José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com / 03-0418
Los
políticos gobiernan. Los predicadores exhortan. En teoría, la cosa es así. En
la práctica, sabemos que muchas veces se producen deslizamientos, del gobierno
a la predicación. O al revés, sabemos que abundan los predicadores que, en
lugar de exhortar, se dedican a mandar.
Por
eso no es raro ver, en el hemiciclo de las Cortes, a parlamentarios que, en
lugar de decidir lo que conviene al bien de la ciudadanía (argumentando
debidamente lo que deciden), se dedican a pronunciar auténticos sermones, con
sus promesas y amenazas, como corresponde a un buen predicador. Y si, en lugar
de irte al Parlamento, te vas a la catedral o a la parroquia, es posible que te
encuentres al clérigo de turno imponiendo obligaciones o prohibiendo
libertades, que, de hacerle caso, la feligresía saldría de la iglesia con la
cabeza gacha y el ánimo encogido, suave y humilde, como el que es llevado en el
furgón de Alcalá-Meco.
Pero,
si vamos al fondo del problema, el peligro más serio, que amenaza a políticos y
predicadores, no está en que intercambien los papeles. Lo más grave, que les amenaza a todos, es la hipocresía. Algo en
que casi nadie piensa, pero en lo que incurrimos casi todos con demasiada
frecuencia. Y no se piense que lo de la "hipocresía" es cosa baladí.
¡Qué va! Nada de eso. La "hypokrisis", de la que hablaban los
griegos, pertenece originalmente al lenguaje teatral. De forma que "la
representación teatral" terminó por significar (en sentido negativo)
"hipocresía" (U. Wilckens). De ahí que el verbo
"hykrynomai" significa "representar un papel".
Pues
bien, así las cosas, esto nos lleva a pensar que políticos y predicadores son
personajes que tienen que andar haciendo auténticos equilibrios, para no
terminar siendo "hipócritas comediantes", que van por la vida
representando "el gran teatro del mundo". Individuos que, si no son
heroicamente auténticos, acaban siendo artistas de la mentira, la corrupción y
el engaño. Y destaco el heroísmo de autenticidad que necesitan quienes se
dedican a la representación de lo que nos conviene a los "ciudadanos"
y a los "creyentes".
En
el caso de los políticos, la tentación es fuerte, demasiado fuerte. Porque el
poder y el dinero tienen una fuerza de seducción a la que no es fácil resistir
con la integridad que está en juego cuando lo que se decide son los derechos,
la dignidad, la salud, la cultura... de la sociedad entera.
Y
en el caso de los predicadores, la tentación del poder y del dinero (que
también en ellos está presente) se acrecienta con otra tentación, la fidelidad
a fórmulas "dogmáticas", que fueron necesarias y se vieron como
intocables en tiempos remotos.
Hay
"dogmas", que fueron apremiantes hace quince siglos, pero que hoy ya,
ni se entienden, ni interesan como no se haga de ellos la debida y necesaria
hermenéutica (interpretación). Pero eso justamente es lo que hace que el
predicador de turno hable desde una "intemporalidad", que les ofrece
a los pacientes fieles unos temas y un lenguaje que pudo interesar hace mil
quinientos años, pero que ahora ni se entiende, ni interesa, ni responde a las
necesidades que hoy tenemos y al lenguaje con el que nos comunicamos.
Consecuencia:
políticos y predicadores han perdido, casi todos, su credibilidad. ¿Quién se fía hoy de lo que se dice
en el parlamento o en la catedral? A lo más que llegamos es a que los políticos
se alíen con los "novios de la muerte". Así, política y religión
interesan como noticia. Pero más de eso, ¿para qué? O ¿a quién?