Por: Dr. Guillermo Castro H.
“Estamos en tiempos de
ebullición, no de condensación;
de mezcla de elementos, no de
obra enérgica de elementos unidos.
Están luchando las especies
por el dominio en la unidad del género.”
En el año 2003, una veintena de historiadores y humanistas de nuestra América creó en Santiago de Chile la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental. El ambiente, por entonces, apenas empezaba a abrirse paso hacia las Humanidades, al calor entre otras cosas de la buena nueva del desarrollo sostenible como herramienta para la renovar los consensos de un sistema internacional que transitaba hacia aquella nada incierta que por entonces se dio en llamar la posmodernidad.
En el campo de las Humanidades, la gran historia cedía su lugar a
otras narrativas, mientras el neoliberalismo iba imponiendo su propia dogmática
al frío de la desintegración de las del marxismo soviético, el desarrollismo
latinoamericano y la teoría de la dependencia. En aquellas circunstancias,
cuando el liberalismo á la Huntington se proclamaba una vez
más como adalid de la civilización en su lucha contra la barbarie, volvía ser
indispensable el pensar de José Martí, que ya a comienzos de la década de 1880,
nos advertía que al estudiar “un acto histórico, o un acto individual”,
resultaba que “la intervención humana en la Naturaleza acelera, cambia o
detiene la obra de ésta, y que toda la Historia es solamente la narración del
trabajo de ajuste, y los combates, entre la Naturaleza extrahumana y la
Naturaleza humana”, haciendo parecer pueriles “esas generalizaciones
pretenciosas, derivadas de leyes absolutas naturales, cuya aplicación soporta
constantemente la influencia de agentes inesperados y relativos.”[2]
De entonces acá, nuestra historia ambiental ha ido ampliando cada vez
más su diálogo con los clásicos y los contemporáneos de sus campos afines,
desde geógrafos como Jean Brunhes; biogeoquímicos como Vladimir Vernadsky;
sociólogos como Immanuel Wallerstein, y colegas como Donald Worster. Pero, y
sobre todo, su labor en nuestra América ha hecho parte de un proceso más
amplio, al que también concurren la economía ecológica y la ecología
política.
Así, nuestra historia ambiental contribuye a trascender el conocer
generado por la geocultura del crecimiento sostenido, y a dar a otra, nueva y
distinta, organizada en torno a los problemas de la sostenibilidad del
desarrollo de nuestra propia especie. Esto tiene un importante significado en
la ebullición de nuestro tiempo, en la cual desempeña un papel de primer orden
la crisis socioambiental que encaran nuestras sociedades como resultado de la
subordinación de nuestras relaciones con el mundo natural a la lógica de
aquella economía de rapiña descrita a principios del siglo XX por Jean Brunhes,
que destruye en un mismo proceso el entorno natural y social de regiones
completas.
Hoy sabemos que, si bien en el siglo XVI en el siglo XVI Europa
encontró en nuestra América una situación de abundancia relativa de recursos
naturales que ya eran escasos en otras regiones del mundo, el saqueo de esos
recursos se vio restringido inicialmente en su alcance e intensidad por
factores que iban desde el carácter selectivo de la demanda europea de
productos americanos, la crónica escasez de mano de obra y las limitaciones
tecnológicas de la época. A partir del último cuarto del siglo XIX, sin
embargo, ese saqueo se intensificó con rapidez con el ingreso masivo a la
región de capitales y tecnología provenientes del mundo
Noratlántico.
En esto incidió el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en África
y Asia, los Estados nacionales latinoamericanos fueron organizados en la
primera mitad del siglo XIX, lo cual permitió al capitalismo Noratlántico
encontrar aquí oligarquías dispuestas a ofrecer acceso a recursos naturales y
mano de obra baratos a cambio de préstamos, inversiones y oportunidades de
acceso al comercio exterior. En ese proceso, aquellas élites hicieron suya la
visión imperial del conflicto entre civilización y barbarie. Con ello, la
coexistencia conflictiva de modos de relación con la naturaleza distintos y
finalmente hostiles en nuestras sociedades llevó a una exclusión vehemente y a
menudo violenta, como expresión de barbarie, de toda visión y toda conducta
alternativa a la imperial.
Por contraste, Martí, vocero de un liberalismo democrático y de base
popular, forjó su visión de la naturaleza a lo largo de un diálogo con la
cultura Noratlántica que conoció, ejercido en Estados Unidos desde el
conflicto con el liberalismo oligárquico de su tiempo. Eso le permitió
fracturar los muros de la cultura oligárquica, para afirmar 1891, en su
ensayo Nuestra América, que no existía entre nosotros una batalla
entre la civilización y la barbarie, sino “entre la falsa erudición y la
naturaleza”.
