Cristina Barros
www.jornada.unam.mx / 071217 /
Ojarasca
Existen dos grupos de alimentos del reino
vegetal que forman parte de la cocina tradicional mexicana: los de recolección
y los cultivados. Dentro de los primeros hay un subgrupo que está a medio
camino de las cultivadas: el de las plantas toleradas.
Entre los quelites, nombre genérico que se
le da en náhuatl a las plantas verdes comestibles, se incluyen brotes, guías y
hojas de plantas cultivadas –como en los casos del chayote y la calabaza– y
hojas tiernas –como el amaranto–. La recolección de los quelites silvestres
suele darse en la milpa (entendida como un lugar de cultivo de múltiples
plantas, entre las que el maíz es fundamental), y también en campo abierto.
Aunque muchos quelites nacen de modo
espontáneo en la milpa, el trabajo del campesino no está ausente. Él decide qué
plantas son “malas hierbas” y hay que arrancar, y cuáles son útiles (éstas
suelen ser quelites); por ello, el campesino procura no eliminar todas para que
puedan desarrollarse hasta que las semillas alcancen su madurez y caigan al
suelo. De esta manera garantiza que habrá quelites la siguiente temporada.
Para la familia campesina los quelites son
de gran importancia. Primero, porque le abastecen de un alimento de temporada
que le aporta variedad a su comida diaria; sin hacerlo consciente, sabe además
que estas plantas enriquecen su nutrición. Con mirada occidental, se diría que
estos quelites son fuente de vitaminas, minerales, ácido fólico y fibra, entre
otras cosas.
En segundo lugar, los quelites que
recolecta en la milpa o en el campo y no utiliza en su propia mesa familiar, se
convierten en un excedente que puede intercambiar en los mercados locales por
otros insumos o por dinero para adquirir lo que haga falta. Diversos estudios
muestran que, si al maíz sembrado en la milpa se agregan las otras plantas
cultivadas, más las que se recolectan (en especial los quelites), lo que
produce una milpa llega a quintuplicar su valor.
Los pequeños
productores milperos están muy familiarizados con los quelites. No ocurre lo
mismo con los que sólo siembran maíz, ya sea nativo o híbrido, y desde luego
tampoco con los productores industriales, para quienes los quelites son malas
hierbas que deben eliminarse. En este caso se ha perdido todo el bagaje
cultural y han desaparecido los conceptos de dieta equilibrada, de autonomía y
de autoconsumo.
En la milpa suele ser el campesino quien
recolecta los quelites, mientras que, si la recolección se hace en campo
abierto, con frecuencia participan las mujeres y también los niños, que
aprenden de sus padres estos conocimientos. Para el campesino milpero, indígena
o no, contar con quelites implica un conocimiento: cuáles son estas plantas, en
qué temporada se dan, cuáles son las mejores condiciones para su crecimiento,
cuándo y cuántas cortar. Para la mujer, supone además, conocimientos
culinarios: cómo escogerlos, limpiarlos y prepararlos –pues algunos quelites se
comen crudos, otros cocidos al vapor o con poca agua–, y con qué salsas
aderezarlos. Hay incluso quelites que, picados en crudo, se mezclan con masa
para hacer tamales.
¿Qué ha ocurrido en el campo en tiempos
recientes en relación con los quelites? ¿Por qué ha disminuido su consumo? Lo
atribuyo sobre todo a dos factores. Uno tiene que ver con la influencia de la
educación formal y de los medios masivos comerciales en los niños y jóvenes,
que son inducidos a menospreciar la cultura de sus padres, incluyendo lo que
ellos comen, como los quelites. Por eso prefieren los productos
industrializados que estos mismos medios promueven.
La otra razón es que conforme los jóvenes
emigran de sus lugares de origen, los adultos y viejos que se quedan ya no
cuentan con apoyo y buscan facilitarse el trabajo en la parcela: para no
arrancar a mano la mala hierba, utilizan herbicidas que matan también los
quelites que son comestibles. Así, muchas personas se quejan de que si usan en
la siembra los paquetes tecnológicos (fertilizantes químicos, herbicidas),
dejan de comer verdolagas, alaches, malvas y otros quelites que crecían en la
milpa.
