Por: José María
Castillo
www.religiondigital.org / 23.04.2020
Con motivo de la
pandemia del virus, a medida que van pasando los días, van aumentando las
preocupaciones, en los ambientes clericales y eclesiásticos, por el hecho de la
creciente dificultad para que la gente acuda a las iglesias. Y en las iglesias,
los creyentes puedan rezar, oír misa, confesarse, practicar la religión en este
tiempo de tantas carencias y problemas. Se multiplican las dudas y las
preguntas: ¿me vale la misa que se ve en la tele? ¿me puedo confesar por
teléfono? Y así sucesivamente.
Sinceramente, a mí no me preocupa (ni me
interesa mucho) toda esta “casuística sacramental” que ha surgido con motivo de
la reclusión y el encierro que nos ha impuesto el coronavirus. Cuando, entre
los cristianos, nacieron los sacramentos, no existían los actuales medios de
comunicación. Además, hay sacramentos que no sé cómo se pueden celebrar a
distancia. Por ejemplo, la eucaristía, que originalmente fue una “cena
compartida”. ¿Cena alguien por el hecho de ver en la tele que otros cenan?
A mí me parece que el “enclaustramiento”, que
estamos soportando por causa de la pandemia del virus, no va a modificar mucho
la actual práctica sacramental de los cristianos. Cuando vayamos saliendo de la
situación actual, esperamos que todo seguirá como estaba.
En todo caso, lo más importante que se me
ocurre decir, en este momento, es que a todos nos vendría bien recordar (o
informarnos) de que fue precisamente en los primeros siglos, cuando las
prácticas sacramentales no estaban tan organizadas y reglamentadas como ahora,
ni siquiera se sabía cuántos eran los sacramentos, entonces precisamente fue
cuando el cristianismo floreció con más vigor y más pujanza. Este asunto –tan
determinante– está bien documentado y analizado.
Fue justamente cuando el imperio romano empezó
a debilitarse, en la llamada “época de angustia”, desde Marco Aurelio a
Constantino (161-306) (E. R. Dodds), entonces precisamente fue cuando el
cristianismo arraigó en lo más vivo de la población. No por la multiplicación y
exactitud de sus ceremonias. Eran tiempos en que los cristianos no tenían ni
templos. Y hasta les era impensable el simple hecho de enseñar la cruz. Porque,
en aquella cultura, decir que se creía en un “Dios crucificado”, era una
contradicción tan absurda, como si hoy dijéramos que ponemos nuestra fe en un
“dios ahorcado”.
Entonces, ¿qué es lo que impresionó tanto a la
gente, que aquella iglesia, en tan poco tiempo, atrajo a tantos adeptos? Una
agrupación de adeptos, que vivía un sentido comunitario tan fuerte, que unía a
los individuos y a las familias, más que por unos determinados ritos
religiosos, sobre todo por una forma común de vida, como acertadamente dejó
escrito Orígenes (Contra Cels., 1, 1), esto fue decisivo, incluso determinante.
Por eso la iglesia ofrecía todo lo necesario
para constituir una especie de seguridad social: cuidaba de huérfanos y viudas,
atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que carecían de medios de
vida; tenía un fondo para los funerales de los pobres y un servicio para para
las épocas de epidemia (cf. Arístides, Apol. 15. 7-9; Harnack, Mission, I,
147-198). Pero más importante que estos beneficios materiales era el
“sentimiento de grupo”, que acogía sobre todo a los que vivían como
desarraigados en las grandes ciudades. Como bien ha escrito Dodds, “debieron
ser muchos los que experimentaron un profundo desamparo: los bárbaros
urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los
soldados licenciados, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos
manumitidos. Para todas estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad
cristiana debía ser el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y
dar a su vida algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor
humano y se tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros” (o. c.,
178-179).
¿Una
Eucaristía sin Iglesia?
Termino y ésta es mi conclusión: no sé si los
templos se van a quedar vacíos; ni sé tampoco si habrá gente que tranquilice su
conciencia viendo una misa por la tele o se piense que Dios le perdona porque
habla con un cura mediante el móvil. Sinceramente, todo eso no me preocupa gran
cosa. Lo que, de verdad, me interesa y me preocupa es que, demasiados
responsables y dirigentes de la iglesia actual puedan dar la impresión de que
es más importante observar y someterse a la religión (con sus normas y
rituales) que ser fieles al proyecto de vida que nos propone el Evangelio.