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El sínodo “de los jóvenes”

José Arregi

Se llamaba más bien "Sínodo sobre los jóvenes", cosa muy distinta. Y así ha sido en realidad. Los jóvenes no han sido sujeto, sino más bien objeto. ¿Para qué entonces un Sínodo?

El término proviene del griego syn (con) y hodos (camino o viaje), de modo que significa "camino o viaje conjunto". Pero el Derecho Canónico lo define como "asamblea de obispos escogidos... que se reúnen... para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos". No es un viaje, sino una reunión. Y el sujeto son los obispos con el papa al frente. ¿Merecía la pena?

Viajaron a Roma y allí se quedaron, del 3 al 28 de octubre (25 días con todo pagado), 267 obispos, más 20 sacerdotes y religiosos y 23 expertos; y luego el resto: 49 oyentes, entre los cuales 34 jóvenes (bien elegidos entre los más afines y sumisos, lejos del perfil medio de la juventud actual), todos ellos con voz restringida y sin voto.

Una foto lo dice todo: en la tribuna presidencial el papa Francisco, y el amplio hemiciclo cubierto de sotanas negras, obispos con fajines y solideos fucsia, y cardenales con fajines y solideos rojos en las primeras filas del centro. Majestuoso.

Allá al fondo, donde mis ojos ya no distinguen, debieron de estar los oyentes sin voto, unos pocos jóvenes entre ellos. Seguro que en algún lugar estuvieron también los colores del mundo de hoy y las bienaventuranzas de Jesús, pero en la foto no alcanzo ni a divisarlo.

Es la imagen real de la Iglesia institucional: masculina, célibe, clerical y jerárquica. Una Iglesia que Jesús nunca imaginó: ni eligió a los 12 apóstoles como dirigentes de su grupo de seguidores con Pedro al frente, ni se le pasó por la cabeza que fueran a tener sucesores en una Iglesia futura en la que ni siquiera pensó. Y aun cuando la hubiera organizado y proyectado exactamente así hace 2000 años, aun en ese caso irreal podría la Iglesia seguir manteniendo ese modelo. Sería tan anacrónico como que tuviéramos que seguir hablando arameo como Jesús, o vistiendo como él túnica y sandalias o lo que fuera. Jesús fue un profeta reformador, que dijo: "El espíritu sopla donde quiere", "Está escrito, pero yo os digo", y "A vino nuevo odres nuevos".

La institución eclesiástica lo olvidó muy pronto y sigue repitiendo lenguajes, dogmas y formas del pasado. No es, pues, extraño que nada nuevo se contenga en el documento final del Sínodo episcopal sobre los jóvenes, un texto largo, frío y plano. Se menciona a menudo el "viaje", pero no se avanza en nada. Afirma que los jóvenes son "lugar teológico" (n. 64), pero ignora la voz y el voto de la inmensa mayoría de la juventud, a la que se recuerda que deben "reconocer el papel de los pastores y no avanzar por sí mismos" (n. 66).

Nada nuevo en cuestiones relativas a la sexualidad, a la orientación sexual y al género. Invita a los jóvenes a redescubrir la castidad. Y solo menciona a los homosexuales para decir que han de ser "acompañados" (n. 150), como quien tiene algún problema. A transexuales, bisexuales o intersexuales, ni siquiera los menciona. No existen. "Hombre y mujer los creó", y punto.
¿Y sobre la mujer? Reclama, sí, su presencia "en los cuerpos eclesiales en todos los niveles", pero "respetando el papel del ministerio ordenado" (n. 148), es decir, sin tocar la supremacía clerical masculina. Todo queda como estaba: ¿dónde está el "viaje"? O ¿para qué tanto viaje?

Lo más audaz es seguramente el párrafo sobre la formación de los seminaristas, donde se dice: "demasiados jóvenes que se presentan en seminarios o casas de formación son bienvenidos sin un conocimiento adecuado de su historia" (n. 163). Asunto crucial. En efecto, los seminarios se nutren en general de jóvenes de otro mundo que ansían ponerse el alzacuellos y la casulla, y aspiran a la mitra y al báculo. Y puesto que de los seminaristas de hoy saldrán los curas, obispos y cardenales de mañana, ¿cómo podremos esperar de ellos el fin del clericalismo (sínodo, episcopado y papado incluidos)?

Todo indica que el viejo aparato de la Iglesia Católica tendrá que derrumbarse por entero para que algo nuevo surja en su lugar. Y esto no es pesimismo, sino esperanza en el movimiento que Jesús el itinerante inauguró. El Espíritu es joven y vibra en el corazón de todos los seres, transformando la vida y sus formas.