Por: Guillermo Castro H.
17-04-2020
“los ecosistemas
sostienen las economías (y la salud);
pero las economías no
sustentan los ecosistemas”
Miguel Altieri y Clara
Nicholls
La crisis detonada por el COVID19 pude, debe,
ser encarada en dos planos. El más urgente consiste sin duda en proteger las
vidas humanas. El más importante, sin embargo, consiste en mirar al futuro más
allá de los males que encaramos hoy. Todos coinciden en que la pandemia
cambiará el mundo. Que eso sea para bien o para mal, depende en una medida
decisiva del grado de participación social bien informada en la formulación y
la toma de decisiones en una amplia diversidad de campos de la vida humana.
Uno de esos cambios es el de las relaciones
entre las sociedades y la producción de los alimentos que necesitan para
subsistir. Sobre esto, Miguel Altieri y Clara Nicholls nos advierten que la
pandemia de COVID 19 confirma lo estrecho de los vínculos entre “la salud
humana, animal, de las plantas y la ecológica”, y nos llama “a repensar nuestro
modo de desarrollo capitalista y a cuestionarnos las formas en que nos
relacionamos con la naturaleza.” Al respecto, proponen analizar el problema
desde la perspectiva de la agroecología, cuyo enfoque sistémico nos ayuda a
comprender cómo la forma en que son producidos nuestros alimentos puede
auspiciar el bienestar, o generar grandes riesgos y daños para la salud, como
lo hace la agricultura industrial.
Hoy, añaden, los monocultivos a gran escala
ocupan cerca del 80% de las 1,500 millones de hectáreas arables en el planeta,
carecen de diversidad ecológica, y son muy vulnerables a las plagas. El solo
control de esas plagas demanda alrededor de 2,300 millones de kilogramos de
pesticidas cada año, lo cual además ocasiona daños ambientales y en la salud pública
estimados en más de 10 mil millones de dólares al año solo en los Estados
Unidos. Esto, sin considerar los costos asociados a los efectos tóxicos agudos
y/o crónicos que causan los pesticidas a través de sus residuos en los
alimentos, ni los derivados del uso igualmente masivo de fertilizantes
artificiales.
Por su parte, la ganadería industrial
estabulada es muy vulnerable a la devastación por diferentes virus como la
gripe aviar y la influenza. Las prácticas en estas operaciones industriales con
miles de pollos, cerdos, vacas (confinamiento, exposición respiratoria a altas
concentraciones de amoníaco, sulfuro de hidrógeno, etc. que emanan de los
desechos que generan) “no solo tornan a los animales más susceptibles a las
infecciones virales, sino que pueden patrocinar las condiciones por las cuales
los patógenos pueden evolucionar a tipos más virulentos e infecciosos.” A esto
se agrega el uso “masivo e indiscriminado de productos antibióticos y
promotores de crecimiento”, contaminantes y costosos. Esto contribuye a crear
“condiciones de resistencia de cepas patógenas a los medicamentos contra súper
bacterias como Pseudomonas aeruginosa, Escherichia coli, Staphylococcus aureus ySalmonellas.”
La expansión constante de estas prácticas
productiva da lugar, además, al reemplazo de los agropaisajes biodiversos “por
grandes áreas de monocultivo que causan la deforestación”. Con ello, dicen,
“los patógenos previamente encajonados en hábitats naturales, se están extendiendo
a las comunidades agrícolas, ganaderas y humanas, debido a las perturbaciones
causadas por la agricultura industrial y sus agroquímicos e innovaciones
biotecnológicas.”
Todo esto ha ido haciendo cada vez más frágil
el sistema alimentario globalizado, incrementando la inseguridad alimentaria
sobre todo en los sectores más pobres de todas las sociedades del planeta y, en
particular, “para los países que importan más del 50% de los alimentos que
consumen sus poblaciones” y para “para las ciudades con más de cinco millones
de habitantes” que deben importar al menos “dos mil toneladas de alimentos por
día, los cuales además viajan en promedio unos 1,000 kilómetros.”
Ante este carácter “altamente insostenible y
vulnerable a factores externos” del sistema alimentario dominante, la
agroecología provee las bases para la transición hacia una agricultura que no
solo tiene capacidad de proporcionar a las familias rurales beneficios
sociales, económicos y ambientales significativos, sino que también tiene la
capacidad de alimentar a las masas urbanas de manera equitativa y sostenible.
Por lo mismo, dicen, urge “promover nuevos
sistemas alimentarios locales para garantizar la producción de alimentos
abundantes, saludables y asequibles para una creciente población humana
urbanizada.”
El sistema agroecológico, en efecto, trabaja
con la naturaleza y no contra ella. Así, “exhibe altos niveles de diversidad y
resiliencia al tiempo que ofrece rendimientos razonables, y funciones y
servicios ecosistémicos.” La agroecología, además, propone restaurar los
paisajes que rodean las fincas, lo que enriquece la matriz ecológica y sus
funciones como el control natural de plagas, la conservación de agua y del
suelo, la regulación climática, la regulación biológica, entre muchas otras.
Con esto […] también crea “rompe-fuegos ecológicos” que pueden ayudar a evitar
el “escape” de patógenos de sus hábitats.
Esta transformación tecnológica demanda
plantear el cambio social necesario para hacerla viable. La agroecología, en
este sentido, es también una ecología política, en cuanto requiere restaurar
las capacidades de producción de los pequeños agricultores,” promoviendo “un
aumento en los rendimientos agrícolas tradicionales y la mejora de la
agrobiodiversidad con efectos positivos sobre la seguridad alimentaria y la
integridad ambiental.” Y esto es tanto como decir que requiere crear sociedades
en las que los pequeños productores y las comunidades indígenas sean
efectivamente actores políticos por derecho propio.
Aquí se trata ante todo de establecer un
equilibrio nuevo y más sano en la organización de la producción de alimentos.
Hoy, los pequeños agricultores manejan solo el 30% de la tierra cultivable
mundial, pero producen “entre el 50% y el 70% de los alimentos que se consumen
en la mayoría de los países.” En estas circunstancias, la agroecología permitiría
“producir localmente gran parte de los alimentos necesarios para las
comunidades rurales y urbanas, particularmente en un mundo amenazado por el
cambio climático y otros disturbios, como las pandemias.”
Todo esto confirma una verdad elemental: si
deseamos una relación distinta con nuestro entorno natural, tendremos que crear
sociedades que organicen de manera diferente sus relaciones con ese entorno. Y
requiere plantear de manera nueva el papel de los pequeños productores
agropecuarios en la definición de nuestras políticas y estrategias de relación
con la naturaleza, y en la creación de las formas de organización productiva
que esa relación demande.
En esto, no somos nuevos. Ya nos había
advertido Martí que ser bueno “es el único modo de ser dichoso”, y ser culto
“el único modo de ser libre”, para advertirnos enseguida que. “en lo común de
la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno.” Y a eso agrega
enseguida que “el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el
de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de
la naturaleza.”
La crisis de la gestión neoliberal de la
globalización, que destruye en un mismo proceso las condiciones sociales,
naturales y territoriales de producción en aras de la acumulación incesante de
ganancias, nos permite ver con mayor claridad el importante papel que ha de
desempeñar la agroecología (política) en el futuro de nuestra especie, donde la
prosperidad será ante todo el principal soporte de la solidaridad. En este
terreno, ya vamos sabiendo en qué dirección caminar.