Jaime Ordóñez
www.wsimag.com / 241217
Cuando todos esperábamos que el siglo XXI
sería el salto hacia otra cosa, hacia una cierta consciencia universal que
llevaría al planeta por encima de las ideologías, los dogmas y los
nacionalismos que generaron dos guerras mundiales en el siglo XX y casi todos
los conflictos desde el inicio de la civilización, lo que está sucediendo es
algo distinto. La actual centuria se está presentando como un retroceso
asombroso. Lejos de acercarnos a la modernidad y a la tolerancia, los fantasmas
más oscurantistas están resurgiendo.
El brexit, el ascenso de la ultraderecha
en Europa (a la hora de escribir estas líneas acaban de hacer coalición y
ascendieron al poder en Austria con el nuevo canciller Sebastian Kurz), los
ataques y las revueltas nacionalistas contra la Unión Europea que vienen desde
la izquierda o la derecha, incluido el acérrimo separatismo catalán o la Liga
Norte de Italia; y -del otro lado del Atlántico— la plutocracia populista de la
Casa Blanca que amenaza con dislocar el planeta, son algunos de los síntomas
graves y evidentes.
Sin embargo, el asunto va más allá: se
trata de una revuelta contra la Ilustración, a todo fuelle y a todo vapor. Este
pensamiento irracional y ultramontano está llevando a grupos de personas
organizadas en los EEUU, América Latina y otros lugares a defender
excentricidades como que la tierra es plana (un retorno a los tiempos previos a
Eratóstenes, contra toda la evidencia actual científica, aeroespacial,
fotográfica y digital); a sostener que la Teoría de la Evolución de Darwin es
una falsedad y a negar el calentamiento global y el daño progresivo del
planeta, entre otras locuras similares.
¿Hacia
un nuevo Medioevo?
El llamado movimiento de los Flat Earthers está creciendo en
distintos países y tiene seguidores en los Estados Unidos, Canadá, Australia,
Indonesia, Suráfrica, Nueva Zelanda y hasta en la culta Francia, y también se
extiende también por América Latina. En América Central han empezado a escribir
en redes sociales algunos promotores de ese desatino.
El análisis semiótico del discurso de los Flat Earthers tiene los indicios
esperados: en su mayoría son seguidores dogmáticos de agrupaciones religiosas
cristianas y las palabras claves del mapa conceptual son: tradición / antigüedad
/ religión / verdad, con un curioso rechazo sistemático a la palabra «ciencia»,
todo un combo de nociones que se remonta al pensamiento pre-renancentista.
Tiene un 72% de hombres y un 28% de mujeres, y agrupa todo tipo de personas,
incluidos profesionales, comerciantes, médicos y educadores. Incluso se ha
creado una Flat Earth Society con
40.000 personas registradas y que crece a un ritmo de afiliaciones de 364
personas por día, lo cual parece poco, pero que tiende a inflarse
exponencialmente.
Defender la concepción bíblica original de
la ‘planitud’ de la tierra en pleno siglo XXI podría parecer anecdótico y
marginal (hasta el ortodoxo San Agustín aceptaba su redondez ya en siglo IV
d.C.) si esto no se sumara a otras tendencias. En la última década y media, se
verificó también el crecimiento de un grupo que rechaza la Teoría de la
Evolución darwiniana (muchos miembros del Tea Party en los EEUU y un porcentaje
de los votantes de los Estados «ultrarrepublicanos» han empezado movimientos
para que en las escuelas y colegios se regrese al creacionismo bíblico y a la
historia de Adán, Eva y la costilla.
Pero hay algo más grave, que rebasa lo
anecdótico o pintoresco: el ascenso a puestos de poder en la Casa Blanca y en
otros lugares -incluidos cajas de resonancia de opinadores en muchos países de
América Latina- de personas que rechazan sistemáticamente el calentamiento
global. Piensan que el efecto invernadero es un fraude y que también lo es el
deshielo de los polos (incluso documentado por la NASA y por otras entidades).
Ciertamente hay un sector industrial y petrolero, con fuerte representación
política, que rechaza la noción del calentamiento global y los controles de
emisiones por codicia económica (no por ser naive
ni desconocimiento), pero se han aprovechado inteligentemente de esa narrativa
para hacer una escalada conservadora que llevó al rompimiento de la Casa Blanca
con el Acuerdo de París. Y esto sí puede tener un impacto directo en el resto
del planeta.
