Gorka Larrabeiti
“El mundo está sordo”, dice Francisco mirando
a los ojos del espectador al comenzar el documental de Wim Wenders, “El
papa Francisco: un hombre de palabra”. Las críticas a la película han sido
pocas y casi todas ellas la despachan como lo que evidentemente es: un encargo
del Vaticano. “Hagiográfica”, “homilía”, “embedded”, “pura propaganda
católica”. Pocas críticas, pues, y entre esas pocas, aún más escasas las que
recogen el contenido del discurso de Francisco.
¿Qué se ha hecho de la voz de Francisco
que apenas se oye? ¿Qué ángel o qué demonio ha pasado para que su voz no se
oiga tanto como antes? ¿Cómo un hombre que comenzó despertando tanto interés
incluso en círculos no católicos ahora no consigue que su palabra supere la
barrera del ruido que le rodea? Jamás ha habido un Papa que hable tanto. Jamás
uno al que se le haya hecho tantos oídos sordos.
Para un anticlerical fervoroso, nada
resulta más fácil que criticar a un Papa. Ese catecismo se lo sabe de memoria
todo cristo: el Papa es la cabeza de una retrógrada monarquía electiva anclada
en textos intocables que imponen una visión homófoba, patriarcal, etc.
Siguiendo con los dogmas anticlericales, Francisco sería un falso
revolucionario. Primero: porque ha fracasado en la reforma financiera, así como
en la de la Curia. Segundo: porque, pese a ese eficaz eslogan de “tolerancia
cero”, no solo no ha terminado con los casos de pedofilia, sino que durante su
pontificado asistimos a un auténtico boom de casos y, ni ha modificado las
leyes vaticanas para combatir este problema, ni parece dispuesto a hacerlo.
Tercero: en materias no tratables como el aborto, persiste la bestial visión
dogmática de siempre (“Abortar es como contratar un sicario”, soltó hace poco).
Cuarto: continúan los privilegios económicos de la Iglesia, o dicho de otro
modo, en los costes no se ve ni asomo de la prometida iglesia de los pobres.
Quinto: ese supuestamente revolucionario discurso económico forma desde siempre
parte de la doctrina social de la Iglesia, conque nada nuevo bajo el sol.
En suma: porque Francisco – sigo aquí a
Marco Marzano en su artículo “La costruzione della star
‘Francesco’”, Micromega 4/2018 – no sería sino un producto coral, una
operación exitosa en la que han intervenido cuatro actores; a saber: la
dirigencia católica romana, la prensa hambrienta de celebridades, la
ceguera catoprogresista y los camaradas fulgurados y genuflexos ante
Francisco. O sea: nada ha cambiado con él y la Iglesia sigue tan inmóvil como
siempre. Amén.
Pues bien: confieso que, aun siendo uno de
esos anticlericales fervorosos por obra y gracia de mi formación en los
agustinos y los jesuitas, me he sentido en muchas ocasiones –mea grandissima culpa– fulgurado por
Francisco. Y, aunque Quintiliano avise de que resulta más difícil defender que
acusar, considero un deber
romper el silencio en favor del Papa, ya que nos unen muchos principios básicos
que veremos más adelante, pero también una urgencia: no cesan desde el cambio de gobierno en los EE.UU.
los ataques contra Francisco.
En noviembre de 2016, una semana después
de la victoria electoral de Trump, cuatro cardenales ultraconservadores (el
estadounidense Burke, el italiano Caffarra, los alemanes Brandmüller y Meisner)
hicieron públicas cuatro preguntas (dubia)
que habían formulado en privado a Francisco relativas a la exhortación
apostólica Amoris Laetitia. En febrero de 2017, con nocturnidad y
alevosía, alguna mano oscura pega pasquines con una foto que retrata a un
Bergoglio muy morrudo. Rezaban los carteles (traducción mía): "Hey,
Pancho, has intervenido congregaciones, quitado a sacerdotes, decapitado la
Orden de Malta y a los Franciscanos de la Inmaculada, has ignorado a los
cardenales… ¿dónde está tu misericordia?”. Especialmente escandaloso por la
puntualidad y gravedad ha sido el caso McCarrick.
