Manuel Cabieses D.
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“Los mapuches no se integraron al Estado chileno voluntariamente, fueron incorporados por la fuerza”. (Francisco Huenchumilla Jaramillo, “Cómo los mapuches fueron despojados por el Estado y los huincas”, 15 de mayo de, 2002).
Las políticas del Estado chileno hacia el pueblo mapuche han sido históricamente hipócritas y tramposas. Aún mayor lo fueron durante la dictadura militar-empresarial. Pero continúan siéndolo hasta hoy. Bajo toneladas de retórica paternalista y demagógica, esas políticas ocultan el puño de hierro de la opresión que ha condenado a los mapuches a la miseria y a la discriminación racial.
El gobierno del presidente Piñera continúa –y profundiza- la política de “la zanahoria y el garrote” que aplicaron la presidenta Bachelet, y los antecesores de ambos en los siglos XIX y XX, salvo el breve período presidencial de Salvador Allende.
Para el 20 de agosto se anuncia un programa destinado a impulsar el desarrollo de La Araucanía, la región más pobre del país. En esencia son recomendaciones que surgieron de una comisión -encabezada por la Iglesia Católica- que funcionó durante el anterior gobierno. Tal como en el pasado, ese programa estará empedrado de buenas intenciones que, sin embargo, conducen al infierno de la represión. No es el desarrollo de La Araucanía -a la que se prometen 24 mil millones de dólares de inversiones públicas y privadas hasta el 2026 - lo que preocupa a los escuderos del capitalismo. El corazón de la estrategia invariable del Estado chileno es la acción policial y militar para contener las demandas de tierra y autonomía del pueblo mapuche. De las buenas palabras se pasa sin tropiezos al lenguaje de las balas. Desde 1990, bajo gobiernos “democráticos”, catorce activistas mapuches han sido asesinados por carabineros.
Existe una continuidad estratégica entre la guerra que el Estado libró contra el pueblo mapuche, entre 1860 y 1883, y la conducta contemporánea de las autoridades políticas, judiciales y armadas del país.
En el siglo XIX la resistencia mapuche era acusada de “rebeldía” y hoy se les acusa de “terrorismo”. Los apelativos cambian, pero el estigma es el mismo. Este fue el eje rector del discurso del presidente Piñera ante los empresarios de La Araucanía el 28 de junio.
Bajo el pretexto de combatir el “terrorismo”, el gobierno de Bachelet incrementó la militarización de La Araucanía. Incluso llegó al extremo -vergonzoso para un gobierno que se decía “socialista”- de implementar la Operación Huracán, un montaje de la inteligencia de carabineros para acusar de “terroristas” a ocho dirigentes de la Coordinadora Arauco-Malleco.
En esa línea de calificar como “terroristas” a los liderazgos de la resistencia mapuche, se inscribe la iniciativa del actual gobierno de conformar un “Comando Jungla” que se está entrenando en… ¡Colombia!, uno de los estados más criminales de América Latina, responsable de miles de asesinatos de dirigentes sociales.
El Comando Jungla son ochenta carabineros del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) destinados a combatir al “terrorismo” en La Araucanía, Biobío y Los Lagos. Cuarenta de esos efectivos reciben entrenamiento de la Policía Nacional de Colombia, que exhibe un largo prontuario de torturas y ejecuciones extra judiciales en las zonas campesinas.
La Dirección de Carabineros y Seguridad Rural de Colombia, junto con el ejército, son autores de los “falsos positivos”: la ejecución de campesinos inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros caídos en el combate al “terrorismo” de las FARC y el ELN.
La Policía Nacional y el ejército de Colombia tienen antiguos nexos con el narcotráfico. Constituyen el nudo de complicidades que han convertido a Colombia en uno de los estados más corruptos y violentos del mundo. En Colombia se registran 209 mil hectáreas de tierra sembradas con la hoja de coca que el año pasado produjeron 921 toneladas métricas de cocaína. Es imposible que estos enormes cultivos y tráfico masivo de cocaína hacia EE.UU., su principal consumidor, existan sin la complicidad del Estado colombiano, en particular la Policía Nacional, el ejército y los magistrados de las instituciones civiles.
Es evidente que la estrategia del Estado chileno para encarar las demandas del pueblo mapuche encubre con un guante de seda la mano de hierro de la represión.
A mediano o largo plazo esa estrategia provocará un conflicto armado –para el cual se preparan las FF.AA. y Carabineros-. El Estado ha elegido la defensa de las forestales y otras empresas que se adueñaron del territorio mapuche. Hacia 1880 alcanzaba a diez millones de hectáreas, pero quedó reducido -a sangre y fuego- a quinientas mil.
Las fuerzas democráticas tenemos el deber de impulsar con urgencia un cambio radical en la doctrina y estrategia del Estado hacia el pueblo mapuche. Chile debe reconocer -en una nueva Constitución- los derechos políticos, sociales y culturales mapuches. Solo así se podrá evitar un enfrentamiento similar a los ocurridos en Europa, África y el Medio Oriente, donde el racismo, la religión, la discriminación y las miserables condiciones de vida de una minoría étnica, violentada y humillada, hicieron estallar salvajes guerras civiles, despedazando países completos.
Casi el 10 por ciento de la población de Chile es mapuche, un millón setecientas mil personas. Se trata del más importante de los once pueblos originarios. No solo por su número tiene derecho a una vida regulada de manera autónoma por su cultura y costumbres ancestrales. También su vigorosa y heroica lucha de siglos ha conquistado ese derecho. Enfrentó al ejército español y más tarde al chileno, derrotándolos en numerosas batallas. De sus entrañas surgieron toquis como Lautaro, Michimalongo, Pelantaro, Lientur, etc., cuya genialidad estratégica y táctica provocan admiración en las academias militares.
Hay que asimilar las enseñanzas de la historia al plantear políticas democráticas para encauzar una nueva relación Estado-pueblo mapuche basada en la moderna concepción de los derechos humanos y sociales. Chile no puede actuar como un ejército de ocupación en La Araucanía. Hay que eliminar la hipótesis de guerra que contemplan el Estado y sus órganos coercitivos. La estrategia de una nueva relación debe descartar la alternativa de eliminación física del pueblo mapuche. Tiene que establecer una convivencia respetuosa y una colaboración armoniosa entre pueblos diferentes en su origen, pero destinados a afrontar unidos, junto a otros pueblos de nuestra América, un futuro de hermanos.