América
Latina: la guerra contra el Estado laico, los derechos humanos y las minorías
Pero el asunto no termina allí. Este
tsunami dogmático y ultrarreligioso no se ha quedado oficiando en sus cultos e
iglesias y ha salido a la calle a ganar puestos de poder en diversos lugares de
América Latina. Iglesias cristianas, evangélicas y de diversa filiación se han
transformado paralelamente en partidos políticos empezando a cambiar el mapa de
poder de la región. Sucede en Costa Rica, Perú, Guatemala, Paraguay, Honduras
y, más levemente, en Colombia y Panamá. Pero es una enfermedad contagiosa que
pronto se extenderá al resto.
En aquellos países donde el bipartidismo
ideológico que venía del siglo XX se empezó a fragmentar y se dio la implosión
de las viejas agrupaciones socialdemócratas, democristianas o liberales, los
espacios vacíos han sido llenados por pastores religiosos que combinan sus
púlpitos, cánticos y jaculatorias con escaños legislativos. Sus bases de
votantes están constituidas por las propias feligresías que, en el caso de los
evangélicos, neocristianos y otras agrupaciones, literalmente destinan el 10%
de sus salarios (el antiguo diezmo bíblico) no únicamente ya a sus iglesias,
sino a estas nuevas aventuras políticas. Son cantidades enormes de «dinero
religioso» que está entrando a la política y a sus agendas.
En Costa Rica, por ejemplo, 5 de los 57
diputados del período 2014-2018 fueron electos directamente por iglesias
transformadas por partidos. Sin embargo, un número mucho mayor, de 21 diputados
a 30 diputados, la tercera parte o la mitad del Parlamento, ha votado
confesionalmente en diversas ocasiones por temas donde se mezclan las agendas
religiosas con los problemas de política pública, incluidos diputados del PUSC
(socialcristiano); ML (libertario) y hasta del PLN (socialdemócrata, fundado en
1950 por José Figueres, Rodrigo Facio y otros reconocidos agnósticos
secularistas).
Este neoconservadurismo religioso de la
clase política costarricense les llevó a oponerse a la fecundación in vitro, a
pesar de existir una resolución de la Corte Interamericana de Derechos que
obligaba al país aprobar legislación que regulara esa práctica. El argumento de
los opositores fue de índole esencialmente religioso.
En los últimos años, esta nueva
Contrarreforma multiconfesional (es el mejor concepto que se me ocurre contra
esta andanada de ataques de varias iglesias y sectas que ha puesto en jaque a
Estado liberal que se implantó a medias en América Latina a fines del siglo XIX
e inicios del XX) está dirigido a minar la noción del proceso secular y el
Estado laico, y otros avances como los derechos humanos y el reconocimiento de
minorías.
Una cruzada contra la educación sexual en
los colegios de primaria y secundaria en Costa Rica bajo el lema «a mis hijos
los educo yo», «la familia primero», y argumentos similares (en un país donde
la estadística indica que casi el 50% de los embarazos de adolescentes se da en
el seno del propio hogar o sus periferias) ha venido acompañada de una reacción
visceral contra cualquier avance por reconocer los derechos civiles de las
parejas de mismo sexo, por no decir la aceptación del matrimonio civil. Esta
violenta cruzada contra las minorías sexuales y las diversidades de distinta
índole viola derechos humanos y todo lo avanzado en las últimas cuatro décadas
en esta materia.
En el Perú se presentan problemas
similares, con una pugna constante entre avances en derechos civiles y el
pensamiento confesional, no únicamente del catolicismo, sino del resto de las
iglesias cristianas y evangélicas, las cuales obligaron la renuncia de la ministra
de Educación. De acuerdo a la ONU, 1/3 de los países del planeta criminaliza la
orientación sexual y ataca minorías y América Latina «ranquea» muy mal en esta
lista, no muy lejos de países del Estado islámico como Pakistán, Afganistán,
Emiratos Árabes Unidos, Catar y Mauritania.
Este es el nuevo fantasma que recorre el
planeta y América Latina: un dogma que promueve la intolerancia y nos hace
retroceder a mucho tiempo antes de la Ilustración, a más atrás del
Renacimiento, a un Medioevo agresivo, ramplón que -además- se justifica a sí
mismo diciendo: somos la mayoría. Grave peligro. El poder del que grita más. La
única medicina está en volver a Locke, a Mill, a la tradición de Voltaire y los
principios de Estado liberal, al reconocimiento de mayorías y también de las
minorías, a la tolerancia y la diversidad de opiniones, en fin, a la modernidad
a la cual creímos haber llegado. Pero parece que todavía no.