José M. Castillo Sánchez
www.religiondigital.com / 15.02.18
El conocido historiador de la cultura religiosa de la
Antigüedad, el profesor Peter Brown, en su reciente y conocido estudio sobre la
riqueza y la construcción del cristianismo en Occidente (Por el ojo de una
aguja, Barcelona, Acantilado, 2016), ha estudiado detenidamente y a fondo cómo
se produjo el asombroso enriquecimiento de la Iglesia primitiva en los años en
los que se vivió más intensamente la transición de la Antigüedad a la Alta Edad
Media. Concretando más – a juicio del citado Peter Brown – estamos hablando de
los años que transcurrieron desde finales del siglo IV hasta comienzos del
siglo VI.
En aquel tiempo se produjo un fenómeno de
unas consecuencias inimaginables. Por supuesto, la Iglesia dejó de ser “un
ejército de desheredados”, como lo había sido en los siglos II y III (E. R.
Dodds). Pero el paso decisivo consistió en que aquella Iglesia, que se
enriquecía con notable rapidez, supo armonizar la riqueza económica con la
espiritualidad. Es decir, desplazó el cristianismo desde el Evangelio hasta
convertirlo en “mera religión” (cf. Max Horkheimer). Como indica el profesor
Brown, quizá se pueda decir que así “los budistas y los cristianos tal vez
hayan encontrado el modo de llegar a una solución común”.
¿Qué tipo de solución? Tanto los budistas
como los cristianos sabían que quienes comían con el diablo de la riqueza
necesitaban una cuchara larga. Sin embargo, quizá era precisamente la longitud
de la cuchara lo que les daba una ventaja. El ideal de despego de las cosas
mundanas dejó a la riqueza sin glamour, pero no la hizo desaparecer; de hecho,
reforzó sutilmente la idea de que la riqueza tenía una razón de ser: estaba
allí para usarla, para administrarla con eficacia y sensatez en beneficio de la
Iglesia.
Así, el “giro decisivo” - en la historia
de la Iglesia – no se produjo en el s. XI, en los pontificados de León
IX (1049-1054) y Gregorio VII (1073-1081) (Y. Congar), sino mucho
antes. Ya, en el s. V, se produjo el “giro determinante”. Porque el cambio, que
lo modificó todo, no tuvo su clave en el ejercicio del poder para el gobierno
de la Iglesia. Ese cambio estuvo en el desplazamiento del Evangelio a la
Religión. Es decir, cuando lo que define a un cristiano no es ya el
“seguimiento” de Jesús, sino la “observancia” de lo sagrado (templo,
sacerdotes, rituales…).
Todo esto, como es lógico, representa
tener un personal “profesionalizado”, unos edificios, centros de estudio bien
cualificados. Todo esto, además, dotado de un “poder sagrado”, que conlleva y
se traduce en una serie de poderes jurídicos, sociopolíticos, económicos,
doctrinales, etc., que necesitan mucho dinero, mueven abundante riqueza y
justifican manejar importantes capitales.
Las consecuencias, que todo esto ha
motivado, legitima y justifica son bien conocidas. La más importante, de esas
consecuencias, es que, si se aceptan estos cambios y se consideran intocables, la
Iglesia no tiene más remedio que vivir, en cosas muy fundamentales, en
contradicción con el Evangelio. Por supuesto, la Iglesia se esfuerza y
trabaja incesantemente por estudiar, comprender y explicar el Evangelio. Pero
no puede vivir en coherencia con él. Ni puede ser consecuente con lo que el
Evangelio enseña.
Concretamente, Jesús prohíbe a los
apóstoles llevar dinero para anunciar el Evangelio (Mt 10, 9-10 par).
Jesús estaba persuadido de que el dinero, no sólo no es necesario para hacer
presente el Evangelio. Además de eso, si Jesús prohibió a los apóstoles llevar
dinero, eso nos viene a decir que –a su juicio– el dinero es un impedimento
para anunciar su mensaje.
Por lo demás, en la sociedad de todos los
tiempos y más aún en la cultura en que vivimos, tener y manejar dinero es un
condicionante que lleva consigo estar de acuerdo con los poderosos y
adinerados, con el gran capital y con los medios, instituciones y
procedimientos que utilizan los ricos y acaudalados para mantener y acrecentar
su riqueza. Si la Iglesia es una institución rica y prepotente, ¿cómo va a
tener libertad para decir a los ricos y prepotentes lo que les tendría que
decir?
Y quede claro que aquí no vale el argumento
de la caridad y la limosna, que la Iglesia practica en abundancia y con notable
generosidad. Pero no olvidemos nunca que las desigualdades e injusticias, que
tanto abundan, no se resuelven con limosnas, sino con la justicia y el derecho.
Vivir “de limosna” es una de las cosas más humillantes que hay en la vida. Lo
que necesitamos es un mundo más justo e igualitario.
Por todo esto, por lo que estoy diciendo,
¿cómo nos va a sorprender o escandalizar el hecho de que la Iglesia se calle
ante tantos escándalos de corrupción como los que estamos viendo y soportando? ¿Quién
puede exigir a los demás lo que él mismo no practica? ¿Por qué el
actual obispo de Roma, el papa Francisco, está teniendo las más fuertes
resistencias, no de parte de las masas populares, de los pobres, de las gentes
marginales, sino de los prepotentes de este mundo y, sobre todo, de una notable
parte del clero y de la Curia Romana?
Aceptemos, de una vez para siempre, que mientras
la Iglesia no se ponga a vivir el Evangelio, de forma que todo el
mundo lo vea y lo palpe, esta Iglesia nuestra tendrá buenas relaciones con los
poderes públicos y con los más poderosos de este mundo, pero por eso mismo
vivirá como una institución religiosa, que difícilmente podrá estar, en este
mundo, como lo que realmente tiene que
ser, el “recuerdo peligroso” de Jesús.