desde un discurso holístico e integral que comprenda la crisis socioecológica en términos de crisis civilizatoria y de apertura a un horizonte postcapitalista.

SOCIÓLOGA Y ESCRITORA.ESTE TEXTO FUE PUBLICADO EN “NUEVA SOCIEDAD” DE NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2018 CON EL TÍTULO “IMÁGENES DEL FIN”. Y CON EL SUBTÍTULO “NARRATIVAS DE LA CRISIS SOCIOECOLÓGICA EN EL ANTROPOCENO” EDICIÓN DE ENVÍO.