José M. Castillo S.
www.religiondigital.com
/ 29.12.17
La desigualdad en derechos, dignidad y
seguridad de las mujeres, respecto a los hombres, en España al menos, va en
aumento. El dato aterrador de la cantidad creciente de mujeres, que son
maltratadas, amenazadas y asesinadas por los hombres, en nuestro país, es
elocuente y preocupante. Y conste que las religiones -y nuestra Iglesia en
concreto- tienen una dosis importante de responsabilidad en este patético
asunto.
Un dato sospechoso: he buscado en el
"Índice de materias", del vigente Código de Derecho Canónico, la
palabra "mujer" y resulta que, en la codificación de los derechos en
la Iglesia, la mujer ni se menciona. ¿Es
que la mujer carece de derechos en la Iglesia? Y si en la Iglesia, los
derechos de la mujer son inferiores a los de los hombres, ¿con qué autoridad
puede la Iglesia pedir a los poderes públicos que respeten a la mujer?
¿Qué
pensó Jesús sobre este asunto? Para dar respuesta a esta pregunta
importante, es necesario tener alguna idea sobre la situación social de la
mujer en el pueblo y en la cultura en que nació y vivió el mismo Jesús.
Afortunadamente, contamos con abundante
documentación histórica sobre este asunto. Uno de los mejores estudiosos del
tema, el profesor Joachim Jeremias, se fija, más que en teorías, en hechos muy
concretos. Por ejemplo: Cuando la mujer judía de Jerusalén salía de casa,
llevaba la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la
cabeza, una diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla y
una malla de cordones y nudos; de este modo no se podían reconocer los rasgos
de su cara (Billerbeck III, 427-434).
Es más, la mujer que salía sin llevar la
cabeza cubierta, es decir, sin el tocado que velaba el rostro, ofendía hasta
tal punto las buenas costumbres, que su marido tenía el derecho, incluso el
deber, de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada, en caso
de divorcio, en el contrato matrimonial (Kat. VII, 7).
Pero había algo peor. El sabio judío Filón
de Alejandría nos informa de que "mercados, consejos, tribunales,
procesiones festivas, reuniones de grandes multitudes de hombres, en una
palabra: toda la vida pública, con sus discusiones y sus negocios, tanto en la
paz como en la guerra, está hecha para los hombres. A las mujeres les conviene
quedarse en casa y vivir retiradas" (J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de
Jesús, 372).
Y conste que lo más duro era el derecho
matrimonial. Hasta la edad de doce años y medio una hija no tenía derecho a
rechazar el matrimonio decidido por su padre, que podía incluso casarla con un
deforme. Más aún, el padre podía incluso vender a su hija como esclava (Ex 21,
7).
Pues bien, así las cosas, los evangelios
nos informan de que Jesús, en cuanto empezó su actividad pública, lo primero
que hizo fue reunir un buen grupo de discípulos, que "le seguían" por
caminos y pueblos. Lo notable es que era un grupo mixto, de hombre y mujer,
como explica (con sus nombres y origen familiar) el evangelio de Lucas (8:1-3).
Una lista paralela a las demás listas de discípulos (Lc 6:12-16; Hech 1:13; Mc
3:13-19; Mt 10:1-4) (F. Bovon). Y conste que las mujeres, que enumera Lucas
(con sus nombres, algunas de ellas), eran lo mismo personas de la mejor
sociedad (B. Witherington), que mujeres de las que Jesús había tenido que
expulsar "siete demonios" (Lc 8:2).
Además, en una sociedad sin la justa
libertad, Jesús creó, para él y para quienes le acompañaban, su propia
libertad. De ahí que se dejó perfumar y besar por mujeres (Mc 14:3-9; Mt
26:6-13; Jn 12:3), en algún caso personas de la peor fama (Lc 7:38). Un tema
que, con frecuencia, los predicadores eclesiásticos se han callado o lo han
disimulado, como tantas otras cosas que indebidamente se suelen ocultar en
ambientes clericales.
La llamativa confianza, que Jesús tuvo con
una samaritana poco ejemplar (Jn 4:4-30), con Marta y María (Lc 10:38-41), con
la Magdalena (Lc 8:2; Jn 20:11-18), el hecho de que, cuando los discípulos les
habían abandonado en la pasión (Mc 14:30), quienes iban junto a él llorando
eran un grupo de mujeres (Lc 23:27). Además, se nos recuerda que, hasta el
mismo momento de la muerte, en el Calvario estuvieron un buen grupo de mujeres
(Mc 15:40-41). Y, para concluir este rápido recorrido de recuerdos evangélicos,
no debemos olvidar que, en los relatos de apariciones del Resucitado, las
mujeres tuvieron la más destacada preferencia (Mc 16:1-8; Mt 28:1-10; Lc
24:1-12; Jn 20:11-18).
La Iglesia naciente comprendió -y lo dejó
testificado en la "memoria subversiva" de Jesús- que la
"humanización de Dios", en Jesús (eso es el misterio de la
Encarnación), solamente se acepta y se vive cuando el respeto y la puesta en
práctica de la igualdad, en dignidad y derechos, del hombre y de la mujer, se
hace, no meramente ley, no simplemente derecho, sino únicamente cuando eso es
una realidad patente y palpable. Una realidad que todas las autoridades,
empezando por la de la Iglesia, luchan y se aferran al empeño por conquistar la
plena igualdad, respetando (como es lógico) las diferencias inherentes a
nuestra condición natural.
Mientras las mujeres no tengan los mismos
derechos económicos que los hombres, la misma dignidad para cualquier trabajo,
la misma libertad en las relaciones domésticas, profesionales, sociales y
religiosas, habrá familias en las que la mujer aguanta lo que le echen encima,
porque sabe que, si el marido la deja, ¿de qué vive? ¿cómo sale adelante? ¿qué
hace con sus hijos? La "violencia de género" no se resuelve con un
teléfono. Ni con alejar al violento doscientos metros. La violencia no tiene
más solución que suprimir toda desigualdad en derechos, respetando las
diferencias.
Y, para terminar, ¿dónde está dicho que las mujeres no pueden ser sacerdotes o no pueden
ejercer cargos de gobierno en la Iglesia? La respuesta a esta pregunta no
pertenece a la fe. Es un asunto cultural.
Jesús
jamás prohibió a las mujeres actividad alguna en su comunidad. Y se enfrentó a
los fariseos cuando le plantearon la pregunta sobre el privilegio unilateral
del varón para repudiar a la mujer (Mt 19:1-12; cf. Deut 24:1). Como se
enfrentó igualmente a letrados y fariseos cuando le trajeron a una mujer
sorprendida en adulterio (Jn 8:1-11). ¿Y el individuo que estaba adulterando
con aquella mujer no tenía responsabilidad en aquello? ¿No tendrían que haberlo
traído a él también? ¿O es que aquel hombre tenía derecho a quedar oculto,
mientras que a la mujer había que matarla?
¿Por qué quienes somos religiosos,
seremos, a veces, tan hipócritas?