Estamos así en presencia de dos continuidades. Por un lado, la obra de
Martí se prolonga en la relación que permite establecer entre la lucha por la
sostenibilidad del desarrollo humano en nuestra América y los problemas del
ejercicio de la autodeterminación y la soberanía popular en nuestras
sociedades. Por otro, el culto al progreso de la cultura oligárquica sigue alentando
en el empeño de los Estados de la región para legitimar el crecimiento
económico sostenido como medio para alcanzar aquello que sea el desarrollo
sostenible en sus opciones neoliberal y progresista.
De ese legado da cuenta lo advertido por Fidel Castro en la Cumbre de
la Tierra realizada en Rio de Janeiro en 1992, al señalar que
Una importante especie biológica está en riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales de vida: el hombre. Ahora tomamos conciencia de este problema cuando casi es tarde para impedirlo.
Y a eso añadió que el mañana de aquel entonces podría resultar ya “demasiado tarde para hacer lo que debimos haber hecho hace mucho tiempo.”
En nuestra América, este proceso nos ha traído a una situación en la
que nuestro movimiento ambientalista se encuentra escindido entre las capas
medias educadas urbanas, por un lado, y por el otro, los sectores populares del
campo y la ciudad que desde hace decenios vienen luchando por preservar para su
propia existencia recursos naturales amenazados por la expansión incesante del
extractivismo. Con todo, si algo puede enseñarnos la historia ambiental es que
cada sociedad produce su propio ambiente y que, por tanto, si deseamos un
ambiente distinto tendremos que contribuir a la creación de sociedades
diferentes. Es allí donde cabe situar las tareas mayores de la historia ante la
crisis ambiental en nuestra América.
Hoy, en efecto, resulta cada vez más evidente que la “normalidad” del
trabajo contra la naturaleza, característica del moderno
sistema mundial, ha dejado de ser “sustentable”. Con ello, la especie humana se
acerca a un momento en el que deberá optar entre preservar las formas de
organización social que demanda el crecimiento sostenido, o encontrar otras que
permitan ir hacia una relación de trabajo con la
naturaleza, para revertir el proceso en cuestión. Ante esa disyuntiva, la primera tarea
de nuestra historia ambiental consiste en demostrar la naturalidad aparente de
una relación con la biosfera que se reduce a la identificación y explotación,
tan intensa y rápidamente como sea posible, de los recursos que demanda el
crecimiento sostenido de la economía realmente existente.
Esto define, como una segunda tarea, la de revelar
hasta dónde afectan a todos sus integrantes los problemas que encaran nuestras
sociedades, y hasta dónde tendrán que ser para el bien de todos las soluciones
que sometan a control esos problemas. Y la tercera ha de ser
la de facilitar la comprensión de la historicidad de nuestro lugar en el
sistema mundial, para trabajar con el mundo en las transformaciones que
permitan a la Humanidad encarar esta crisis en la perspectiva del mejoramiento
humano, mediante el ejercicio de la utilidad de la virtud en la lucha por el
equilibrio del mundo.
Necesitamos, en breve, historizar a la naturaleza para
naturalizar la historia, pues la historia ambiental es a fin de cuentas la
historia de nuestra propia especie. En la medida en que lo hagamos desde
nuestro compromiso con la sobrevivencia y el bienestar de nuestra gente,
podremos confirmar lo que en 1892 nos dijera José Martí:
La epopeya está en el mundo, y no saldrá jamás de él: la epopeya renace con cada alma libre: quien ve en si es la epopeya. Unos son segundones, y meras criaturas, de empacho de libros, y si les quitan de acá el Spencer y de allá el Ribot, y por aquí el Gibbons y por allí el Tucídides, se quedarían como el maniquí, sin piernas ni brazos.
Otros leen por saber, pero traen la marca propia donde
el maestro, como sobre la luz, no osa poner la mano.
Y artesanos o príncipes, ésos son los creadores.[3]
La Sociedad que hemos creado hace hoy su parte en la batalla entre la falsa erudición y la naturaleza en la que se decide el destino de la vida en la Tierra. Esa es nuestra epopeya, y es en ella y para ella que constituimos una comunidad de creadores.
Morelia, Michoacán, 19 de junio de 2023
* Síntesis de la conferencia
inaugural ofrecida en el XI Simposio de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña
de Historia Ambiental, realizado en Morelia, Michoacán, México, del 19 al 23 de
junio de 2023.
[1] Cuadernos de Apuntes, 5 (1881). Ídem. XXI, 163 - 164.
[2] Artículos varios: “Serie de artículos para La
América”. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 1975. XXIII, 44.
[3] “Para un libro”. Patria, 26 de marzo de 1892. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. IV, 379-381. http://www.josemarti.cu/publicacion/rafael-serra/}
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