En cualquiera de estos casos se empobrece
seriamente la alimentación campesina, pues diversos estudios –entre ellos los
realizados por Amanda Gálvez y sus colegas– han comprobado que los quelites
poseen importantes cualidades alimenticias y nutracéuticas, esto es, que
favorecen la salud integral. Además, al eliminarlos en los sembradíos, los
productores pierden un ingreso adicional y sustituyen alimentos naturales por
productos procesados, muchas veces dañinos y de mala calidad.
En las ciudades es distinto. El
desconocimiento del campo y de los procesos de producción de alimentos, incluyen
la falta de familiaridad con los productos de recolección, entre ellos los
quelites y frutas silvestres como los capulines, las ciruelas nativas, los
guajes y los hongos. Así, en las urbes se ha empobrecido la dieta de manera
deliberada por parte de quienes consideran los alimentos una simple mercancía,
a la que hay que manejar de preferencia a través de monopolios. Por eso hoy,
como afirma Eckart Boege, la dieta del mundo gira en torno a unos cuantos
productos: cereales, papas, carne de pollo, res y puerco, entre otros. Se
producen masivamente, se compran al productor a bajo precio y se venden en las
grandes cadenas de autoservicio.
Los quelites casi no pintan en las
ciudades. Sólo los consumen quienes los conocen por su historia familiar o
quienes tienen información actualizada, en la que se revalora el conocimiento
ancestral de los quelites y su papel positivo en la dieta. Este sector los
busca y los demanda en los mercados sobre ruedas, afuera de los mercados
formales o en los mercados de venta directa de campesino a consumidor, que por
fortuna van en aumento.
Añádase que en México el racismo ha sido
muy marcado, sobre todo a partir de la llegada de los españoles (pues antes
también lo hubo). Si leemos con atención a los cronistas o las relaciones
geográficas (especies de censos que mandaba a hacer el rey), pocas fuentes se
detienen a describir algún quelite en particular. En general les nombran
hierbas y no les conceden importancia. En estos documentos escritos se perdió
un conocimiento importante. Luego, en el siglo XIX, los quelites aparecen en
los recetarios, aunque a veces con tono afrancesado, como alguna receta de
verdolagas a la languedociana.
En realidad, el conocimiento sobre los
quelites se mantiene vivo gracias a la trasmisión oral. Por eso es tan
importante toda investigación que se proponga revalorar ante los ojos urbanos y
campesinos los alimentos tradicionales, que han formado por siglos parte de la
alimentación mexicana. Aquí han sido fundamentales los estudios etnobotánicos
realizados desde el Jardín Botánico de la UNAM, a fin de recuperar recetas
tradicionales, para convertirlas luego en recetarios y otros materiales que se
puedan utilizar en la comunidad o en las ciudades (Edelmira Linares y Judith
Aguirre, Los quelites, un tesoro culinario).
Asimismo, tienen importancia las
investigaciones que han documentado la presencia de quelites en diversas
regiones del país, como parte del trabajo de investigación del Sistema Nacional
de Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura y del Jardín
Botánico de la UNAM (Francisco Basurto, Robert Arthur Bye, Delia Castro Lara,
Cristina Mapes, Luz María Mera).
El trabajo de investigación que se analiza
en este número de La Jornada del Campo permite mostrar que la alimentación
campesina ha sido sabia y que ahora la ciencia occidental reconoce su valor.
Cierto público puede convencerse así de incluir quelites en su dieta, con lo
que habrá demanda; será un aliciente para que las familias campesinas los
recolecten y promuevan en sus sembradíos, y para que rechacen los herbicidas,
causantes de la pérdida de quelites y de serios problemas de salud. Las propias
familias rurales pueden reconocer así la valía de los conocimientos de sus
antepasados, contribuyendo a que niños y jóvenes fortalezcan su identidad.
En cualquier caso, debe evitarse el
cultivo de los quelites de manera intensiva y como planta única. Todo
monocultivo empobrece, pues va contra la biodiversidad. Además, se pierde el
contexto cultural de manejo de la planta. No hay un producto milagro: lo que
hace rica la alimentación es un conjunto de alimentos y los conocimientos que
los respaldan.