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No hubo sorpresa. Tampoco habrá
solución. Pero continuarán los estratosféricos gastos bélicos, los combates,
los atentados y las muertes de militares y civiles, sobre todo locales.
El 22 de agosto el presidente de
Estados Unidos, Donald Trump, anunció a su nación que sus tropas no se
retirarán de Afganistán, sino todo lo contrario: tendrán que aumentarse los
efectivos a riesgo de que el país centroasiático implosione y se adueñen
completamente de él los talibanes, lo que resta de Al Qaeda y las fuerzas en
desbandada del Estado Islámico (EI).
El anuncio se veía venir desde que
en junio, contra todas sus convicciones y promesas de campaña en el sentido de
que Estados Unidos debía dejar de “levantar otras naciones” y centrarse en sus
propios problemas, cedió al Pentágono la decisión de la estrategia que se debía
seguir en Afganistán.
Y los militares estadunidenses, con
el secretario de Defensa James Mattis a la cabeza, concluyeron que los ocho mil
500 soldados que tienen destacados ahí no son suficientes para combatir a la
insurgencia y el terrorismo al mismo tiempo, y que se necesitarán entre tres
mil y cinco mil más. También pidieron a sus aliados de la OTAN aumentar el
número de sus contingentes.
Desde la óptica militar, el
planteamiento parece atendible. Si bien ni cuando había 100 mil soldados
aliados se pudo derrotar realmente a los talibanes, sino sólo arrinconarlos,
conforme los gobiernos de Barack Obama y varios de sus homólogos europeos
empezaron a regresar sus tropas, éstos empezaron a recuperar el terreno
perdido.
Según fuentes castrenses, al día de
hoy los talibanes ocupan ya casi 80% del sur de Afganistán y 43% de todo el
país. Es decir que el gobierno central de Kabul apenas controla 57%, un
porcentaje alarmante si se considera que hace un año todavía mantenía el
control sobre 72%. Ante este avance, alrededor de 400 policías y soldados
afganos mueren cada mes; algunas de sus unidades han perdido hasta 50% de sus
fuerzas y un porcentaje similar ha desertado, sobre todo en las provincias del
sur.
Por su parte, los remanentes de Al
Qaeda se han concentrado en la zona fronteriza con Paquistán, país donde
siempre han contado con el apoyo de los servicios de inteligencia (no en vano
Osama bin Laden se ocultó tantos años en Abottabad); y los yihadistas del EI
que están siendo desplazados de Irak y Siria empiezan a desplegarse por la
geografía afgana.
Ante este escenario queda claro que
pese a sus esfuerzos no pocas veces heroicos los militares afganos están
rebasados, y que el proyecto de Estados Unidos y sus aliados de crear una
fuerza nacional de seguridad, unitaria y autosuficiente, fracasó. No sólo por
la falta de profesionalismo y la descoordinación que privan en la institución,
sino por la corrupción de sus altos mandos, que a pesar de las denuncias el
gobierno no ha atinado a erradicar.
De hecho el gobierno mismo,
encabezado actualmente por Ashraf Ghani, nada en un mar de corrupción,
ineptitud y falta de unidad. Políticamente apenas se sostiene por el pacto
firmado con su rival Abdullah Abdullah, y en el plano económico depende casi
exclusivamente de las aportaciones de los países occidentales que operan
militarmente en el país. Tanto, que si éstas no llegaran el gobierno
simplemente se paralizaría.
Y es que construir una nación en
Afganistán no es una tarea fácil, porque prácticamente nunca lo ha sido.
Ubicado en un punto de cruce casi
ineludible entre Oriente y Occidente, a lo largo de los siglos pasaron por su
suelo, indo-europeos, persas, griegos, árabes, mongoles y turcos y, de toda
esta amalgama, surgió en 1747 el primer Estado unificado, encabezado por la
dinastía Durrani, avalada por todos los jefes de las tribus.