Justo en pleno viaje a Irlanda, escenario
de muchísimos casos de abusos y desapariciones de niños en instituciones
religiosas, el exnuncio apostólico en Estados Unidos, Carlo María Viganò,
publica con estruendo mediático un documento de 11 páginas acusando
personalmente a Francisco de haber cancelado sanciones existentes contra el
arzobispo McCarrick. En ese documento, el exnuncio llega a solicitar –nos valga
Dios– la dimisión de Bergoglio. Y aunque ya se han desmentido desde el Vaticano
las acusaciones de Viganò, pareciera como si algo de la calumnia hubiera
quedado, como si Bergoglio no fuera sino otro encubridor más porque es que
todos los curas son iguales, mal que Francisco haya denunciado sin cesar y sin
pelos en la lengua esos “crímenes”.
Pero no, no caigamos en la tentación sabrosa de las polvaredas
mediáticas. Una cortina de humo tan bien urdida apunta a otro objetivo: enterrar la doctrina de un Papa despiadado
con el capitalismo, tolerante con islam, sensible y sensato ante la cuestión
migratoria.
Es verdad que las críticas al capitalismo
están en las encíclicas Rerum novarumde León XIII, Quadragesimo
anno de Pío XI, Mater et magistra y Pacem in terris de
Juan XXIII, Populorum progressio de Paolo VI, Centesimus annus de
Juan Pablo II o Caritas in veritate de Benedicto XVI. Sin embargo, no se podrá negar
que Francisco ha sido infinitamente más explícito y tajante en sus críticas al
capitalismo que nos gobierna. En 1967 Pablo VI parecía un profeta
implacable y fue poco comprendido. Tuvo muchas frases lapidarias: “la desigualdad
crece”, “la cuestión social ha tomado una dimensión mundial”, “todo crecimiento
es ambivalente”, “la regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola
las relaciones internacionales”, “el mundo está enfermo”. En 2013 también
Ratzinger critica el “capitalismo desenfrenado”.
Pero las acusaciones de Francisco son otra cosa.
Algunas se recuerdan fácil por breves y eficaces. Me refiero, por ejemplo, a la
sencilla fórmula de las tres tes –Tierra, Techo, Trabajo–, las críticas a la
“cultura del descarte y los sobrantes” o a la “globalización de la
indiferencia”. Otras dos de sus críticas son insuperables, letales: “Esta economía mata”; “¿Quién gobierna entonces? El
dinero […] Ese
sistema es terrorista”.
A
Francisco nos une, desde luego, la idea de una ecología integral, es decir,
ambiental, económica, social, cultural, cotidiana. Concedámosle el mérito de
haber escrito una entera encíclica (Laudato si’) “sobre el cuidado de la casa
común”. También nos une su visión orwelliana de la barbarie actual: “La guerra
es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer
destruyendo!; “quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida «por
partes»”; “el día en el que las empresas de armas financien hospitales para
curar a los niños mutilados por sus bombas, el sistema habrá llegado a su
culmen”.
Nos
resultan bien cabales sus propuestas contra el consumismo: “Un cambio en
los estilos de vida podría llegar a ejercer una sana presión sobre los que
tienen poder político, económico y social…. Ello nos recuerda la
responsabilidad social de los consumidores. ‘Comprar es siempre un acto moral,
y no sólo económico’”.
Compartimos
su preocupación por la calidad de la información, por el “pecado” que se esconde
tras los “abundantes eufemismos”, por la responsabilidad social del periodismo
como “instrumento de construcción y factor de bien común”. Compartimos,
asimismo, el imperativo de desobedecer las leyes que pongan en peligro los
bienes comunes. Y admiramos su aliento a los artistas, los cuales estarían
“llamados a dar a conocer la gratuidad de la belleza”. Olé, digo yo.
Palabrería huera dicen quienes creen que
hablando se hace poco. Con todo, habrá que conceder al Soberano del Estado
Vaticano el haber dicho cosas que sí que han cambiado otras. ¿Es poco mérito de este papado
haber desactivado inmediatamente, gracias a la exhortación Evangelii
gaudium, el explosivo absolutismo teológico de la declaración Dominus
Iesus de Ratzinger? ¿Hemos olvidado ya la indignación global que
causó aquel discurso de Benedicto XVI en Ratisbona? ¿Cómo es que somos
incapaces de calibrar bien el papel trascendental de un Papa en materia de
diálogo interreligioso habiendo políticos que siguen fomentando ese maldito
choque de civilizaciones que se traduce siempre en guerras?
