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La democracia electoral
pluripartidista, joya de la modernidad democrática en Europa y en Estados
Unidos, está gangrenada y ha iniciado el camino de su decadencia. La dictadura
ejercida por el capital de los monopolios financieros ha aniquilado
visiblemente el alcance y el sentido de las elecciones. Esta es una experiencia
por la que Francia ya había pasado hace unos años: el pueblo francés había
rechazado por referéndum la propuesta de constitución europea; esto no preocupó
en absoluto al gobierno ni al parlamento, ¡que la adoptaron al día siguiente!
La lección que sacó de ello el
pueblo francés fue simplemente que el voto había perdido su alcance decisivo y
que ya no valía la pena acudir a las urnas. Las elecciones presidenciales de
abril de 2017 y las dos vueltas de las elecciones al parlamento del 11 y del 18
de junio de 2017 así lo atestiguan. ¡Las abstenciones se acercan desde entonces
al 60% del cuerpo electoral! Algo nunca visto en la historia de la democracia
occidental. En estas condiciones, aunque Macron haya sido elegido presidente y
disponga de una confortable mayoría absoluta en el nuevo parlamento, el voto
positivo a su favor no supera el 16% de los ciudadanos, reclutados en privado
en el seno de las clases medias y de los empresarios, un medio social
naturalmente “pro-capitalista”, socialmente reaccionario; no constituye en
absoluto “un maremoto” como lo presentan los medios de comunicación dominantes.
De haberse producido un caso
análogo en Rusia, en Irán o en cualquiera de los países del sur, los medios de
comunicación occidentales no habrían dejado de denunciar la farsa. Pero se
guardan mucho de decir lo mismo cuando se trata de una “democracia” occidental,
en este caso de Francia.
La farsa electoral es el resultado
previsible del ejercicio de la dictadura continua y sin precedentes desde hace
tres décadas de los monopolios financieros, una dictadura enmascarada bajo la
apariencia engañosa de las “exigencias objetivas de las leyes del mercado”.
Esta dictadura se ha adueñado del poder político directo, y la adhesión de la
socialdemocracia al discurso y a las exigencias del neoliberalismo económico ha
producido de facto una forma de poder de “partido único”, precisamente el que
está al servicio de la pequeña minoría de los “más ricos”.
Ya no hay ninguna diferencia en la
práctica de los gobiernos de la derecha clásica o de la izquierda electoral
tradicionalmente mayoritaria representada por los socialistas. Esta forma de
partido único –el de los “neocons” en Estados Unidos– regula actualmente la
“vida política”, de hecho la “vida despolitizada” en el occidente europeo y
norteamericano.
No hay ningún motivo para alegrarse
de esta farsa siniestra. Pues la pérdida de legitimidad de la “democracia
electoral” no va acompañada por el avance de una alternativa inventiva de
formas nuevas y más avanzadas de una democracia real mejor. Esto vale tanto
para occidente como para los países del sur: los pueblos constatan la deriva,
pero finalmente acaban aceptando las consecuencias, a saber, la “marcha atrás”
a todo gas. Para Francia, como para los demás países del centro imperialista,
las ventajas que procura esta posición en el sistema mundial a la gran mayoría
de los pueblos implicados están probablemente en el origen de la “adhesión”
pasiva al liberalismo de los mercados.
Sin embargo, el porvenir sigue
abierto. En Francia, la farsa electoral de la “República en marcha” no responde
a ninguna expectativa de la amplia mayoría de los ciudadanos y de los
trabajadores. La esperada adhesión de la derecha al proyecto supuestamente de
“centro” no tardará en dejar al descubierto el verdadero rostro de Macron: el
de un hombre de derechas al servicio del capital financiero y de las políticas
neoliberales, y nada más.
Como contrapunto, las luchas
sociales, reforzadas por la emergencia de la fuerza política representada por
“la Francia insumisa”, están probablemente llamadas a adquirir una mayor
amplitud. El falso “maremoto macronista” del que presumen los medios de
comunicación pese a que no tiene relación alguna con la realidad de los hechos,
corre el riesgo de ser de corta duración. Conviene saber, sin embargo, que la
experiencia de las tres últimas décadas ha demostrado que las luchas sociales
por sí mismas no son suficientes para detener la deriva de derechas y
restablecer una dinámica de avances sociales que implique la superación de las
estrategias defensivas y la cristalización de un proyecto alternativo positivo,
auténticamente social y democrático.
Un proyecto de esta naturaleza
tendrá que saber inscribirse, por la fuerza de las cosas, en una perspectiva
más amplia y más larga, cuestionando de nuevo al orden mundial imperialista y
al subsistema europeo atlantista que lo sostiene. Las condiciones de emergencia
de las visiones de esta amplitud y de las estrategias de acción que avanzan en
esta misma dirección, tendrán que ser recordadas y constituir el núcleo de los
programas de debate de la izquierda radical, tanto en Francia como en el resto
de Europa y en todo el mundo.