www.religiondigital.org / 9.04.2019
Si algo queda patente en la semana santa,
tal como la celebramos la mayoría de los cristianos, es que la religión sigue
teniendo más importancia que el Evangelio. Por nuestras calles desfilan las
imágenes de la pasión, el fracaso, la condena y la muerte de Jesús. Pero
resulta que, para recordar lo que le ocurrió a Jesús, con la lógica añadidura
del dolor de su madre, organizamos desfiles de pompa y boato,
con lujo, bandas de música y todo el respeto que merece “lo sagrado” y la
veneración que exige “lo religioso”.
Por supuesto, las imágenes, que desfilan
por nuestras calles, son tallas de valor artístico, que nos impresionan por
su calidad y su belleza. Y que nos enfervorizan por su dignidad
estética y sagrada. Pero esas imágenes, tan “evangélicas”, desfilan sobre
tronos “religiosos”, que evocan lujo, pompa y boato, el esplendor y la gloria,
que sólo se puede mantener sobre la base del dinero y el poder.
Sin duda alguna, la semana santa
es “evangelio” y “religión”. Pero tendríamos que estar ciegos para no
darnos cuenta de que, tal como celebramos cada año la semana santa, la pura
verdad es que la religión tiene más presencia y es más determinante, en
nuestras vidas y en nuestra sociedad, que el Evangelio de Jesús.
Jesús entró en Jerusalén montado en una
borriquilla. Nosotros paseamos a Jesús sobre tronos de pompa y esplendor, con
todo el lujo que puede alcanzar cada cofradía. ¿Es posible dejar más patente
que la religión es más determinante que el Evangelio?
¿Es bueno ser “religioso”? Por supuesto que sí. Jesús lo fue.
Pero Jesús, para vivir su religiosidad, se iba solo, a los montes y a sitios
solitarios. Jamás se nos dice, en los evangelios, que Jesús fuera al Templo a
orar. No. Jesús fue al Templo con un látigo, para decirles, a quienes se
aprovechaban de la religión para sacar dinero, que habían convertido la “casa
de oración” en una “cueva de bandidos”.
No pretendo ni insinuar que las cofradías
de semana santa repitan lo que ocurrió en el Templo de Jerusalén. Lo que quiero
afirmar aquí es que, sin darnos cuenta ni pretenderlo, con nuestras
solemnidades de la semana santa, fomentamos más la pompa y el boato de los
sumos sacerdotes, que la humilde solidaridad de los pobres, enfermos y gentes
marginales, que buscan a Jesús.
Insisto una vez más en que la
experiencia religiosa de todos nosotros ya no es de fiar. Semejante experiencia sólo es segura cuando
se traduce y se concreta en honradez, honestidad y solidaridad. Con la
excesiva ternura del demasiado cariño a quienes peor lo pasan en la vida.