En materia de migración, no resulta necesario extenderse.
Francisco ha sido la voz
clamando en el terremoto de xenofobia y racismo que sacude el mundo. Ha
hablado sin miedos en las visitas a Lesbos y Lampedusa, ante el Parlamento
Europeo, la ONU o el Congreso de EE.UU. Su solidez contuvo las políticas
líquidas de ciertos gobiernos europeos cuya defensa de los derechos humanos se
desparramaba en las fronteras. Se enfrentó valiente, solo y en campo abierto, a Trump. Salvini,
el que esgrime en los mítines el rosario y el Evangelio, lo despreció como Papa
precisamente por la dichosa cuestión migratoria.
Está
claro, pues, que nos unen ciertos enemigos fuera de la iglesia. También dentro. Un alumno
sacerdote me decía que Francisco nos gusta a los laicos porque hacia fuera es
especialmente blando, cuando, en cambio, dentro es especialmente severo, tal y
como le reprochaban en esos pasquines antes citados. En la película de Wenders
me reí en dos ocasiones. La primera, con las jetas que se les pusieron a los
cardenales de la Curia en el famoso discurso de ¡felicitación! de la Navidad en
que enumeró las trece enfermedades que aquejaban a la Iglesia en cuanto cuerpo
místico de Cristo; la segunda, con el tronchante cochecito más propio “de Mr.
Bean” que lució en el opulento cortejo presidencial que le aguardaba en su
visita a EE.UU.
Todas estas cosas se las he contado a
muchos amigos, todos ellos anticlericales fervorosos, y siempre con el mismo
resultado: pasan. También a un amigo dominico, quien, sabedor de mi
anticlericalismo, celebraba como una llamada del Espíritu Santo mi interés en
conversar con él sobre Francisco. No interesarse política, moral y socialmente
por la iglesia es tan grave como desinteresarse de la opinión de los militares
en tiempo de paz o de guerra.
Comentando el reciente principio de
acuerdo entre China y el Vaticano, mi amigo dominico me decía que son los dos
únicos estados que cuentan con una filosofía del espíritu potente detrás, lo
que les permite pensar en un horizonte temporal de 50 años. Ignoro si esa puede
ser una de las razones que explican la ceguera, desidia y pereza siempre
presentes que abrigamos los anticlericales ante toda cuestión vaticana y que
revestimos con cómodos tapujos críticos de quita y pon.
Pierpaolo Pasolini, uno al que machacaron
las fuerzas más retrógradas de la iglesia y que, no obstante, dedicó admirado a
Juan XXIII su Evangelio según San Mateo, sostenía que “estar en posiciones
de continua agresión y ser titubeantes para empezar un diálogo con las fuerzas
mejores de la Iglesia es absolutamente contraproducente”. Decía también que
“hemos de ayudar a los hombres de buena voluntad de la Iglesia a desencallarse
de las posiciones que la Iglesia ha asumido delictivamente desde la
Contrarreforma en adelante.” Creo que tenía más razón que un santo.
Un Papa será siempre un Papa y soltará
perlas como que “el cuerpo humano no es un instrumento de placer” y que nos
escandalizarán – oh, sí – a los practicantes hedonistas de masa. Ahora bien: en un momento de contrarreforma
global, no digo alabar, sino ni siquiera abrir un poco la boca para defender a
este Papa progresista será anticlericalmente correctísimo, mas políticamente
corto de miras.
Insisto: me parece estúpido no aprovechar
la coyuntura favorable de un Papa muy evangélico que, para más inri, ha abierto
arriesgados caminos en las materias no tratables que se recorrerán con la
lentitud con que se mueven las catedrales y se celebran los concilios. Esos
cambios ni los percibe el ojo humano, pero a lo mejor si lo entrenamos...
Más allá de esos ejercicios oculares, de
mi amigo dominico aprendí otra cosa. La iglesia está acostumbrada a trabajar
con lo que hay, no con lo que le gustaría que hubiera. Por eso siempre sigue
ahí. Ahí siguen también los Evangelios, al alcance de los laicos no creyentes.
¿O preferimos regalárselos a Bolsonaro, Trump y Salvini? ¿Por qué no al KuKluxKlan?
Ver en:
https://ctxt.es/es/20181031/Politica/22693/Gorka-Larrabeiti-Roma-El-Papa-Iglesia-catolica.htm / 051118