Un siglo después, sin embargo,
Afganistán se convirtió en un “Estado-tapón” entre los avances imperialistas de
la Rusia zarista al norte y y los del Imperio Británico desde el Indostán al
sur. Estas tensiones llevaron a tres guerras anglo-afganas, dos de las cuales
ganaron los locales, aunque en medio tuvieron que conformarse con 30 años de
“protectorado” por parte de Londres.
Conseguida la independencia en
1919, tampoco se logró la estabilidad. En el medio siglo siguiente se
alternarían, fuerza mediante, los afanes nacionalistas con los intereses de las
tribus tradicionalistas, hasta que en 1973 fue derrocado el último rey, Zahir
Sha. Desde entonces, Afganistán ha sufrido una revolución (1978), la invasión
soviética (1979-1989), la caída del gobierno de los muyahidines que la sucedió,
la guerra civil de 1993-1994, siete años de terror talibán y 16 años, y
contando, de intervención occidental (léase, Estados y Europa).
Cabe destacar que en este país,
considerado el más pobre y atrasado de Asia Central, ninguna de las potencias
militares que lo han invadido ha logrado derrotar a sus feroces tribus; aunque
tampoco unificarlas. Hasta la fecha, más allá de la grieta entre chiitas y
sunitas, persisten las viejas rivalidades territoriales, étnicas, religiosas y
lingüísticas entre tayikos, uzbekos, hazaras y dos ramas de los pashtunes, la
durrani y la khiliji.
Así, cualquier intento de lograr
una estabilidad nacional pasa necesariamente por conciliar este sectarismo
endémico entre clanes y tribus, que frecuentemente se dirime con sangrientas
disputas que se heredan de generación en generación; no hacerlo, llevaría –aun
en caso de una victoria militar momentánea–, a futuros enfrentamientos
intestinos y a una nueva desestabilización.
Pero analistas militares y
políticos coinciden en que ni siquiera una hipotética victoria militar está a
la vista. El aumento de efectivos y de pertrechos de guerra, incluidos los de
alta tecnología como los drones, apenas si se contemplan para frenar el avance
de la insurgencia y los grupos terroristas.
Y eso todavía está por verse,
porque el lanzamiento en abril de la bomba GBU-43, la llamada “madre de todas
las bombas”, sobre un refugio subterráneo de los talibanes, y el abatimiento
sucesivo en medio año de tres jefes del EI, que en Afganistán se hace llamar
El-Jorasán, no cambió la correlación de fuerzas sobre el terreno ni logró
evitar un mortífero atentado suicida contra un convoy de la OTAN en julio.
Al parecer la apuesta es ganar
tiempo para seguir entrenando a las fuerzas armadas afganas y permitir que el
gobierno de Kabul se afiance y emprenda el combate a la corrupción y las
reformas necesarias para poder funcionar y ganarse el favor de la población,
que ahora lo repudia mayoritariamente. En ese nuevo escenario, podrían empezar
a sondearse posibles pláticas de paz.
Pero el problema es que el único
interlocutor posible y válido –el EI y Al Qaeda están lógicamente descartados–
son los talibanes, e inmediatamente después de que Trump anunciara el aumento
de efectivos en Afganistán, uno de sus portavoces advirtió que “mientras siga
habiendo un solo soldado estadunidense en nuestro país, continuaremos nuestra
yihad”.
Seguramente saben que no van a
ganar, pero no piensan en renunciar ni a sus principios ni a sus métodos. El
gobierno de Kabul tampoco puede ganar y lo que intenta es sostenerse. Y la
coalición de la OTAN, encabezada por Estados Unidos, sólo trata de que las
cosas no empeoren en una guerra que dura ya 16 años, ha costado 700 mil
millones de dólares y cobrado la vida de unos 2 mil 400 efectivos
estadunidenses y centenas de europeos. Eso, sin contar con la muerte, la
destrucción y el dolor que sufre cotidianamente el pueblo afgano.